sábado, 21 de marzo de 2015

LA CARPETA ROJA.





Isidro era un hombre meticuloso y concienzudo. El día que decidió que iba a matar a su mujer, compró una carpeta de color rojo y la guardó en la caja fuerte de su despacho, de la que sólo él conocía la combinación. En ella, fue archivando, uno tras otro, los sucesivos planes y estrategias que iba diseñando para llevar a cabo su criminal propósito. Estaba decidido, no había otra solución que acabar con ella. El divorcio no era una opción a tener en cuenta, porque la considerable fortuna que disfrutaba era de su mujer, y la muy pérfida había dispuesto habilidosamente las cosas para que no le quedara a él ni un céntimo si la abandonaba. No había otra salida. Llevaba años siendo un pelele, un monigote, en las manos de aquella mujer marimandona y despótica. No soportaba más sus continuas humillaciones y vejaciones. La odiaba. La iba a matar.

La carpeta roja se llenó de variopintos designios de asesinato cuidadosamente clasificados, con profusión de detalles, cada uno de ellos, acerca de los preparativos, materiales necesarios, modo de ejecución, coartadas… Y cada proyecto concluía con un capítulo en el que él mismo se convertía en su más implacable crítico y descubría y analizaba los inconvenientes, los riesgos inherentes a cada estrategia, los puntos débiles. ¿Cómo estar seguro de que no había, en algún lugar, unos ojos escondidos, testigos accidentales del empujón al borde del precipicio? A pesar de su exhaustiva documentación sobre las distintas sustancias tóxicas, sus dosis letales y la rapidez de sus efectos, ¿cómo evitar dejar un rastro sobre dónde las adquirió, sobre su interés por esos temas en sus indagaciones en Internet? Envenenamiento, ahogamiento, estrangulación, atropello, apuñalamiento, degollamiento, desnucamiento, defenestración, electrocución, enterramiento en vivo, inyección letal, son sólo algunos ejemplos de los muchos métodos que, cuidadosamente elaborados y pormenorizados, archivaba en su carpeta roja. Pero ninguno le satisfacía. A su escrupuloso examen, todos presentaban algún fallo, algún riesgo inasumible, el peligro de dar con sus huesos en la cárcel y perder tanto la fortuna como la libertad. 

Le asaltó el desánimo. Estaba a punto de desistir de sus conyugicidas intenciones cuando, por azar, conoció a un anciano y estrafalario doctor Hermógenes, con el que entabló una rápida amistad. Un buen día, le comentó al estrambótico galeno, a modo de mera elucubración, por pasar el tiempo, lo difícil que resultaba planear un crimen perfecto. Para su sorpresa, el extravagante personaje le indicó que él conocía un método absolutamente infalible y con total garantía de impunidad, pero que raramente se ponía en práctica porque exigía unas dosis enormes de perseverancia, disciplina y meticulosidad que los humanos raramente reúnen. Pero esos eran, justamente, los rasgos que mejor configuraban el carácter de Isidro, así que no tardaron en ponerse de acuerdo en el pago de una elevada suma en metálico a cambio del asesoramiento del doctor Hermógenes.

El plan constaba de dos etapas bien diferenciadas: una primera fase, preparatoria, absolutamente imprescindible, terriblemente exigente, dura, larga, penosa y extenuante, de seis meses de duración, en la que Isidro debería seguir al pie de la letra las instrucciones del desaprensivo doctor, con la advertencia de que únicamente la absoluta sujeción a ellas garantizaría el fin perseguido; y una segunda y decisiva fase, de ejecución, de un mes de duración, cuyos detalles no le revelaría hasta la fecha de su comienzo, a fin de evitar cualquier posible descuido o indiscreción que pudiera dar al traste con todo el plan.

―Durante estos primeros seis meses, mi querido amigo, voy a convertirle en otra persona que ni usted mismo reconocerá cuando se mire en el espejo. Cambiaré su cuerpo; cambiaré su mente. Usted dejará de ser, propiamente, un ser humano. Usted será una máquina perfectamente desarrollada y entrenada, física y mentalmente, para el único propósito para el que habrá sido creada: para el crimen perfecto. Una máquina de matar.

Cada día, puntual como un reloj salido de una fábrica suiza, a las cinco de la madrugada, Isidro arrancaba a correr dos horas por las colinas cercanas a su casa, subía y bajaba pendientes, saltaba arroyos, sorteaba todo tipo de obstáculos, ya hiciese frío, lloviese, granizase…; indómito ante cualquier inclemencia o su propio cansancio. Luego se duchaba, desayunaba un copioso menú elaborado cuidadosamente por el doctor Hermógenes para cada día de la semana, rico en proteínas, grasas animales, hidratos de carbono y azúcares, y se iba a trabajar. Al mediodía, iba dos horas a un gimnasio y levantaba pesas y se ejercitaba en toda clase de aparatos para fortalecer todos los músculos de su cuerpo. Antes de cenar, pedaleaba frenéticamente durante otras dos horas en una bicicleta estática que había tenido que comprar para la ocasión, cambiando los ritmos continuamente para que su corazón se fortaleciera y se acostumbrara a las rápidas recuperaciones. Y durante todo el día, a intervalos regulares, ingería ingentes cantidades de complementos vitamínicos y pastillas fortificantes que el doctor le había recetado. Cada noche, para que su cuerpo descansara de los grandes esfuerzos del día, dormía diez horas seguidas en una habitación separada de la de su mujer, a fin de no correr el peligro de caer en la tentación de alguna veleidad sexual con su futura víctima que trastocara sus planes. 

A los tres meses, ya saltaba a la comba con la agilidad de un boxeador, pedaleaba en la bicicleta como un corredor de fondo, levantaba pesas como un atleta, hacía flexiones como un consumado gimnasta y realizaba todo tipo de exigentes ejercicios de los que antes ni se hubiera imaginado capaz, sin pestañear y sin mostrar signos de agotamiento. Su capacidad de resistencia era ya brutal. Y sólo estaba a la mitad de su entrenamiento…

El corrompido doctor le había advertido que, tan importante como la fortaleza física, era lograr una inquebrantable resistencia mental. Una vez puesto en marcha, nada podía hacerle dudar de su objetivo. Por ello, asistía a largas sesiones de ejercicios para fortalecer la mente y que ésta estuviera al servicio de sus planes al igual que lo hacía su cuerpo. Sus músculos eran ya resistentes como el acero; su mente, inflexible a cualquier flaqueo. 

En esos tres meses y en los tres siguientes que aún le restaban de su preparación, toda su energía debía estar focalizada a lograr su objetivo. Las distracciones estaban prohibidas; las relaciones sexuales, absolutamente vetadas. Todo tiempo libre, todo vestigio de energía sobrante, debía destinarse a intensificar su transfiguración física y mental. E Isidro, perseverante y tenaz por naturaleza y espoleado por los impresionantes resultados que constataba en su propio cuerpo, no dudaba en seguir las instrucciones al pie de la letra, su mente fija en esa fecha, cada vez más próxima, en la que iniciaría la fase decisiva de ejecución de su criminal cometido. 

Concluidos los seis meses del período preparatorio, Isidro era un hombre irreconocible para su mujer, sus amigos, vecinos y compañeros de trabajo. Nadie se explicaba su asombrosa metamorfosis. Aquel hombre normal que habían conocido, que físicamente no destacaba en nada, era ahora un gladiador musculoso que rezumaba testosterona por los cuatro costados y cuya mirada, decidida, enigmática, siniestra, impenetrable, daba miedo y hacía que la gente evitara aproximársele. 

―Amigo mío, está usted listo para iniciar la fase de ejecución. Escuche atentamente lo que voy a decirle: el cuerpo humano tiene una asombrosa capacidad para resistir grandes esfuerzos, incluso padecimientos inimaginables, pero únicamente si dispone del tiempo necesario para reponerse y recuperar fuerzas. Eso lo han sabido todos los tiranos y todos los explotadores. A los esclavos se les permitía dormir y descansar, ya que, de lo contrario, sus fuerzas decaían rápidamente y no servían para nada y si, aún así, se les obligaba a seguir trabajando sin darles tiempo a reponerse, acababan muriendo de ataques al corazón. Hay que descansar o, de lo contrario, las defensas del cuerpo caen en picado y sobreviene el shock cardiogénico: la muerte. Usted, amigo mío, está ahora preparado para acometer esfuerzos sobrehumanos sucesivos con una enorme resistencia y un asombroso tiempo de recuperación, porque para ello le he entrenado concienzudamente. Usted es ahora una bestia incansable. Su mujer, no… Si la obligamos a asumir enormes esfuerzos consecutivos, implacablemente, sin piedad, sin darle tiempo para que su organismo se recupere, al cabo de dos semanas, suplicará treguas y descansos que usted bajo ningún concepto le concederá. Usted será inmisericorde, despiadado, inhumano; no le concederá ningún respiro y llevará su capacidad cardiovascular al límite. Al cabo de un mes, sus reservas estarán totalmente agotadas y su corazón, incapaz de cumplir ya con su cometido, fallará irremisiblemente y ella morirá. Y usted no habrá hecho nada ilegal. Su herencia está asegurada. He hecho de usted la máquina de matar perfecta. 

―¿Pero cómo convenzo yo a mi mujer para que corra por las mañanas, vaya al gimnasio, monte en bicicleta…? ¡Pero si a mi mujer no le ha interesado jamás el ejercicio físico!

El doctor Hermógenes le tocó el brazo para que se callara, le sonrió y le dirigió una mirada pícara. Acercó más la silla y en un tono de voz más bajo, como si alguien pudiera accidentalmente captar alguna de las sutilezas de su exposición, pasó a detallarle lo que debía hacer a partir de ese día, todos los días, durante ese último y decisivo mes. 

A partir de entonces, Isidro ya no saldría de casa hasta que el plan hubiese acabado. A la hora acostumbrada en que sonaba su despertador, a las cinco de la mañana, tomaría a la mujer por sorpresa, aún dormida, y la poseería frenética, salvajemente y sin dar la más mínima muestra de piedad o conmiseración, haciendo oídos sordos a sus quejas y lamentaciones, durante dos horas. Posteriormente, a lo largo del día, debía aprovechar cualquier descuido de ella, preferentemente cuando estuviera cansada por sus tareas domésticas, para repetir sus feroces embestidas, obligándola, incluso con violencia si fuera necesario, a doblegarse a él donde quiera que la pillara. Era absolutamente esencial no darle tiempo para que se recuperara. En cualquier momento que la viera rendirse al cansancio y tumbarse en el sofá o recostarse en una butaca, agotada por la falta de preparación física que él sí poseía, había que aprovechar la ocasión, pues son esos momentos de bajón de reservas cuando mayor fruto se cosecha con una súbita y bárbara ofensiva. Por la noche, bajo ningún concepto debía concederle más de tres horas seguidas de sueño. Debía estar en guardia, porque ella recurriría a todo tipo de estratagemas para engañarle y encontrar tiempo para recuperarse: fingiría estar dormida, indispuesta, enferma, mareada, desmayada… No debía ceder ante ninguna de estas argucias ni cualquier otra que se le pudiera ocurrir. Debía ser implacable, inflexible, inclemente y feroz. 

Sólo una persona tan meticulosa, concienzuda y perseverante como Isidro podía llevar a cabo un plan tan exigente sin pestañear: una persona con un plan tan perverso como perfecto, aguijoneado por la perspectiva de disponer en breve de la jugosa herencia de su mujer. Así que se puso manos a la obra con toda la determinación, el coraje y la fuerza que había tan escrupulosamente acopiado durante los meses precedentes.

Había convenido el doctor Hermógenes que, en la ultimísima fase del plan, a falta de una semana para su fatal desenlace, visitaría a Isidro a fin de hacer los ajustes necesarios en la dieta diaria y recetarle los reconstituyentes y mayores complementos vitamínicos que considerara necesarios para tan extenuante etapa del proyecto. Pulsó el timbre y esperó. Transcurridos unos segundos, que le parecieron más de los necesarios, se abrió la puerta y ante él apareció Isidro, apoyándose en dos muletas, la piel amarillenta y apergaminada, apenas un par de mechones sueltos y despeinados sobre su cuero cabelludo, los ojos hundidos en sus cuencas, un persistente temblor en las manos, envuelto en una bata gris y calzando zapatillas de cuadritos de colores. El médico estaba perplejo.

Aquel ser encogido, sin carne, huesudo, le recibió con una sonrisa macilenta que dejaba entrever ya sólo unos pocos dientes desperdigados aquí y acullá. Le hizo gestos de que pasara y le indicó una silla junto a la mesa camilla, sobre la que había toda una serie de envases medio vacíos de complejos vitamínicos, frascos de jarabes reconstituyentes, vigorizantes, botellas de preparados energéticos y fortalecedores, cajas de Viagra y espráis estimulantes. 

La cara de una mujer morena, sana, lozana, vistiendo un sugerente salto de cama que al doctor Hermógenes le pareció inapropiado para recibir a una visita, se asomó desde la puerta de la cocina y le regaló una atractiva sonrisa llena de dientes blanquísimos:

―Hola. Enseguida acabo con los platos, me pongo algo y estoy con usted.
Y desapareció de nuevo entre sonidos de cubertería, vajilla y enseres varios, todo ello aderezado con una hermosa voz de soprano, bien afinada, que cantaba alegremente, con sorprendentes gorgoritos y ágiles arpegios:

   ¿Por qué has pintao en tus ojeeera
la flor de liiirio real,
¿por qué te has puesto de seeea?
¡Ay, campaneeera! ¿Por qué serááá?

El doctor Hermógenes miró, incrédulo, a Isidro, quien, con voz susurrante para que no se le oyera desde la cocina, le confió:

―¿Oye usted? ¡Canta, canta, zorra! ¡Si supiera que apenas le queda una semana de vida!
 

José-Pedro Cladera ©

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