sábado, 21 de marzo de 2015

LA CARPETA





       Vi mi número de cita en la pantalla del ordenador: el 325.  Me acerqué a la puerta nº 5.  Esperé unos segundos, enseguida me invitaron a pasar.  Era una sala con un gran ventanal.  La enfermera me señaló la silla, pero según empecé a liberarme del bolso, del paraguas, del bastón y del abrigo, comencé a toser de forma intermitente al principio, luego me atacó una tos irritante como si me hubiera tragado una raspa de pescado.   La enfermera me ofreció un vasito de agua y la sala recuperó un silencio dulce. La doctora iba hojeando el historial prehistórico y cotejando los datos más recientes con la información que le ofrecía el impoluto ordenador.  Aguanté el acceso de la sacudida con el pañuelo en la boca.  Notaba el calor en la mejilla, las lágrimas deslizándose por los pómulos y el goteo vergonzoso de la nariz debido a la rinitis. Como explota un globo, así sonó mi boca y siguió  tosiendo y estornudando hasta que la doctora, algo impaciente, me indicó la puerta y cerró la insufrible carpeta.  Los escasos minutos fuera resultaron milagrosos.  De nuevo en la sala,  y sin permiso de nadie, me situé cerca de la ventana entreabierta, ahora.  Le expliqué a la especialista que era asmática.  La cara de ella era una interrogante con cariz reprochadora:  “¿Tenía ante ella a una cateta que no sabía el motivo de la cita”?

  Recuperada la respiración, me senté.

  La especialista  iba cotejando los datos con el médico interno residente.  Aquella vetusta carpeta volvía a abrirse  y ambos galenos ojeaban las láminas de melocotón con bastante hastío.  Mi garganta insoportable de Gargantúa volvió a expulsar estertores.  La  ATS me ofreció un caramelo.  Me puse a chuparlo como los niños el chupete.  Entré en un estado amnésico, quizá era un dulce mentolado que junto a la tos pertinaz me hacía temblar como si sufriera del baile de San Vito.   “Vamos a tener que dejar la exploración de la rodilla para otro día”.  No sé qué influyó más; si la amenaza de volver otro día, o  el verme libre del amargo dulce, o la retirada de la carpeta, pero la verdad es que mi cuerpo recuperó su salud y su aplomo como si le hubieran inyectado un corticoide.

  “A ver si de una vez por todas desechamos estos continentes tan siniestros, al igual que los plumeros, ¿no le parece”?  Me guiñó la doctora.

  Y comenzó el tratamiento por el que  me había citado.

         San Vicente de la Barquera, 5 de marzo de 2015
                                    Isabel Bascaran ©

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