Reloj
Casa
Árbol
Araña
Avión
Barco
Tren.
(Palabras
que obligatoriamente
han
de aparecer en el escrito).
El
día uno de marzo me marcho a Mallorca en uno de esos viajes que
promueve el Inserso. Será la
quinta vez que visito la isla, y la “vigésimo no sé cuantas” que viajo con el
Instituto de Mayores y Servicios
Sociales, que es como realmente se llama esta organización dedicada a
desempolvar y cambiar de aires a los cientos de
cuerpos que en estado casi “vegetativo y vejectativo” esperamos la llegada del día del juicio final. (El primer estado es porque
vegetamos sin producir, y lo que aún es peor, sin fuerzas para reproducir, y el
“vejectativo” no necesita explicación; basta con mirarnos las caras).
Y
como Rafael ha dicho que el tema obligatorio del Taller de Escritura esta vez
es “EL REGRESO”, pues me le voy a imaginar, y si realmente regreso, (que
también los hay que lo hacen embalsamados y ya no se enteran de nada), os
contaré de palabra y con detalle cuantos tropiezos y cuantas torpezas tuvo mi
imaginación.
Vamos
a suponer que ya pasaron los diez días. (Antes podían ser quince, e incluso un
mes; pero ahora, con la tan cacareada crisis de la que los políticos dicen que
estamos saliendo, y los que no somos políticos tememos que no hemos acabado de
entrar, no sólo aprietan el cinturón de
las personas, sino que también aprietan los días del calendario). Vamos a seguir suponiendo que lo pasamos tan
bien, que ninguna gana teníamos de volver a “CASA” todavía. Un día cogimos el
“TREN” para ir al mercado de Inca donde los campesinos mallorquines exponían
para su venta la gran variedad de productos que se cosechan en las Baleares.
Otro día nos llevaron a visitar las
Cuevas del Drach, para que viéramos el lago interno y escucháramos al
violinista que se pasea por él en un “BARCO”
minúsculo tratando de poetizar el momento. Es lo mismo que te lleven a
las de Drach, que te lleven a las de Artá: No es más que una “ARAÑA” que te
envuelve en su tela, y que donde realmente te suelta es en Manacor ofreciéndote
la gentileza de visitar gratuitamente su fábrica de perlas Majórica con la sana
intención de que las señoras no puedan
resistir la tentación de llevarse un
recuerdo. Durante el viaje a esta zona
oriental de la isla, muchos de los excursionistas se extrañaron de ver una
variedad de “ÁRBOL” desconocido para ellos,
que salpicando los campos llanos cercanos a la carretera daban un toque
especial al paisaje. No eran más que
preciosos algarrobos desconocidos en nuestra tierra.
Visitamos
otro día la Cartuja de Valdemosa donde un señorín vestido de esmoquin pulsó las teclas de un piano para
deleitarnos con unas notas de los
Preludios de Chopin, y no os cuento el resto de visitas que hicimos, porque si
lo hago me quedaré sin papel para describir “EL REGRESO”, que en realidad era lo único importante de este relato.
Miramos
el “RELOJ”, y tuvimos que subir deprisa
y corriendo a nuestras habitaciones en busca de las maletas porque el autobús
nos esperaba a la puerta del hotel para llevarnos al aeropuerto. Otras veces salíamos
después de comer, pero la mencionada crisis
convirtió la tranquilidad del comedor en una bolsa blanca de plástico
con un panecillo minúsculo que en su interior guarda otro plástico color carne
que llaman mortadela, un botellín de agua, y una manzana de las que entran cien
en un kilo. A esto le llaman “picnic”; realmente es un “pic-ná” de lo que yo
sólo como el pan y el agua, lo mismo que
comían antiguamente los condenados a galeras.
Facturamos
sólo con el D.N.I. porque son aviones contratados especialmente para los contrarios de los cocodrilos, y ya
nos conocen. (¿Lo de los cocodrilos?
Bueno, esto no es mío; lo leí y estuve muy de acuerdo con ello. “¿Una cosa con
dos ojos y muchos dientes? Un cocodrilo. ¿Una cosa con dos dientes y muchos
ojos? Un avión del Inserso”). Después la
gente corre que se mata para subir al
avión, como si volaran con Ryanair que despacha las tarjetas de embarque sin número de
asiento. Todo el mundo quiere ventanilla para luego taparse los ojos a
la hora de despegar el avión. A mí siempre me dio la sensación de que el
aparato no lleva el impulso suficiente para elevarse, pero he comprobado que
sólo es eso, una sensación, porque al final siempre se eleva. El día que tenga
razón yo, no os lo podré contar, pero vosotros diréis: “Mira esta vez tuvo
razón Jesús. El avión no se elevó”.
Ya
a velocidad de crucero solo me pone en
tensión un cambio de ruido en los motores o un moviendo brusco, que siempre
suele haber. Pero pasado ese momento me quedo tranquilo hasta que la sobrecargo
manda ajustarse los cinturones porque iniciamos la maniobra de aproximación al
aeropuerto de Bilbao, que es hasta donde nos traen. El aeropuerto de Bilbao me
simpatiza muy poco, y no es por aquello del “Gran Bilbao” con que los bilbaínos
tienen fama de llenar la boca; es porque le veo encallejonado y porque una vez
que regresaba de Lanzarote el avión hizo una toma de tierra sobre una sola
rueda, que al que más y al que menos, le cambió de lugar ciertas glándulas. Al
final me pone malo la costumbre de algunos viajeros de aplaudir al piloto en
cuanto las ruedas del avión tocan tierra. Pero so idiota, no aplaudas hasta que
se apaguen los motores, que la mayor parte de los aviones que se estrellan lo
hacen cuando las ruedas ya está rodando. Y aplaudir, por qué? Yo he llevado en
coche a mucha gente, y a mí nadie me aplaudió cuando llegamos a nuestro
destino. Después nos quedan dos carreras más: Desde el aeropuerto hasta coger
el mejor sitio del autobús que nos trae a Santander, y de ese autobús al que nos
traerá a San Vicente. Claro todo esto puede suceder así suponiendo que el avión
se eleve en Mallorca, o que los amigos de los aplausos lo puedan hacer en
Bilbao…
Jesús González ©
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