Verdad es que mucho
interés no tiene esta historia. Pero como “La Isla” es el tema obligado para el
trabajo de los miembros del Taller de Escritura en este mes de noviembre, no
más informarnos Rafael del tema, el radar de mi cerebro voló sobre cuantas
islas conozco, y de repente quedó parado
sobre la más pequeña de todas ellas: la Isla del Congreso cuya superficie solo
mide 0.256 kilómetros cuadrados.
Tampoco
serán muy claros los detalles con que describa la historia, porque son confusos
los recuerdos. Pasaron desde entonces sesenta largos años, y hasta hoy,
permanecieron perdidos en el fondo de mi subconsciente. Fue en la época en que
cumplí mi Servicio Militar en la Base
Aérea de Villa Nador en Tauima, Marruecos.
Los amigos de la mili son entrañables, como supongo lo serán los de
un internado o residencia, porque en
esos tiempos el mayor egoísmo que puede atarnos a ellos no suele pasar del
deseo de la invitación al vino blanco de
la mañana, o el café de la tarde, y al día siguiente la invitación se hace recíproca. Yo conservo
hoy en día amistades de entonces, de los
que hemos tenido la suerte de sobrevivir a los vendavales de una vida
prolongada. A la cabeza de todos ellos está
mi amigo Ángel, un melillense tan español como yo, pero que en aquel
entonces jamás había pisado tierra Peninsular.
Tan
auténtica llegó a ser nuestra mistad,
que muchos fines de semana me fui con
“permiso de pernocta” a su casa de Melilla donde sus padres me trataron siempre
como a un miembro más de la familia. Fue uno de aquellos fines de semana cuando
un amigo de Ángel que tenía un pequeño barco, (y cuyo nombre olvidé, como habré
olvidado otros detalles), nos invitó a
un viaje a las Islas Chafarinas.
Yo
de marinero, ni el gorro tuve en mi vida, y de decidido tampoco tuve mucho,
pues siempre estuve muy de acuerdo con el
refrán de “vale más decir aquí corrió un cobarde, que aquí murió un valiente”; y en cuanto me vi a un
kilómetro mar adentro, dentro de una
cáscara de nuez movida por un motor fuera borda a una velocidad que a mi se me
antojó suicida, sentí como si en mi garganta se hubieran instalado unas
glándulas cuyo lugar no me cabía duda,
se encontraba como un metro más abajo.
Tan
inseguro iba yo en aquel viaje que apenas me enteraba de las explicaciones que
nuestro anfitrión nos daba sobre las islas; Se llaman Chafarinas, que al
parecer en alguna lengua quiere decir “tierra de ladrones”, y quien se lo puso lo hizo
pensando en los piratas que en algún tiempo
tuvieron en ellas su sede, que entre las tres miden poco más de medio
kilómetro cuadrado, que se llaman Isla del Congreso, Isla de Isabel II e Isla
del Rey, que en algún tiempo sirvieron como prisión de militares y políticos, y
que carecen de agua dulce por lo que la primera preocupación de la madre de
Ángel, fue recomendarnos llevar agua y cervezas en abundancia, además de las
tortillas de patatas y los embutidos que nos puso en un paquete.
Pensé
que nos íbamos a estrellar contra la base de los acantilados, y que la inmensa masa pétrea
que formaba la Isla se desmoronaría
sobre nosotros hundiéndonos para siempre en aquellas aguas que tan poca
simpatía me ofrecían, pero no fue así. El piloto conocía su trabajo y bordeó el
islote hasta el lugar donde debía atracar. Se quitó los pantalones, saltó sobre
las piedras y arena cubiertas con un
metro de agua, y cuando sujetó el barco con la maroma, le imitamos.
Como
tampoco soy pescador, mientras ellos preparaban las cañas, los cebos y demás
parafernalia “pescantil”, me dediqué a husmear los alrededores en tanto que
fumaba un cigarrillo “Toledo” de fabricación melillense, hasta que me decidí a trepar riscos arriba
para conocer la superficie de nuestra tierra conquistada. Pisé un suelo de piedra resquebrajada
abrasado por el sol, al tiempo que sobre
mi cabeza planearon mil gaviotas como
queriendo protegerme de sus rayos con
las sombras de sus alas extendidas. Me sorprendieron dos conejos que a saltos
se alejaron rápidamente de mi, e
instintivamente busqué con la mirada donde pudiera crecer una sola brizna de
hierba con la que se pudieran alimentar aquellos bichos, y solo pude encontrar
algas secas y pajas traída sin duda del continente por los miles de gaviotas y palomas que
anidaban en el lugar, a juzgar por los restos de nidos viejos que había por
todos los rincones.
Durante
la mañana también nos había dicho el amigo de Ángel que en algún tiempo aquella isla había sido
prisión de militares y políticos sancionados, y buscando vestigios que pudieran
confirmarlo divisé al fondo de mi derecha las ruinas de una edificación. A
medida que me acercaba levantaban el vuelo gaviotas que protestaban con desagradables graznidos, y palomas que
se iban en silencio. Cuatro metros antes de llegar a las ruinas descubrí en su
interior una imagen que me hizo parar en seco y frotarme los ojos para
comprobar si era realidad lo que estaba viendo.
Sentada en el suelo, y recostada sobre la pared derruida, dormía una
mora.
Me
alejé en silencio y bajé donde mis amigos continuaban sin lograr un pez, y no
dieron crédito a mi información:
-¡No
puede ser! ¿Una mora? ¿Una mujer sola? ¡Es imposible!
Nos
acercamos los tres, y nuestros murmullos espabilaron a la mujer que se empezó a
levantar lentamente resbalando la espalda contra la pared de piedra. Treinta,
cuarenta, cincuenta años… Imposible calcular la edad en un rostro cobrizo en el
que el cincel del sol había esculpido mil surcos entrecruzados. Avanzamos dos
pasos hacia ella, y ella los reculó sin dejar de mirarnos como aterrorizada.
-No
tengas miedo, Fátima; somos amigos.-Le dijo Ángel.
Pero
la mujer no comprendía el castellano.
Con la velocidad de una centella
su mirada se fijó durante unos segundos en el botellín de cerveza que
Ángel llevaba en la mano, y de inmediato
recuperó su postura defensiva. Ángel le ofreció la botella, y la mujer no se
pudo resistir; se la arrebató de las manos y bebió con avidez hasta agotarla.
La supervivencia pudo con las convenciones religiosas. Era la primera vez
que veíamos consumir alcohol a una mujer mahometana. Con gestos la invitamos a seguirnos, pero no
se movió. Habíamos desandado una docena
de metros, y cuando nos volvimos para observarla comprobamos que se había envuelto en sus ropas blancas y
se nos acercaba guardando siempre la
distancia que consideraba prudente.
Descendimos
hasta la proximidad del barco haciendo mil cábalas sobre la estancia en solitario de aquella
mujer en semejante lugar, sin hallar una respuesta convincente. Se había parado diez metros más arriba de
donde nosotros estábamos y se quedó quieta como una estatua de sal. Había
tomado con la diestra el filo del manto blanco que cubría su cabeza, y escondido tras él el rostro salvo los ojos
negros. Otra vez fueron inútiles los
gestos que le hicimos para que se acercara,
porque ni se inmutaba. Pero la sed y el hambre están por encima de todos
los miedos. A la vista del agua fresca, no se lo pensó dos veces, y
si nos descuidamos un poco, da fin al suministro que aportábamos.
O
no lo conocía, o el hambre le había anulado los sentidos de la vista y el
gusto, porque no hizo ascos al jamón ni a los embutidos. Ocurrió lo mismo que
con la cerveza una hora antes. La “isla…. mista” que encontramos en la
Isla del Congreso, hacía oídos sordos a los mandatos de Mahoma, y tragó
“jalufo” con una disposición increíble, aunque
en honor a la verdad he de decir que para comer siempre se puso de
espaldas a nosotros. Lo de tragar tortilla lo hizo ya de forma más amistosa; lo
comió estando un metro más cercana a los suministradores de víveres, y nos
permitió observar como lo empujaba hacia adentro con los dedos índice y corazón
para seguir retacando la cavidad de aquella boca medio desdentada, y procurar así espacio libre para nuevos trozos de tortilla.
Lo
que debíamos hacer, lo tuvimos claro los tres desde el primer momento, y después de comer, de beber la última
cerveza, y de fumar tranquilamente un
cigarrillo, recogimos los bártulos para regresar a Melilla. Para lo único que
no hizo falta invitarla fue para que se subiera
al barco; lo hizo con más ligereza y habilidad que lo hubiera hecho una
cabra, suponiendo que allí hubiera cabras y quisieran montar en barco. Fue
entonces cuando me fijé en sus pies descalzos de plantas duras como cascos de
caballo, y supuse que era una campesina de cualquiera de las muchas
cábilas de por allí. Se puso nerviosa
cuando vio que no navegábamos hacia el Cabo del Agua, que era el lugar más
cercano al continente, pero al poco
pareció conformarse cuando tomando rumbo
a babor empezamos a cruzar la amplia dársena
que se extiende hasta Melilla. Nada más atracar saltó a tierra con la
mismísima facilidad que lo hubiera hecho
la cabra de antes, y desapareció de nuestra vista como una exhalación.
Por eso empecé escribiendo que mucho interés, no tiene esta historia.
Jesús
González González ©
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