sábado, 28 de diciembre de 2013

LA ISLA... MISTA.



 

Verdad es que mucho interés no tiene esta historia. Pero como “La Isla” es el tema obligado para el trabajo de los miembros del Taller de Escritura en este mes de noviembre, no más informarnos Rafael del tema, el radar de mi cerebro voló sobre cuantas islas  conozco, y de repente quedó parado sobre la más pequeña de todas ellas: la Isla del Congreso cuya superficie solo mide 0.256 kilómetros cuadrados.

Tampoco serán muy claros los detalles con que describa la historia, porque son confusos los recuerdos. Pasaron desde entonces sesenta largos años, y hasta hoy, permanecieron perdidos en el fondo de mi subconsciente. Fue en la época en que cumplí  mi Servicio Militar en la Base Aérea de Villa Nador en Tauima, Marruecos.  Los amigos de la mili son entrañables, como supongo lo serán los de un  internado o residencia, porque en esos tiempos el mayor egoísmo que puede atarnos a ellos no suele pasar del deseo de la invitación al vino blanco de  la mañana, o el  café  de la tarde, y al día siguiente  la invitación se hace recíproca. Yo conservo hoy en día  amistades de entonces, de los que hemos tenido la suerte de sobrevivir a los vendavales de una vida prolongada. A la cabeza de todos ellos está  mi amigo Ángel, un melillense tan español como yo, pero que en aquel entonces jamás había pisado tierra Peninsular.

Tan auténtica llegó  a ser nuestra mistad, que muchos  fines de semana me fui con “permiso de pernocta” a su casa de Melilla donde sus padres me trataron siempre como a un miembro más de la familia. Fue uno de aquellos fines de semana cuando un amigo de Ángel que tenía un pequeño barco, (y cuyo nombre olvidé, como habré olvidado otros detalles),    nos invitó a un viaje a las Islas Chafarinas.

Yo de marinero, ni el gorro tuve en mi vida, y de decidido tampoco tuve mucho, pues siempre estuve muy  de acuerdo con el refrán de “vale más decir aquí corrió un cobarde, que aquí murió  un valiente”; y en cuanto me vi a un kilómetro  mar adentro, dentro de una cáscara de nuez movida por un motor fuera borda a una velocidad que a mi se me antojó suicida, sentí como si en mi garganta se hubieran instalado unas glándulas cuyo lugar no me cabía duda,  se encontraba como un metro más abajo.

Tan inseguro iba yo en aquel viaje que apenas me enteraba de las explicaciones que nuestro anfitrión nos daba sobre las islas; Se llaman Chafarinas, que al parecer en alguna lengua quiere decir “tierra de  ladrones”, y quien se lo puso lo hizo pensando en los piratas que en algún tiempo  tuvieron en ellas su sede, que entre las tres miden poco más de medio kilómetro cuadrado, que se llaman Isla del Congreso, Isla de Isabel II e Isla del Rey, que en algún tiempo sirvieron como prisión de militares y políticos, y que carecen de agua dulce por lo que la primera preocupación de la madre de Ángel, fue recomendarnos llevar agua y cervezas en abundancia, además de las tortillas de patatas y los embutidos que nos puso en un paquete.

Pensé que nos íbamos a estrellar  contra  la base de los   acantilados, y que la inmensa masa pétrea que formaba la Isla  se desmoronaría sobre nosotros hundiéndonos para siempre en aquellas aguas que tan poca simpatía me ofrecían, pero no fue así. El piloto conocía su trabajo y bordeó el islote hasta el lugar donde debía atracar. Se quitó los pantalones, saltó sobre las piedras y arena cubiertas  con un metro de agua, y cuando sujetó el barco con la maroma, le imitamos.

Como tampoco soy pescador, mientras ellos preparaban las cañas, los cebos y demás parafernalia “pescantil”, me dediqué a husmear los alrededores en tanto que fumaba un cigarrillo “Toledo” de fabricación melillense,  hasta que me decidí a trepar riscos arriba para conocer la superficie de nuestra tierra conquistada.  Pisé un suelo de piedra resquebrajada abrasado por el sol, al  tiempo que sobre mi cabeza planearon mil gaviotas  como queriendo protegerme de sus rayos  con las sombras de sus alas extendidas. Me sorprendieron dos conejos que a saltos se alejaron rápidamente de mi,  e instintivamente busqué con la mirada donde pudiera crecer una sola brizna de hierba con la que se pudieran alimentar aquellos bichos, y solo pude encontrar algas secas y pajas traída sin duda del continente  por los miles de gaviotas y palomas que anidaban en el lugar, a juzgar por los restos de nidos viejos que había por todos los rincones.

Durante la mañana también nos había dicho el amigo de Ángel  que en algún tiempo aquella isla había sido prisión de militares y políticos sancionados, y buscando vestigios que pudieran confirmarlo divisé al fondo de mi derecha las ruinas de una edificación. A medida que me acercaba levantaban el vuelo gaviotas que protestaban   con desagradables graznidos, y palomas que se iban en silencio. Cuatro metros antes de llegar a las ruinas descubrí en su interior una imagen que me hizo parar en seco y frotarme los ojos para comprobar si era realidad lo que estaba viendo.  Sentada en el suelo, y recostada sobre la pared derruida, dormía una mora.

Me alejé en silencio y bajé donde mis amigos continuaban sin lograr un pez, y no dieron crédito a mi información:

-¡No puede ser! ¿Una mora? ¿Una mujer sola?  ¡Es imposible!

Nos acercamos los tres, y nuestros murmullos espabilaron a la mujer que se empezó a levantar lentamente resbalando la espalda contra la pared de piedra. Treinta, cuarenta, cincuenta años… Imposible calcular la edad en un rostro cobrizo en el que el cincel del sol había esculpido mil surcos entrecruzados. Avanzamos dos pasos hacia ella, y ella los reculó sin dejar de mirarnos como aterrorizada.

-No tengas miedo, Fátima; somos amigos.-Le dijo Ángel.

 Pero la mujer no comprendía el castellano.  Con la velocidad de una centella  su mirada se fijó durante unos segundos en el botellín de cerveza que Ángel llevaba en la mano,  y de inmediato recuperó su postura defensiva. Ángel le ofreció la botella, y la mujer no se pudo resistir; se la arrebató de las manos y bebió con avidez hasta agotarla. La supervivencia  pudo con las  convenciones religiosas. Era la primera vez que veíamos consumir alcohol a una mujer mahometana.  Con gestos la invitamos a seguirnos, pero no se movió. Habíamos desandado  una docena de metros, y cuando nos volvimos para observarla comprobamos  que se había envuelto en sus ropas blancas y se nos acercaba guardando siempre  la distancia que consideraba prudente.

Descendimos hasta la proximidad del barco haciendo mil cábalas  sobre la estancia en solitario de aquella mujer en semejante lugar, sin hallar una respuesta convincente.  Se había parado diez metros más arriba de donde nosotros estábamos y se quedó quieta como una estatua de sal. Había tomado con la diestra el filo del manto blanco que cubría su cabeza,  y escondido tras él el rostro salvo los ojos negros.  Otra vez fueron inútiles los gestos que le hicimos para que se acercara,  porque ni se inmutaba. Pero la sed y el hambre están por encima de todos los miedos.  A la vista  del agua fresca, no se lo pensó dos veces, y si nos descuidamos un poco, da fin al suministro que aportábamos.

O no lo conocía, o el hambre le había anulado los sentidos de la vista y el gusto, porque no hizo ascos al jamón ni a los embutidos. Ocurrió lo mismo que con la cerveza una hora antes. La “isla…. mista” que encontramos  en  la Isla del Congreso, hacía oídos sordos a los mandatos de Mahoma, y tragó “jalufo” con una disposición increíble, aunque  en honor a la verdad he de decir que para comer siempre se puso de espaldas a nosotros. Lo de tragar tortilla lo hizo ya de forma más amistosa; lo comió estando un metro más cercana a los suministradores de víveres, y nos permitió observar como lo empujaba hacia adentro con los dedos índice y corazón para seguir retacando la cavidad de aquella boca  medio desdentada, y procurar así  espacio libre para nuevos trozos de tortilla.

Lo que debíamos hacer, lo tuvimos claro los tres desde el primer momento,  y después de comer, de beber la última cerveza, y de  fumar tranquilamente un cigarrillo, recogimos los bártulos para regresar a Melilla. Para lo único que no hizo falta invitarla fue para que se subiera  al barco; lo hizo con más ligereza y habilidad que lo hubiera hecho una cabra, suponiendo que allí hubiera cabras y quisieran montar en barco. Fue entonces cuando me fijé en sus pies descalzos de plantas duras como cascos de caballo, y supuse que era una campesina de cualquiera de las muchas cábilas  de por allí. Se puso nerviosa cuando vio que no navegábamos hacia el Cabo del Agua, que era el lugar más cercano al continente,  pero al poco pareció conformarse  cuando tomando rumbo a babor empezamos a cruzar la amplia dársena  que se extiende hasta Melilla. Nada más atracar saltó a tierra con la mismísima facilidad que lo hubiera hecho  la cabra de antes, y desapareció de nuestra vista como una exhalación. Por eso empecé escribiendo que mucho interés, no tiene esta historia.


            Jesús González González ©

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