sábado, 31 de mayo de 2014

LA ESPERANZA




Eran tiempos sin televisión ni teléfonos móviles. De hecho, tampoco había teléfonos fijos en las casas. En la plaza del pueblo, bajo un rótulo que rezaba Centralita Telefónica, se hallaba un cuchitril donde una operadora metía y sacaba clavijas en un cuadro lleno de agujeros mientras un par de sufridos parroquianos esperaban pacientemente a que les pusieran sus conferencias. La vida transcurría sin prisas en Cantalejos del cruce.



El alcalde Melitón, de pequeño, había sido enviado a estudiar a Madrid, a casa de unos parientes. Con los veinte cumplidos, consiguió el angelito acabar el bachillerato y, en plena euforia intelectual, se matriculó en primero de Derecho. Cuando suspendió todas las asignaturas, su padre se presentó en Madrid, le dejó el cayado marcado en la espalda y se lo llevó para el pueblo, a trabajar y dejarse de perder el tiempo.



Melitón había perdido su deje andaluz y hablaba fino. Las gentes del pueblo se quedaban boquiabiertas por su forma de darle al pico, al tiempo que le consideraban un fantasmón de mucho cuidado. No obstante, al cabo de los años, como había estudiado en la capital y “sabía de leyes”, fue elegido alcalde por aclamación.



Buenas gentes las de Cantalejos del cruce: sencillas, solidarias, con esa alegría de vivir que se da en Andalucía más que en cualquier otra región de España. Sentían por su alcalde un singular afecto y nunca faltaba quien le despidiera cariñosamente cuando iba a la ciudad en su automóvil, el único del pueblo y que se arrancaba dándole vueltas a una manivela.



―¡Cómpratun burro y no te cansará dándole a la manivela, coño!



―¡Hala, a la siudá a haserte er señorito mientra tu muhé cuida la oveja, cabrón!



Expresiones, todas, hechas sin ánimo de ofender, por supuesto.



La Herminia y la Jesusa, armadas con sus respectivas cestas, iban al huerto para recoger tomates. Como negras sombras recortadas contra el azul violáceo del ocaso, las dos ancianas andaban penosamente por el camino polvoriento cuando, al pasar junto al pajar de Policarpo, oyeron unos gemidos. Se miraron la una a la otra y, sin cruzarse palabra, se lanzaron al interior con brío legionario.



El culo peludo y salpicado de granos de Fermín, los pantalones en los tobillos, apareció ante ellas en todo su repulsivo esplendor. Como serpientes constrictoras enrolladas a la cintura del mozo, unas piernas blancas y desnudas se contraían y expandían al ritmo de una gimiente marejada. Enfrentado al asalto de las dos octogenarias, Fermín dio un brinco y salió corriendo. La hembra de las serpentinas piernas se bajaba presto las faldas y recogía sus prendas íntimas esparcidas sobre la paja.



―¡Pero si éh la jodía de la Ehperansa! ¡Te vi a matá, degrasiá! 

―espetó Herminia, arreándole con la cesta en la cabeza.



―¡Se lo vi a contá a tu padre y te va tú anterá, joputa! ―le enjaretó Jesusa al mozo, que corría dando saltos hacia la puerta, cubriéndose con una mano la cabeza de los cestazos, mientras con la otra se afanaba en subirse los pantalones, complicada maniobra dado su estado de excitación.



―¡Ay, Dióh mío del amor hem-moso! ¡Qué vamo hasé contigo, perdía, máh que perdía! ―se lamentaban Herminia y Jesusa, mientras Esperanza, recuperada la compostura, les suplicaba que no se lo contaran a sus padres.



Las viejas, a sus años, hacía tiempo que habían aprendido cómo guardar un secreto. Lo habían aprendido, pero nunca lo habían puesto en práctica, así que se lo contaron a los padres de Esperanza. El padre, como tenía por costumbre, la molió a palos con el cayado, y la madre, como estaba mandado, la encerró una semana entera a pan y agua.


Y es que Esperanza, la pobre, tenía furor uterino. En Cantalejos del cruce sólo quedaban tres mozos: el ya presentado Fermín, que, además de tener el culo salpicado de granos, era bizco; Conrado, que era pelirrojo y se parecía mucho a un irlandés que veinte años atrás estuvo en el pueblo escribiendo una novela; y Sinforoso, hermano menor del cura, que era muy guapo y se echaba laca en el tupé. Con los tres se la había pillado en tan desenfrenados ayuntamientos. Por más que la castigaran, la naturaleza se imponía a los palos y Esperanza, pobrecilla, siempre acababa abriendo las piernas.



Las gentes de esos pueblos, a lo largo de los siglos, han acumulado una sabiduría natural, sin tinta ni papel, pragmática, que les permite diagnosticar este tipo de trastornos con sorprendente comprensión y finura de matices:



―Éh máh puta que lah gallina ―sentenciaron los vecinos junto a la fuente de la plaza.



―¿Ca pasao? ―quiso saber Adolfina, que se acercaba al corro de viejos con su cántaro para llenarlo de agua fresca.



―¡Poh qué va sé! La Ehperansa. Can vuerto a regal-le la maseta.



―¿Pero otra vé? Esa mushasha vacabá preñá, te lo dise la Adorfina. ¡Ojú!



Y así ocurrió, claro. Tanto fue el cántaro a la fuente, que Esperanza acabó encinta. Y como se puede perder todo menos la vergüenza, había que casarla antes de que le engordara la panza y los cabrones de los pueblos vecinos se cebaran contra la moralidad de Cantalejos del cruce. El problema era: ¿con quién? Ella decía no saber quién era el padre, pero no la creían. Lo único que se sacó en claro es que apenas pasaba semana sin que los tres zagales contribuyeran con su desinteresada aportación a apaciguar la sed de tan hidrófila maceta.



¡El cura! ¡Seguro que al cura se lo había dicho! ¡El cura tenía que saber quién era el sinvergüenza que la había preñado! Consultaron con él, pero el pastor de almas, poniendo los ojos en blanco y cara de superior conocimiento, dijo que sus labios estaban sellados por el secreto de la confesión.



―¡Pero qué coño dise uhté, padre, si la Ehperansa no sa confesao en su puta vida! ―le espetó Policarpo, el dueño del pajar devenido en lupanar, a quien nunca se le escapaba detalle.



―Bueno, pero si lo hubiera esho, tampoco oh lo diría, queso éh sagrao ―intentó escurrirse el cura entre el general abucheo de la concurrencia.


Cuando Cantalejos del cruce tenía un problema gordo, recurría a su alcalde, que para eso cobraba. Éste convocó a los vecinos al bar del pueblo el domingo, después de la misa, con el compromiso de resolver el entuerto ante los ojos de todos.



El bar estaba de bote en bote. Melitón se hacía esperar, una astucia que, decía él, había aprendido en su época de ‘jurista’ en Madrid. “La espera” ―aleccionaba a sus convecinos, alzando el dedo índice cuando les regalaba retazos de su sabiduría― “aumenta la avidez del conocimiento y, por ello, cuando éste finalmente llega, es mayormente absorbido”.



―¡Pero qué cohone dise, que no se tentiende ná!



―¡Habla en crit-tiano, cagon dié!



Era inútil hablar con propiedad al populacho, se decía. No estaba hecha la rica miel de su oratoria para oídos tan palurdos.



Enmarcado en la cortina de ganchos colocada en la puerta del bar para mantener a raya a las moscas, apareció, solemne, el alcalde Melitón. Se abrió paso entre la selva de boinas con rabillo hasta un lugar prominente. Dio varios golpes autoritarios sobre una mesa para llamar al silencio a los parroquianos que, con vasos en ristre, formaban corrillos y se contaban chismes.



―Queridos vecinos: Nos hemos reunido hoy aquí para…



―¡Epifania, joé, me va poné esse vino que te pedío o qué!



―¡No empuhe, que me pied-do y te doy una ohtia que te güervo la cara der revé!



―¡Ay, que man tocao er culo! ―se revolvió la Ramira, generosa en carnes, mientras trataba inútilmente de descubrir al transgresor entre hombretones que fumaban mirando al techo.



―¡Orden, coño, que ehtá hablando el arcarde!



―Nos hemos reunido, os decía, porque a Esperanza hay que casarla ya. Uno de estos tres granujas es el padre, pero ni ella sabe quién es, así que pido un voluntario para salvar la honra del pueblo.



La multitud rompió en sonoras risotadas. Los tres aspirantes forzosos no parecían estar por la labor. El vino volvió a bañar los gaznates. La rechifla iba en aumento.



―¡Poh vaya con er plan del arcarde! Má impresionao, tío.



―Un voluntario, dise. ¡Ay, que me meo!



―¡Otra vé man tocao er culo! ―gritó la Ramira, atizándole un guantazo al primero que encontró.



―¡Que yo no eh sío, Ramira, coño! ¡A vé si mira a quién le reparte lah ohtia!


―¡Orden, joé, cabla la autoridá!



El alcalde Melitón se volvió hacia los tres candidatos al casorio, con aires de abogado dirigiéndose a un jurado:



―Parece que os tomáis esto como un castigo. ―Sonrió histriónicamente:― ¡Qué tontos sois! 



Miró a Fermín:



―¿No se te ha pasado por tu corta sesera que, si Esperanza fuera tu mujer, ya no tendrías que esconderte más por los pajares para darte un revolcón? ―Los ojos bizcos de Fermín comenzaron a dar vueltas, desbocados ante tan placentera como inadvertida idea.



Miró a Conrado:



―¿No has caído, infeliz, en que, si te casas con Esperanza, ya no tendrás que compartirla con estos otros dos golfos? ¡Toda para ti! ―El pelirrojo se sonrojó al notar una tensión en el pantalón que delataba su gran entusiasmo por tan egoísta como atractiva propuesta.



Miró a Sinforoso:



―¿No te gustaría tenerla todas las noches en tu cama? Piénsalo, que eres muy corto: t-o-d-a-s las noches en tu cama… ―Los ojos de Sinforoso se tiñeron de rojo, al tiempo que reguerillos de saliva le caían, libidinosos, por las comisuras de los labios.



Los tres mozos se rascaban la cabeza ante las halagüeñas perspectivas que su alcalde les acababa de desvelar. Se miraban unos a otros, deslumbrados por el resplandor de la revelación:



―¡Éh verdá, mira que semo burro! ―se psicoanalizaba Fermín, con filosófica profundidad.



―Y cuidao, caquí, si no éh poh la Ehperansa, sólo noh quéan lah oveha ―razonaba Conrado, inquieto por tan poco sugerente alternativa.



―Tóah lah noshen tu cama… ¡Éh pa ponesse como loh coneho! 

―especulaba meditabundo Sinforoso, sumido en conmovedor trance romántico.



―¡Yo, yo me caso con la Ehperansa! ¡La quiero! ―saltó con súbito júbilo Fermín, cuyos ojos bizcos habían adquirido, con la excitación, una mayor convergencia.



―La Ehperansa éh pamí y no sable má. Éh mi hiho er que lleva en lah entraña, me lo diser corasón ―argumentó con una responsabilidad paternal que le honraba el pelirrojo Conrado.



―¡Y tú qué coño vasabé quién éh er padre, si aquí hemo regao tóo lo mim-mo! Ademá, yo ehtoy enamorao de verdá de la Ehperansa y no como vosotro, que sólo la querei pa follá ―motivó Sinforoso, cuya vehemencia le hacía lanzar ráfagas de proyectiles salivares a la multitud, que reculaba como una marea en reflujo.



La parroquia volvía a rugir y a retorcerse de risa. Melitón, de pie, con los ojos entornados, extendía ambas manos hacia la muchedumbre en gesto bíblico de apaciguamiento.



―Bien, queridos vecinos. Ahora resulta que los tres golfos quieren casarse con Esperanza. Como cualquiera puede ser el padre de su hijo, lo razonable es que ella misma elija.



Esperanza vacilaba. Tan trascendente decisión la abrumaba, pero no tenía escapatoria. Sopesó detenidamente los méritos de sus tres pretendientes. Difícil elección: Fermín era más trabajador; Conrado tenía más ovejas; Sinforoso le decía cosas tan bonitas… Estaba hecha un lío. Pero Esperanza era, en el fondo, más lista que el hambre. Con un suspiro, emitió su sentencia:



―Er Fem-mín, que la tiene má grande.



La muchedumbre prorrumpió en vítores y aplausos, ahogados por el mayor estruendo de las carcajadas. Los padres, con los ojos húmedos por la emoción, se abrazaron con el alcalde. Conrado y Sinforoso le hacían cortes de manga a Fermín, humillados ante sus vecinos por la desfavorable comparación de sus partes nobles. El triunfante candidato saltaba alborozado celebrando su recién descubierto amor por la cosa paternal. El pueblo era feliz: su honra estaba a salvo. El bar agotó sus reservas de vino.



Esperanza tuvo una niña, a la que pusieron su mismo nombre y a la que todos llamaban “Peransita”. Un día, cuando Peransita tenía ocho años, su mamá la sorprendió jugando en el pajar con la pilila de Joselito, nieto del alcalde. Le pegó tal somanta de palos que la pobre niña llegó a casa, arrastrada por una oreja, sangrando por las narices y llorando como una Magdalena.



―¡Hahta ahí podíamo llegá! ―le decía a la criatura.― ¡Pero a quién coño habrá salío tú tan gorfa!





José-Pedro Cladera ©

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