La mañana transcurría con la
parsimonia de una tortuga. El cuerpo,
aletargado, flemático se oponía a realizar el más mínimo esfuerzo. La acción otrora golosa se presentaba, ahora,
sofocante. Uf… preparar ensalada fría de
pasta, huevo, pollo… Bueno, la
acompañaría de jugosa sandía y botellas de agüita fresquita, protegidas por
cubos de hielo.
Con la nevera portátil asida con la mano derecha, la sombrilla
ornada de barquitos multicolores y mi toalla marinera bajo el brazo izquierdo
bajaba el sendero estrecho y empinado de la carretera a la playa, sudando la
gota gorda. Ni una brizna de aire, ni un
movimiento perceptible. Las hojas quietas, las bocas cerradas… La naturaleza se había paralizado bajo el
calor asfixiante.
La mar nos atraía con su agua
milagrosa. Tan apetecible, tan atractiva
con su azul refrescante. El baño fue
uno, tan prolongado que la piel se hizo rugosa, como con escamas.
Por fin, de puntitas sobre la arena,
luego, dando saltitos de gaviotas sobre
brasas de fuego, mis pies se posaron sobre mi toallita marinera. Chorros de agua resbalando por la garganta,
hilos de sandía surcando la barbilla; el estómago rugiendo mientras el cerebro
exhortaba a no probar calorías.
El sol abrasador refractaba sus colores hacia mis ojos achinados.
Pestañeé de forma nerviosa; algo visualizaban mis ojos. Los friccioné, sí, un cúmulo de verdes y
rojos pintaba la cima de una montaña.
Cada vez más cerca, a unos doscientos metros me percaté de que eran
algas que ondeaban, luego vi el rojo
fuego del abismal infierno. El monstruo
avanzaba con sus golpes terroríficos, eran sus pezuñas, su cola escamosa y las
algas de su cuerpo blandiendo como espadas.
Mi sangre se volvió azul, luego blanca y todo mi cuerpo –no, no fue sal,
sino hielo.
Del vientre del “dragón de mar” emergieron dragones híbridos, voladores,
decenas que uniendo sus alas fueron formando médanos de arena que cambiaron la
fisonomía de la playa. En un período
incierto de tiempo -pues yo estaba
transportada al inconsciente- los dragonetes borraron todas las huellas, cubrieron neveras, bártulos y pusieron en danza los ocres parasoles.
Cuando la “dragona mamá” puso sus pezuñas en
la cálida arena, empezó a tambalearse.
Yo fui reculando y volviendo a la
realidad. Se zampó sus últimas algas y
según las rumiaba cayo inerte.
El cielo iba vistiéndose de
luto. Los cúmulos volaban a velocidad
vertiginosa. Iban formando caras de los dioses Eolo y Thor. Estos llamaron a los rayos, relámpagos y
truenos. Conocedores de sus fuerzas, los
dragonetes aletearon hacia los poderosos.
Agarré mi toallita marinera para que
me protegiera de los fenómenos atmosféricos y de sus creadores, pero fuerzas
más poderosas me la usurparon. El viento
me bamboleaba. Lastimosamente, me
arrodillé - la arena ya no quemaba- pero embadurnaba como a una
empanada. Oía las risotadas del trueno. Varias uñas se me partieron al
golpearme con una piedra, extendí la mano izquierda: ¡era el malecón! Trepé a él con sangre y dientes. Me refugié tras el parapeto. De pronto, una luz suave me envolvió cuerpo y
alma. Había ganado a la galerna.
Los que ya habían superado el miedo
paseaban cual zombies, desternillándose.
Se limpiaban las caras y… se acariciaban los ojos con jirones de mi
querida toallita marinera.
San
Vicente de la Barquera, a 23 de marzo de
2014
Isabel Bascaran ©
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