Silenciosa, observé la cara de la anciana; sus ojos me
miraban con esa calma que proporciona la edad, sus escasas pestañas sobre los
párpados ajados hacían pleamar... Descansaba el marchito rostro sobre una de
sus manos que parecía salirle de las profundidades de su pensamiento; el otro
brazo estaba apoyado en su regazo, apenas visible porque la mujer estaba
recogida sobre sí misma, como menguada, tras aquella mesa de maciza y vasta
madera.
Una taza que había contenido café con leche, que le sirvió
de merienda-cena, guardaba una cuchara, que según dijo, era de plata y se la
había traído su padre de aquel viaje a México, infructuoso y meteórico en busca
de la ingrata fortuna; pues bien, aquella taza permanecía aún humeante, y seguía desprendiendo el aroma a café
espabilando los sentidos.
El gesto relajado de la mujer hacía resaltar unos ojos
grandes y brillantes que sujetaban su nariz chata, enmarcaban una sonrisa permanente
adornada con hoyuelos alargados. Un pañuelo masculino e inmaculado, apretado en
su mano artrítica, se alzaba de cuando en vez para retirar una lágrima
impenitente.
El aspecto de su cuerpo hablaba de la reflexión en unos
valores diferentes a los que yo me aferraba, era el aprendizaje capitaneado por
el estoicismo ante las circunstancias imposibles de contralar, es decir, la
vida, la muerte, lo que dependiera en la decisión de otros… Su indiferencia
parecía apropiarse de todo su alrededor con una calma y sabiduría infinitas…
Lo único que pude confirmar es, que los recuerdos adornaban
los surcos que la edad había dibujado tras experimentar las etapas vividas,
eran la muestra de una realidad impresa y comunicaba verdades que la anciana no
expresaba de viva voz, pero que decían a las claras que nada había eterno
salvo…, la ilusión. Sí, la imagen de esta señora era la auténtica filosofía de
la vida encerrada en su belleza dormida o semidesnuda que mostraba ante mis
ojos.
Me sentí hipnotizada y no podía apartar la vista de ella; estaba
sorprendentemente quieta y su respiración mostraba un leve vaivén similar al
movimiento de una brisa templada en el verano…
Su aspecto iba pareciéndome, a medida que la noche se hacía
dueña de aquella antigua habitación abierta en una mínima ventana, a una
fotografía tridimensional en blanco y negro, por la escasa iluminación que
procedía de las brasas de leña que asomaban, curiosas, a través de las
hendiduras de la chapa de hierro, y que daban a su inmóvil rostro la apariencia
de latidos inquietos y resplandecientes, que a su vez, caldeaban aquel lugar
inmerso en un silencio y una paz imposible de definir…
…Observaba en la penumbra
la edad que marcó su cara
y los surcos que labraron
toda una vida de escarchas...
Si analizara las causas
de cada arruga cosida,
se vería claramente
el llanto hilvanado de risas.
Percibí su nacimiento
y en los surcos que se inclinan
algún arrepentimiento,
y de los hijos, sus vidas,
y el corazón con su cielo
un presente que descuida…
Vi dibujos de cariños
alargados y en desvelo,
de los hijos, que marcharon,
o por razones de duelo
que marcaron los vacíos
y fantasías sin dueño,
donde su anhelo fue muerte
sin renacer del subsuelo.
¡Cuánto surco en esa cara
donde se plantaron rosas
en la vertiente del río
donde caminara hermosa!
Bordaba corrientes y calas,
de las playas y el estío,
de los otoños descalzos
y del invierno sin brillo
en busca de las mimosas,
los catasoles y bríos,
que la vida puso en marcha
entre senderos muy lindos.
En cada surco contado
se localizan caricias
que quedaron manifiestas
o que negaron, prolijas,
y aún queriendo, se quedaron
en las miradas perdidas.
Reconté bailes, verbenas,
de arenales y de amigas,
de mil juegos olvidados,
de libros y de conquistas,
y sones que recordaban
los besos siempre con prisas...
¡Entre esos surcos nacieron
lo más enormes abrazos,
esos que todos tenemos
guardados en el regazo!...
Arrugas que se dejaron
en sus riveras, semillas,
que crecieron y formaron
anclajes en la familia.
Bellos surcos que abundantes
la perdonaron la vida;
y que siguieron mostrando
los mensajes que hoy envían.
Fueron su amparo y camino,
que reflejan a la vista
esa piel que junto al alma
hizo del corazón su guía.
Ángeles Sánchez Gandarillas ©
10-II-2014

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