Yo,
*a Dios le pido
Que
si me muero sea de amor
Y
si me enamoro sea de vos
Y
que de tu voz sea este corazón…
Alicia canturreaba la canción tan
famosa de “Juanes” entre *lágrimas en la Estación de Esquí donde había pasado
el invierno como monitora. El refugio languidecía. Ya los rayos del sol eran
demasiado intensos y la nieve casi se había desvanecido de las montañas; solo
las cumbres guardaban reservas blancas para que el caudal de los ríos en verano
sirviesen para saciar la sed de todos y sobremanera para la fauna que más abajo
se escondía entre los bosques de hayedos y para que las truchas, barbos y demás
peces se pudiesen resguardar entre los peñascos
en los remansos a la sombra de los árboles; y para que fuese una delicia
tumbarse en la blanda hierba escuchando su sonido cantarín bajando raudo entre
las piedras.
Ya se había acabado el
burbujeante bullicio de tantos jóvenes y no tan jóvenes. De familias con sus
hijos; le hacía mucha gracia ver a los más chiquitines trepando increíblemente
con los esquís por los montículos como si tuviesen alas.
Se puso en un vaso tubo un
refresco y se sentó en un butacón frente al ventanal. Desde allí se contemplaba
gran parte de la Estación resguardada por las cumbres más altas. Puso sus pies
en alto, se soltó su larga melena de color castaño casi siempre recogida en una
cola de caballo para que no la molestase, sobre todo para trabajar. A sus
veinte años, podía decir que la vida no la trataba tan mal como a otros jóvenes
de su edad; pero ahora su *ser necesitaba seguir comiendo y tenía que buscar un
trabajo para el verano.
Se encandiló pensando en, su
amor? No sabía muy bien lo que eran Juan y ella. Se gustaban, y era verdad que
todos los fines de semana había subido a verla, y aunque lo más importante era
que se sentían a gusto, y de momento parecían entenderse, no era *igual;
procuraban ser delicados el uno con el otro, pero existían diferencias. El
transcurrir del tiempo diría la última palabra. Juan siempre decía que iba con
la *verdad por delante, mientras que Alicia pensaba más las cosas, las
estrujaba, les daba la vuelta y las analizaba antes de soltarlas al aire.
Con tanto pensamiento, la tarde
fue pasando y el sol por fin se esfumó al otro lado de las montañas, dejando un
reflejo rojizo y la penumbra lo invadió todo. Alicia se levantó y encendió una
lamparita en un rincón de la estancia. Tenía hambre, se hizo un sanwich, y con
dos yogures que la quedaban le sirvió de cena.
¡Mañana!, sería mañana y la
maleta todavía sin hacer…
Mª
Eulalia Delgado González ©
Junio
2014
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