La
mañana, era de esas que solemos decir, de perros, hacía un tiempo desapacible,
estábamos en alerta por fuertes vientos, llovía, la verdad el “Hombre del
Tiempo”, acertó plenamente en su pronóstico.
Entré a una
cafetería para dejar de luchar con el paraguas y el viento me ganó, deposité mi
paraguas descoyuntado en una papelera cercana, suerte que mi plumífero tenía
capucha. Pedí un descafeinado de sobre, ya que del de máquina no me fío,
últimamente te dan lo que quieren y al rato de tomarlo me pongo como una
posesa. Al desconocer la ciudad, pregunté a la camarera por un bazar chino,
para comprar un paraguas nuevo, total para lo que me iba a durar, no me quería
gastar el dinero. Amablemente me indicó dónde adquirirlo, le di las gracias. A
mi lado había unas estanterías con la prensa de diferentes diarios. Se acercó
un señor bajito trajeado, mis ojos se fueron directos a su cabeza, porque, ¡a
ver! no sé cómo explicarlo, era de esos que la raya del pelo se la hacen ya a
la altura de las orejas y se cruzan el pelo con gomina a derecha e izquierda.
Pensé; esto no me lo pierdo yo, cuando el buen señor salga a la calle con el
viento que hace, se va a liar la mundial. Sí, lo sé, fui malísima, lo
reconozco.
Apuré el
café, esperando el numerito, me entretuve con mi móvil, el señor, ojeaba el
periódico, por fin pagó su consumición y salió a la calle, yo no le quitaba
ojo. Abrió el paraguas pero no le sirvió de nada, en una ráfaga ¡Socorro! la
ensaimada peluda que llevaba engominada, tomo vida propia, era, ¿cómo
describirlo?, a ver, en medio, el cartón o cuero cabelludo, a derecha e
izquierda pelos tiesos como alambres, vapuleando, aporreando su cara, él
luchaba paraguas en mano como Don Quijote con los molinos de viento, con la
otra mano intentaba inútilmente poner orden en sus incontroladas crines que le
azotaban a babor y a estribor su casco sin compasión. De pronto, al maltrecho
señor ¡no, esto ya era mucho para mis ojos! le empezaron a resbalar gotitas
negras por su frente, los ojos, la nariz y ¡no, no, es que sudara tinta!, era
que se pintaba el cartón para disimular su calvicie. Sujetaba el mango del
paraguas con su mentón, con la mano derecha secaba las gotas de chapapote con
un pañuelo, con la izquierda intentaba reparar la ensaimada, tarea no menos que
imposible. Dejó una de sus manos atareada y la levantó al ver a un taxi, su
salvación, se subió a él y ahí le perdí la pista.
La
camarera y yo nos miramos como diciendo sin hablar ¿es real lo que hemos
presenciado? y soltamos una sonora y gran carcajada.
Ana
Pérez Urquiza ©
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