Palabras.- ocaso, marejada,
tinta, blanco, suspiro.
“Soy el dulce consuelo del que
sufre”. En eso pensaba Gregorio, recordando alguna estrofa de algún verso leído
sobre la Esperanza; y como dice el refrán “es lo último que se pierde”, y así
tenía que ser. Su mujer Lucía se debatía en la cama del Hospital entre la vida
y la muerte. El día había sido duro, pero ya en el *ocaso estaba sumida en
apacible sueño, gracias al arsenal de medicinas
prescritas por los médicos y que las abnegadas enfermeras consiguieron
hacérselas tomar.
Pensó aprovechar esos momentos
para tomar un poco el aire y salir a pasear. Cogió el coche y se acercó hasta
el paseo que bordeaba la playa. Ya todo estaba iluminado, y tampoco quedaban
muchos transeúntes. Miró al mar; el ruido monótono de las olas agitadas
denotaban una buena *marejada, y paseó un rato entre los tamarindos.
La noche estaba serena y no hacía
frío. Se sentó en un banco decidido a sumergirse en pensamientos maravillosos
vividos, viéndola llena de vitalidad. ¡Cuántos paseos y besos llenos de pasión
se habían dado por estos mismos sitios! ¡Cuántas veces había notado en sus ojos
la pena de separaciones y sin embargo sonreía cuando quizás lo que quería era
gritar! También recordaba sus lágrimas, estas de felicidad cuando tenía entre sus
brazos a los bebés y estos decían o hacían algo nuevo y gracioso. A veces reía,
pero con una risa nerviosa, de no saberse segura y entonces se refugiaba en mí.
Sacó de su bolsillo una pequeña libreta, se sentía inspirado para
regalarla un pequeño verso de amor. Cuando cogió la estilográfica, notó que la
*tinta le manchaba la mano; se limpió como pudo con un clínex y desistió.
Entró en una cafetería casi
desierta. Pidió un whisky con tónica y se dedicó a ver un rato la televisión.
Pensó en volver al Hospital. Cogió de nuevo el coche. Iba lento, por un lado
quería estar con ella, por otro, los días se hacían tan tediosos y angustiosos
que quería salir corriendo, llevársela como si nada estuviese sucediendo, pero
la realidad era cruel.
A esas horas, ya todo estaba en
silencio, apenas alguna enfermera saliendo o entrando con sigilo de alguna
habitación. Empujó la puerta; allí seguía dormida. Entre el *blanco de las
sábanas parecía casi una niña. Me quedé mirándola arrobado y pidiendo a Dios
que no se la llevase. Todavía tenían mucho tiempo… ¡mucho tiempo…! Soñaba, vi una
leve sonrisa y un *suspiro se escapó de entre sus trémulos labios sonrosados y
yo quedé confiando.
Mª
Eulalia Delgado González ©
Mayo
2014
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