miércoles, 12 de febrero de 2014

LA ANCIANA DEL TACA-TACA.





Era una mañana de viernes soleada y ella, que era muy friolera, aprovechaba los días buenos para pasear y estar un par de horas al aire libre. Encorvada, encogida por los años, apoyándose en un taca-taca, que ella, con el humor que casi un siglo de vida no había conseguido doblegar, llamaba su “Ferrari”, avanzaba penosamente por las aceras, daba un par de vueltas a la manzana y se sentaba en un banco del pequeño jardín público que había en la esquina, para descansar y tomar el sol. Allí, se fumaba un par de cigarrillos mientras observaba a la gente.

A veces, alguien del barrio se paraba y le daba unos minutos de conversación y, por iniciarla de alguna forma, le decía que no debería fumar, y menos a su edad. Ella se encogía de hombros y respondía que, precisamente a su edad, no sería el tabaco lo que la llevaría a la tumba. A la gente le hacían gracia sus ocurrencias. Era un personaje popular en el barrio.

Desde que enviudó hacía unos cuantos años, vivía en una residencia donde tenía su pequeño apartamento propio, pero donde no tenía que preocuparse por cocinar las comidas, porque había un comedor común. Prefería vivir sola. Mientras el cuerpo aguantara, decía, no sería una carga para nadie. No quería interferir en las vidas de los demás yéndose a vivir con una de sus hijas; no quería molestar. Y el cuerpo, por marchito que estuviera, aún aguantaba. Cuando alguno de sus hijos iba a visitarla se ponía muy contenta, pero básicamente, de lunes a jueves, estaba sola y su contacto con ellos era a través del teléfono.

Pero era viernes y los viernes eran especiales, porque a las cinco de la tarde la recogía una de sus hijas para llevársela a su casa hasta el domingo por la noche. Así que no podría estar sentada al sol tanto tiempo como otros días, porque tenía que arreglarse y preparar las pocas cosas que le hacían falta para el fin de semana. Todo esto que, a otras edades se hace en un santiamén, a la suya le llevaba su tiempo. Y repasaba una y otra vez lo que había preparado por si se le olvidaba algo; en especial, el sinfín de pastillas que se tomaba todos los días.

Miró el reloj. Aún le quedaba tiempo para disfrutar del sol un poco más. Otro cigarrillo y se marcharía. Cuando veía pasar a una madre joven con un bebé, le explicaba a quien tuviera la paciencia de escucharla que España se encaminaba hacia el desastre porque las parejas sólo tenían ya uno o dos hijos. Y alardeaba de que, ahí donde la veían, con sus noventa y un años a las espaldas, ella había dado a luz a diez. ¡Eso sí eran familias y no lo de ahora! La gente moderna se había vuelto muy cómoda.

Se hace difícil imaginar, hoy en día, cómo, sin ser ricos, podía sacarse adelante una familia tan grande. Pues la anciana estaba orgullosa de que, ella y su marido, no sólo los sacaron adelante, sino que cada hijo estudió lo que quiso y todos se abrieron camino más bien que mal. Eso sí, claro, durante muchos, muchos años no supo lo que era un día de vacaciones. Todo era trabajar desde que se levantaba hasta que se acostaba, rendida. Entre los colegios, las compras, las comidas, zurcir calcetines, remendar pantalones y Dios sabe cuántas cosas más, no había tiempo para nada que no fuera trabajar. Incluso cuando había un rato para sentarse y charlar un poco por las tardes, aprovechaba para hacer calceta, pues siempre había necesidad de algún jersey o alguna bufanda para uno u otro de sus hijos. No existía tregua, no paraba nunca.
Hora de irse. Se levantó del banco, se metió entre los hierros del taca-taca y, a trancas y barrancas, se puso en marcha. Antes de volver a casa, había que pasarse por el supermercado a comprar un par de cosas que le hacían falta. Sobre todo, una botella de whisky (“del que rasca”), que se le había terminado. Como la conocían, bromeaban con ella en la caja y le decían que no hacía tanto que ya se había llevado otra botella, que a ver qué pasaba con tanto whisky. Pues, además de sus cigarrillos, no perdonaba una copa o dos después de cada comida, antes de echarse una siesta recostada en el sofá. A quienes se metían con ella (sin malicia, claro está; sólo por picarla), les contestaba, con admirable sentido del humor y señalándoles el taca-taca, que si se conservaba tan bien para su edad era porque el alcohol “mata todos los bichos”. Y, riéndose, se iba con su “Ferrari” y su bolsa con la compra, pasito a pasito, hacia casa, que iba acercándose la hora de comer.

Cuando vemos personas tan mayores, nos cuesta imaginarlas en sus años de juventud, como si siempre hubieran sido ancianas. A ella le gustaba recordarse joven y siempre llevaba encima fotos de aquellos años, cuando estaba soltera, cuando estaba recién casada, cuando sus hijos eran pequeños. Decía que, para verse vieja, ya se veía en el espejo. A mí me gustaba especialmente una fotografía en color que había sido tomada no hacía demasiado tiempo de un cuadro que alguien le pintó cuando era muy joven y que conservaba colgado en la pared de su salita de estar. Era un busto que la mostraba con una amplia sonrisa de dientes blancos y labios rojos. La mirada era franca; los ojos, pícaros. La imagen tenía vida. Su frente despejada, el cabello peinado hacia atrás, los pómulos bien marcados, la barbilla prominente, revelaban un carácter fuerte más allá de la expresión de simpatía que transmitía el cuadro en su conjunto. Le gustaba esa foto porque, al haber sido tomada recientemente del cuadro, era en color, a diferencia de las demás que conservaba de su juventud, que eran todas en blanco y negro. Ella no había sido siempre vieja; ella también fue así una vez: joven, ágil, hermosa, sin arrugas. La coquetería no conoce edades.

Después de comer en el comedor común de la residencia, subió a su apartamento y se arregló para estar lista cuando su hija fuera a recogerla. Encendió la televisión sin importarle lo que emitieran; sólo porque le hacía compañía. Se fumó un cigarrillo, se bebió una copa de whisky y se tumbó en el sofá para echar la siesta de cada día. Con la mirada puesta en la pantalla y la mente en sus recuerdos, los ojos se le fueron cerrando hasta quedar apaciblemente dormida. No volvió a despertarse.

Y así, sin más, sin hacer ruido o, como ella hubiera dicho, sin molestar, se fue aquella anciana que hasta el último día paseaba apoyando en un taca-taca su cuerpo castigado, cansado, pero que no se rendía ni a tiros. Una buena mujer a la que todos llamaban Genoveva, pero a la que yo llamaba, simplemente, “mamá”.

José-Pedro Cladera ©

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