Acababan
de dar las dos de la madrugada cuando el ascensor se paró en el rellano de
tercer piso. Venían sonrientes y satisfechos, y se apearon cogidos de la mano.
Manolita desenlazó sus dedos de los fuertes de Luis, y abrió el bolso de
donde había de tomar la llave para abrir la puerta de casa. Buscó entre las mil cosas inservibles que
portaba, y de pronto se volvió a su marido.
-Tú.
¡Cerraste tú Luis, saca la llave!
-¿Yo? ¿No quedamos en que iba sacando el coche del
garaje mientras terminabas de arreglarte? ¿Cómo pude cerrar yo si te estuve
esperando una hora, que hasta tuve que parar el motor porque no acababas de
llegar?
Y
Manolita no lo pensó dos veces: vació el contenido del bolso sobre el suelo del
rellano, y rebuscó inútilmente mientras volvía a guardar sus pertenencias. Se
incorporó. Apretó el bolso bajo el brazo izquierdo, y mientras se llevaba los
cinco dedos abiertos de la mano derecha a la boca exclamó:
-¡Ah…! Salí corriendo para no hacerte esperar, y
cerré la puerta de un empujón. Pero dejé dentro de casa la llave.
De
repente la digestión de aquella cena maravillosa, se paralizó en el estómago de
Luis. De nada sirvieron los candelabros encendidos sobre la mesa, ni la rosa
roja con que el camarero acompañó la
minuta.
-¿Dentro? ¿La llave dentro de casa? ¿Pero que otras cabras tenías que guardar,
mujer? ¿Qué hacemos ahora, que casi van a ser las tres de la madrugada?
Así,
sin más, el vinagre de la exquisita ensalada de mariscos, se le subió a Luís a
la boca. Venían de celebrar el vigésimo
aniversario de su boda, y a ella no se le ocurre otra cosa más que dejar la llave dentro.
-Pero
mujer, ¿en qué estabas pensando? ¿Dónde buscamos a estas horas un cerrajero que
nos abra la puerta?
Y además del vinagre de la ensalada, fue
también el vino con que acompañó la cena
lo que se le subió a Luis hasta la
cabeza, y la copa de cava, y el whisky
de garrafón dentro de una botella
con marca de prestigio con que le obsequió el dueño del restaurante. Descargó
sobre su mujer toda la contrariedad del momento, y la acusó de ser la culpable
de tener que pasar la noche en la escalera hasta el día siguiente, en que un
profesional les solucionaría el problema.
Sentados
en el rellano, Manolita observó de reojo el rostro ofuscado del marido, se arrastró hasta él, le puso sobre los
hombros las manos, y le susurró al oído:
-Hoy te enfadas porque olvidé la llave dentro… ! Y pensar lo que tú hubieras dado
hace veintitantos años por pasar conmigo
una noche entera en la escalera…!
J.González ©
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