martes, 1 de abril de 2014

LA GALERNA



                                                                     


            La mañana transcurría con la parsimonia de una tortuga.  El cuerpo, aletargado, flemático se oponía a realizar el más mínimo esfuerzo.  La acción otrora golosa se presentaba, ahora, sofocante.  Uf… preparar ensalada fría de pasta, huevo, pollo…  Bueno, la acompañaría de jugosa sandía y botellas de agüita fresquita, protegidas por cubos de hielo. 


           Con la nevera portátil  asida con la mano derecha, la sombrilla ornada de barquitos multicolores y mi toalla marinera bajo el brazo izquierdo bajaba el sendero estrecho y empinado de la carretera a la playa, sudando la gota gorda.  Ni una brizna de aire, ni un movimiento perceptible. Las hojas quietas, las bocas cerradas…  La naturaleza se había paralizado bajo el calor asfixiante.


           La mar nos atraía con su agua milagrosa.  Tan apetecible, tan atractiva con su azul refrescante.  El baño fue uno, tan prolongado que la piel se hizo rugosa, como con escamas.


           Por fin, de puntitas sobre la arena, luego, dando saltitos de gaviotas sobre  brasas de fuego, mis pies se posaron sobre mi toallita marinera.   Chorros de agua resbalando por la garganta, hilos de sandía surcando la barbilla; el estómago rugiendo mientras el cerebro exhortaba a no probar calorías.


         El sol abrasador refractaba   sus colores hacia mis ojos achinados. Pestañeé de forma nerviosa; algo visualizaban mis ojos.  Los friccioné, sí, un cúmulo de verdes y rojos pintaba la cima de una montaña.  Cada vez más cerca, a unos doscientos metros me percaté de que eran algas que  ondeaban, luego vi el rojo fuego del abismal infierno.  El monstruo avanzaba con sus golpes terroríficos, eran sus pezuñas, su cola escamosa y las algas de su cuerpo blandiendo como espadas.  Mi sangre se volvió azul, luego blanca y todo mi cuerpo –no, no fue sal, sino hielo.


         Del vientre del “dragón de mar”  emergieron dragones híbridos, voladores, decenas que uniendo sus alas fueron formando médanos de arena que cambiaron la fisonomía de la playa.  En un período incierto de tiempo  -pues yo estaba transportada al inconsciente- los dragonetes borraron todas las huellas, cubrieron  neveras, bártulos  y pusieron en danza los ocres parasoles.  


          Cuando la “dragona mamá” puso sus pezuñas en la cálida arena, empezó a tambalearse.  Yo fui reculando  y volviendo a la realidad.  Se zampó sus últimas algas y según las rumiaba cayo inerte. 


          El cielo iba vistiéndose de luto.   Los cúmulos volaban a velocidad vertiginosa. Iban formando caras de los dioses Eolo y Thor. Estos  llamaron a los rayos, relámpagos y truenos.  Conocedores de sus fuerzas, los dragonetes aletearon hacia los poderosos.


         Agarré mi toallita marinera para que me protegiera de los fenómenos atmosféricos y de sus creadores, pero fuerzas más poderosas me la usurparon.  El viento me bamboleaba.  Lastimosamente, me arrodillé  - la arena  ya no quemaba- pero embadurnaba como a una empanada. Oía las risotadas del trueno. Varias uñas se me partieron al golpearme con una piedra, extendí la mano izquierda: ¡era el malecón!  Trepé a él con sangre y dientes.  Me refugié tras el parapeto.  De pronto, una luz suave me envolvió cuerpo y alma.  Había ganado a la galerna.


      Los que ya habían superado el miedo paseaban cual zombies, desternillándose.  Se limpiaban las caras y… se acariciaban los ojos con jirones de mi querida toallita marinera. 


             San Vicente de la  Barquera, a 23 de marzo de 2014

                Isabel Bascaran ©

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