Tampoco
a mí, los árboles me dejaron ver el bosque. Tal como mandaba el tema que Rafael
nos puso para este mes, di mil vueltas al asunto buscando una anciana
para escribir sobre ella, hasta que de pronto me di cuenta de que, casi siempre
conmigo, igual que si fuera mi sombra, tenía la anciana más conocida de cuantas
pueda conocer: mi mujer.
Lo curioso es que jamás la consideré una
anciana, hasta este momento de ponerme a escribir. Y más curioso aún, es
descubrir que el escribir sirve para conocerse mejor uno así mismo, porque en
este instante he descubierto también, que yo soy otro anciano.
La
palabra, al referirse a nosotros mismos, me suena horrible tanto en un género como en el otro. La ancianidad me
suena al menos, como un grado más de la
vejez. Que soy viejo lo admito de buen grado; que
lo es mi mujer, me cuesta un poco más admitirlo. Pero lo de que somos ancianos…
¡Anda ya, hombre…!
Según
mi teoría, anciano es aquél que además de viejo, está deteriorado. Vamos, que
camina encorvado, que arrastra los pies, o que el corazón se le sale por la
boca cuando sube una cuesta. A este punto, a punto estoy yo de llegar. Y como
para caminar me han recomendado que lleve un bastón, presiento que lo de
arrastrar los pies, lo tengo a la puerta de casa. ¡Pero no, todavía!
De
todas formas el tema es “La Anciana”, y no “El Anciano”. Y ella, aunque es
anciana según el diccionario de la Real Academia, (que no da más explicaciones
que lo es una persona de mucha edad), está mucho más pizpireta que yo. y por
ello, a mí no me parece lo que realmente es: anciana.
Según
mi experiencia, a la ancianidad se llega tontamente, casi sin darse uno cuenta.
De repente, cuando pienso que hace unos
pocos años doblé la esquina de los ochenta,
me suelo preguntar: ¿Pero cuando coño
pasé yo por las décadas de los sesenta y los setenta, si no
recuerdo nada de nada? ¿Será el
Alzheimer que empieza a atrofiar mis neuronas, o será la anciana que vive conmigo
que me ha hecho la vida tan agradable
que se esfumó como en sueños?
Lo
primero no lo creo, y lo segundo igual es demasiado decir, pues la convivencia
diaria no es cosa fácil: (Ya lo decía allá cuando yo era joven, Gonzalito el de
Lamadrid, que “cada uno piensa con la su cabeza”). Y esto de tener que pensar dos cabezas sobre un
mismo asunto, lo quieras o no, siempre acarrea enfrentamientos.
Me
da la impresión de que ahora cada vez más gente, por menos de un quítame de ahí
esas pajas, arroja por la borda todo un proyecto de vida,
y las parejas tiran cada uno para un
lado, y luego vuelven a empezar de nuevo con resultados tan inciertos como el
primero.
En mis tiempos no lo hacíamos así; en mis
tiempos en lugar de separarnos, nos
íbamos enfadados a la cama, y nos quedábamos dormidos cada uno sobre un
larguero dándonos la espalda. Solía
ocurrir que la mayor parte de las veces
nos despertábamos desnudos abrazados uno al otro, y casi sin darnos cuenta nos
poníamos de acuerdo en aquello que la
noche anterior nos había separado. Otras veces el enfado duraba dos días, y puede
que a veces hasta tres. Pero de ahí no
solía pasar. Y no pasaba porque no nos
resistíamos al encanto de la reconciliación; que a veces, creo yo,
discutíamos solamente con el fin de tener
una reconciliación tan apasionada siempre, que uno se olvidaba de Ogino, del
preservativo y de la marcha atrás, que eran los únicos medios anticonceptivos
de mi época. El resultado solía ser otra boca nueva que alimentar, pero que
traía una sonrisa tan angelical, que terminábamos dándole gracia a Ogino por
haberse quedado aquella noche en su Japón natal.
Con
la ancianidad no es que las cosas mejoren, pues a veces con el tiempo se
acentúan los defectos, y hasta si quieres nos ponemos más tercos. Lo que ocurre es que con los años aprendes a no
dar importancia a discusiones que no la
tienen. Y cuando como por ejemplo, ahora, tienes que escribir sobre una
anciana, y tomas de modelo a la que tienes en casa, la balanza se inclina de
forma tan positiva, que estás seguro de que si volvieras a nacer, volverías a tropezar con gusto sobre la misma
piedra…
Jesús González ©
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