sábado, 20 de julio de 2013

MANSIÓN INVERNAL


                                                      
Desde los siete hasta los diez años, cada invierno,  me enviaban a la residencia de los familiares.  Mis padres, así, evitaban que dejara de medrar –acción más que posible- por la llegada de nuevos hermanos.  Y me acompañaban al autobús de línea,  y le pedían  al chófer que me echara un ojo para que el hombre del saco no me raptara.  Cuando el autobús llegaba a la ciudad y según me apeaba, sentía la mano cariñosa de mi tía Mari. En la casa me recibían con regocijo, sobre todo, mi tío Agustín.  Mi tía todavía asida de la mano para que no me perdiera , me conducía hasta el saloncito, llamado por ellos el Office.  Mi  tío me aupaba mientra me abrazaba y exclamaba:  ¡”Pero cómo has crecido, preciosa”!  Entonces mi tía sonaba la campanilla de cristal y acudía la doncella con una bandeja llena de exquisiteces.  Entre sorbo y sorbo, entre picoteo de delicattesses, mi tío Agustín se interesaba por las películas que había visto últimamente.  En el pueblo,  exponían los mismos Films que en la ciudad,  gracias al sacerdote cinéfilo y especialista en el Séptimo Arte que nos los proyectaba.  Hablábamos  de Chartlon Heston, de Ava Gadner… de la trama de la película, de lo logrado del final.  ¡Siempre de acuerdo!  Para poder educar a sus hijos, mi tío solía acudir a las sesiones de  tarde, y por la noche, del brazo de su esposa, veía la de los mayores.

  Mientras la cocinera y la doncella preparaban la comida, nosotros tres ocupábamos las sillas tapizadas de estampados, y en aquel  mirador del salón principal nos dedicábamos a la lectura: periódicos, revistas de economía, cuentos clásicos, lecturas de la Enciclopedia Básíca… Mi tío incluso me permitía sentarme a su Bureau para realizar ejercicios de Escritura y de  Aritmética. Por la tarde, mientras la tía asistía a la modista, mi tío me guiaba al parque y me instruía sobre los árboles y arbustos que lo embellecían.  Luego, le mostraba mis dotes a la comba: saltos tan rápidos que él no podía llevar la cuenta.   Y me volvía a presentar a sus amigos y a que me vieran dar dobles saltos a la cuerda. ¡Se sentía tan orgulloso…! Al atardecer llegaban mis primos hambrientos, cansados, pero  ¡cargados de deberes!  A mí me apabullaban a besos pero acto seguido desaparecían junto con mis tíos. Cenaba poco, la noche me horrorizaba.   Mi tía me arropaba como a una momia, a pesar de que la calefacción trabajaba a tope;  nunca protesté porque no quería entristecerlos.  Cuando la atmósfera alcanzaba una temperatura de pueblo, echaba una cabezadita.  Los sirenazos parecían alaridos de ogros.  Sentía por aquellos trabajadores que como zombies se movían en la oscuridad; que dócilmente obedecían a las tiranas. ¡Cómo añoraba  el silencio casi total del pueblo.  ¡Y lloraba! Pero no podía mojar el embozo ¡no podía preocuparles a mis tíos!

 El servicio ponía en marcha la calefacción; los primos se desperezaban, se preparaban y se marchaban.  Echaba otra cabezadita y me levantaba.  Imitaba  a mi tío en el aseo bucal: era día de la visita al dentista.  Según bajaba los tres peldaños hasta la sala de operaciones, ya oía el ruido del torno.   Me sentaba en la butaca letal; asía los brazos inertes y accionaba todos los nervios.  Las lágrimas surcaban las mejillas.  Le dejaba trabajar al dentista,  pues de otra forma tendría que volver al día siguiente y eso sería la muerte.   No recuerdo que jamás me hiciera daño, sus ojos eran tan cálidos y comprensivos… Y  cuando pronunciaba la frase:  “ENJUÁGATE LA BOCA “ ME DEVOLVÍA AL MUNDO DE LOS VIVOS Y  SUPLICABA A MIS TÍOS QUE, POR FAVOR,   ME DEVOLVIERAN AL PUEBLO.

     San Vicente de la Barquera , a  27 de mayo de 2013
                             Isabel Bascaran

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