sábado, 1 de marzo de 2014

REGRESO EN LA TORMENTA





Llovía a mares. Él había ido a buscar el coche al aparcamiento y ella le esperaba al lado de la puerta giratoria de cristales, junto a una pequeña maleta con ruedas, resguardándose del aguacero bajo la gran marquesina dispuesta para que los vehículos pudieran dejar o recoger a la gente sin que se mojara. Los rótulos de neón proyectaban sobre el asfalto mojado de la calle una luz lechosa salpicada de colores.

Detuvo el automóvil frente a la puerta, salió y, mientras ella se acomodaba en el asiento junto al del conductor, recogió la maleta y la metió en el maletero. Miró un momento al interior del edificio a través de la gran cristalera. No se veía más que a un par de personas junto al mostrador de la recepción y un par más que deambulaban aburridos por el amplio vestíbulo, como esperando a que alguien les llamara. Apretó fuertemente los labios y meneó la cabeza con un gesto de resignación. Entró en el coche, lo puso en marcha y arrancó.

―¡Vaya noche de perros! Tengo el frío metido en los huesos. Creía que daban de alta a la gente por las mañanas, no a estas horas. Deben andar muy mal de habitaciones.

Ella no contestó. Se había acurrucado en el asiento, con el abrigo bien cruzado, el cuello levantado, y había escondido las manos en las mangas para mantenerlas calientes, pues no llevaba guantes. Miraba a través del parabrisas, sin el menor interés, las siluetas borrosas y las luces rojas de los coches que les precedían. El agua golpeaba fuerte sobre el techo del vehículo, produciendo un sonido que se mezclaba con el ronroneo del motor y que le resultaba relajante. Se sentía a gusto en la intimidad oscura del pequeño habitáculo. Al fin se había acabado todo y volvía a casa.

―Han dicho en el informativo de la tele que esto va para un par de días más. Después, parece que vendrá buen tiempo. Ya era hora, ¿no?

Hizo como que no le oía. Sólo sus ojos, que se cerraron como si le pesaran los párpados y que tardaron unos segundos en abrirse, habrían delatado que le molestaba que le hablara, pero él no lo percibió. Siguió absorta en el ronroneo del motor y el repiqueteo de la lluvia.

―¿Estás bien?

―Sí, estoy bien.

―No te han hecho daño, ¿verdad?

―No. No es agradable, pero no me han hecho daño.

Se arrepintió de haberlo preguntado. Se había propuesto no hablar de nada relacionado con el asunto salvo que lo iniciara ella. Había sido una torpeza. Condujo un par de minutos en silencio.

―¡Vaya mierda ser mujer!

Le cogió desprevenido. Esperaba algo así, pero, conociéndola, creía que llegaría más tarde, quizás mañana. Se movió, incómodo, en el asiento.

―No creo que sea buena idea hablar ahora de eso. Hay que dejar que las cosas reposen. Ya habrá tiempo.

Ella asintió de forma mecánica, como hipnotizada por el vaivén monótono del limpiaparabrisas:

―Sí, ya habrá tiempo.

De nuevo, el silencio. Se hallaban detenidos ante un semáforo y él tamborileaba nervioso con los dedos sobre el volante y miraba suplicantemente al disco rojo para que cambiara a verde. Cuando al fin lo hizo, se sintió aliviado.

―Los hombres lo tenéis todo más fácil. No es justo que siempre seamos nosotras las que tengamos que llevarnos la peor parte.

―¡Por el amor de Dios! Me vas a poner nervioso y no es bueno estando al volante en una noche así. ¿A qué viene ahora esto? El mundo es como es y no lo vamos a cambiar ni tú ni yo. ¿No tomaste una decisión? Pues déjalo ya. Mañana será otro día.

―Sí, claro, mañana será otro día. Para ti es muy fácil. Tú, con pagar la factura, problema resuelto, ¿no? ¡Qué cómodo! ¡Hala, a otra cosa, mariposa, y aquí no ha pasado nada!

Dio un golpe violento sobre el volante y alzó la voz:

―¡Hay que tener la cara muy dura para decirme esto! ¿Tú crees realmente que a mí no me afecta? ¿Qué crees que soy: un bloque de hielo? Nadie te ha obligado a hacer nada que no hayas decidido tú. Yo te he apoyado porque eso es lo que has querido, pero podías haber decidido lo contrario y te habría apoyado igual. No me quieras hacer quedar ahora como el malo de la película.

―No grites, por favor. No tengo la cabeza para aguantar gritos.

Bajó el tono de la voz:

―Si no estabas segura, podías haber esperado un poco más. No corría tanta prisa, ¿no?

―¡Pues claro que estaba segura! Pero eso no quita que sea una mierda. Tres candidatos y yo soy la única mujer. ¿A quién crees que iban a escoger si se enteran de esto? ¿A mí? Ocho años trabajando como una negra para que ahora se lleve el puesto un desgraciado que no me llega ni a la suela del zapato. ¡Justo ahora, también es mala suerte!

―Si tienes razón, no te lo estoy negando, pero hay que mirar adelante. Corrimos riesgos y nos pilló el toro. Has tomado una decisión difícil, pero la has tomado y ya está hecho. No hay que darle más vueltas.

Ella asintió de nuevo con la cabeza. Tenía los labios muy apretados. Miraba ahora por la ventanilla lateral, volviendo la cara de forma que él no la viera. No lloraba, pero no quería que le viera la cara. Sentía cómo, de nuevo, le invadía la rabia. Se consideraba una mujer pragmática, capaz de tomar decisiones, capaz de dirigir a personas para que fueran eficientes, para que alcanzaran objetivos. Se había dicho a sí misma una y otra vez las cosas que ahora él le recordaba. Tenía razón: una vez tomada la decisión, no servía de nada echar la vista atrás. Como decían los ingleses: de nada sirve llorar sobre la leche derramada. Él tenía razón.

―Es verdad: no hay que darle más vueltas.

―Creía que estabas muy segura de lo que hacías.

―Lo estaba. Lo estoy. Pero eso no quita que esté rabiosa porque a las mujeres nos salgan tan caras las cosas que a los hombres os salen gratis.

―¿Gratis? A nosotros tampoco nos regala nadie nada, a ver si ahora va a resultar que nosotros no estamos peleando en la misma jungla que vosotras. Además, las mujeres podéis optar por otra clase de objetivos: la vida no consiste sólo en competir en las empresas. Hay mujeres que son muy felices con otras miras.

―Sí, claro. Podría dedicarme a cambiar pañales y hacer comidas mientras tú sales al mundo a la pelea y vuelves a casa por las noches, al descanso del guerrero, ¿no? ¿Esa soy yo? ¿Así de bien me conoces? ¡Menudo capullo!

Él no respondió. Comprendía cómo debía de sentirse tras la tensión de estos últimos días y no iba a enfadarse con ella. Miró el reloj del salpicadero. Sus números anaranjados, que parecían flotar en la oscuridad, indicaban las ocho menos cuarto.

―Antes de las ocho estaremos en casa. Te prepararé algo caliente y nos iremos a dormir pronto. Te conviene descansar. Mañana estarás mejor. Estarás bien, ya lo verás.

Giraron por la avenida principal y se encaminaron a la entrada de la autovía. En diez minutos habrían llegado. El chaparrón arreciaba. Cada vez había menos visibilidad y ahora conducía más lento, prácticamente guiándose sólo por las luces rojas que llevaba delante. Los limpiaparabrisas apenas conseguían evacuar la capa de agua que se formaba entre cada dos pasadas de las escobillas.

―Tendríamos que cogernos una semana libre en cuanto podamos y desaparecer por ahí. Podríamos ir a Inglaterra, me dijiste que te gustaría volver a ver El fantasma de la ópera. Tomamos el barco hasta Plymouth y de allí nos plantamos con el tren en Londres. Nos vendrían muy bien unas vacaciones allí. La otra vez te quedaste con ganas de volver, ¿no?

―¡Sólo me faltaba ahora un viaje en el ferry, con lo que me mareo! Ya sé que lo haces con buena intención, pero piensas con los pies.

―Es un decir. En barco, en avión, ¡qué más da! La cosa es alejarnos de aquí unos días, cambiar de aires. Es lo que te convendría.
―Ya veremos. La verdad, ahora mismo no me apetece nada. Ahora lo que quiero es volver al trabajo y estar ocupada. Si quieres que te diga la verdad, unas vacaciones es lo último que se me pasa por la cabeza en estos momentos.

Él se encogió de hombros. La autovía era sólo una cinta negra con luces que se movían frente a ellos entre chorros de agua. Habría querido poner algo de música para no tener que seguir hablando, pero no lo hizo por si ella se lo tomaba a mal.

―No se lo vas a contar a nadie, ¿verdad? Júramelo.

―Pues claro que no se lo voy a contar a nadie, menuda estupidez. Y no tengo por qué jurar nada, ¿desde cuándo no te basta con mi palabra?

Tomó la salida de la autovía. Condujo hasta la rotonda y giró en dirección hacia el centro. No hablaban. Los dos deseaban llegar de una vez, pero con esta lluvia, no parecían llegar nunca. Entre la cortina de agua, divisó finalmente el gran castaño de Indias del jardín del Ayuntamiento, iluminado por un potente foco colocado sobre el césped, a nivel del suelo. Recordó el trivial debate que se armó entre los concejales cuando decidieron qué árbol plantar, cuando unos abogaban por una encina y otros por el que al final se impuso. ¡Lo que se debatía con el dinero de los contribuyentes, como si no tuvieran cosas más importantes que hacer! O a lo mejor es que no las tenían, vaya uno a saber.

Nada más rebasar el Ayuntamiento, tomó la primera calle a la izquierda y detuvo el coche frente a la puerta del garaje, que ya se abría gracias al mando a distancia. Ella esperó a que él saliera del vehículo y fuera a ayudarla. Se sentía muy cansada, sobre todo por los nervios de los últimos dos días.

Entraron en la casa. Estaba fría. La lluvia golpeaba fuerte en los cristales. Él activó el interruptor y la gran lámpara de araña, con un sinfín de bombillas, inundó súbitamente de luz la estancia. Ella se cubrió los ojos, acostumbrados a la oscuridad durante el viaje, con una mano:

―Por favor, apaga esas luces. Me duele la cabeza.

De nuevo en la penumbra, esperaron los dos unos instantes, de pié, uno frente al otro.

―Échate un rato en el sofá mientras te preparo algo. Mañana deberías tomarte el día libre. Te irá bien dormir nueve o diez horas seguidas, todo lo que puedas, y pasar el resto del día tranquila. Estarás nueva, ya verás.

―Me voy a la cama. No tengo ganas de tomar nada y necesito dormir, es verdad, pero mañana me voy a trabajar temprano. A las ocho tengo una reunión importante en la empresa y no puedo faltar. Estarán los otros dos candidatos y no asistir sin una buena razón sería como decir adiós a mis posibilidades.

Iba a insistir, pero se contuvo. Sabía que era inútil. “Sin una buena razón…”

―De acuerdo, como quieras. En cualquier caso, mañana estarás mejor.

―Sí, supongo que sí: mañana estaré mejor. Buenas noches.

―Buenas noches.


                                              José-Pedro Cladera ©

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