jueves, 13 de febrero de 2014

LA ANCIANA





            Tampoco a mí, los árboles me dejaron ver el bosque. Tal como mandaba el tema que Rafael nos puso para este mes,  di  mil vueltas al asunto buscando una anciana para escribir sobre ella, hasta que de pronto me di cuenta de que, casi siempre conmigo, igual que si fuera mi sombra, tenía la anciana más conocida de cuantas pueda conocer: mi mujer.



            Lo  curioso es que jamás la consideré una anciana, hasta este momento de ponerme a escribir. Y más curioso aún, es descubrir que el escribir sirve para conocerse mejor uno así mismo, porque en este instante he descubierto también, que yo soy otro anciano.



            La palabra, al referirse a nosotros mismos, me suena horrible tanto en un  género como en el otro. La ancianidad me suena al menos, como un grado  más de la vejez. Que soy viejo lo admito de buen grado;           que lo es mi mujer, me cuesta un poco más admitirlo. Pero lo de que somos ancianos… ¡Anda ya, hombre…!



            Según mi teoría, anciano es aquél que además de viejo, está deteriorado. Vamos, que camina encorvado, que arrastra los pies, o que el corazón se le sale por la boca cuando sube una cuesta. A este punto, a punto estoy yo de llegar. Y como para caminar me han recomendado que lleve un bastón, presiento que lo de arrastrar los pies, lo tengo a la puerta de casa.  ¡Pero no, todavía!



            De todas formas el tema es “La Anciana”, y no “El Anciano”. Y ella, aunque es anciana según el diccionario de la Real Academia, (que no da más explicaciones que lo es una persona de mucha edad), está mucho más pizpireta que yo. y por ello, a mí no me parece lo que realmente es: anciana.



            Según mi experiencia, a la ancianidad se llega tontamente, casi sin darse uno cuenta. De repente, cuando pienso que hace  unos pocos años doblé la esquina de los ochenta,  me suelo preguntar: ¿Pero cuando coño  pasé yo por las décadas de los sesenta y los setenta, si  no  recuerdo nada  de nada? ¿Será el Alzheimer que empieza a atrofiar mis neuronas, o será la anciana que vive conmigo que me ha hecho la vida tan agradable  que se esfumó como en sueños?



            Lo primero no lo creo, y lo segundo igual es demasiado decir, pues la convivencia diaria no es cosa fácil: (Ya lo decía allá cuando yo era joven, Gonzalito el de Lamadrid, que “cada uno piensa con la su cabeza”). Y esto  de tener que pensar dos cabezas sobre un mismo asunto, lo quieras o no, siempre acarrea enfrentamientos.



            Me da la impresión de que ahora cada vez más gente, por menos de un quítame de ahí esas  pajas,  arroja por la borda todo un proyecto de vida, y  las parejas tiran cada uno para un lado, y luego vuelven a empezar de nuevo con resultados tan inciertos como el primero.



             En mis tiempos no lo hacíamos así; en mis tiempos en lugar de separarnos,  nos íbamos enfadados a la cama, y nos quedábamos dormidos cada uno sobre un larguero  dándonos la espalda. Solía ocurrir  que la mayor parte de las veces nos despertábamos desnudos abrazados uno al otro, y casi sin darnos cuenta nos poníamos de acuerdo en aquello  que la noche anterior nos había separado. Otras veces el enfado duraba dos días, y puede que a  veces hasta tres. Pero de ahí no solía pasar. Y no pasaba porque no nos  resistíamos al encanto de la reconciliación; que a veces, creo yo, discutíamos solamente con el fin de tener  una reconciliación tan apasionada siempre,  que uno se olvidaba de Ogino, del preservativo y de la marcha atrás, que eran los únicos medios anticonceptivos de mi época. El resultado solía ser otra boca nueva que alimentar, pero que traía una sonrisa tan angelical, que terminábamos dándole gracia a Ogino por haberse quedado aquella noche en su Japón natal.



            Con la ancianidad no es que las cosas mejoren, pues a veces con el tiempo se acentúan los defectos, y hasta si quieres nos ponemos más tercos. Lo que ocurre es que con los años aprendes a no dar importancia a discusiones  que no la tienen. Y cuando como por ejemplo, ahora, tienes que escribir sobre una anciana, y tomas de modelo a la que tienes en casa, la balanza se inclina de forma tan positiva, que estás seguro de que si volvieras a nacer,  volverías a tropezar con gusto sobre la misma piedra…



             Jesús González ©

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