sábado, 21 de marzo de 2015

LA CARPETA





                      Se me está echando encima la fecha de enviar el tema obligado, y no encuentro la forma de escribir algo que tenga relación con una coño carpeta.  ¡Y cuidado que habrá cosas que guardar en ella! Incluso  pienso que estaría dentro de la legalidad de nuestros estatutos del Taller, escribir lo que se me antojara, y luego mandárselo a Rafael dentro de una carpeta virtual de esas amarillas que salen  en la pantalla del ordenador con el título de  “Mis Documentos”. Ya tenía una relación con la carpeta. ¿O no?

            Pues que “si quieres arroz, Catalina”, que no hay forma.  Pero de hoy no pasa: Después de comer fui a Caviedes a un entierro. Un amigo andaluz. Gaditano, por más señas.  Tendría un par de años más que yo, o a lo mejor ni los tenía. Lo pienso así porque le saludé en el cementerio de mi pueblo el día de los últimos  difuntos, y le encontré mucho más torpe que yo. Me dijo que había perdido la visión de un ojo, y para caminar, además de bastón, lo hacía con más comodidad si del otro lado se agarraba del brazo de un amigo, como se agarró del mío. 

             Fuimos amigos, amigos. Aunque vivía en la otra punta del mapa, venía al norte todos los veranos, y sería raro el que no hiciéramos dos o tres cenas o comidas, juntos.  Su mujer y yo habíamos crecido uno al lado del otro, su casa y la mía pegadas también la una a la otra; y seguro que hasta alguna vez, uno le había dado una chupetada al biberón del otro. Y lo entrañable de una amistad que rayaba en lo fraterno, como eran las que se hacían entonces, perdura hasta la muerte.

            Su mujer,  (esa sí que tenía justo mi edad), murió en Cádiz hace un par años; quiso que la enterraran aquí, en el pueblo, y él intentó venirse a vivir aquí para sentirla cerca. Pero los hijos tenían su vida en el sur, y el hombre no estaba en condiciones ya de vivir lejos de ellos. Pero dejó dicho que el eterno descanso de sus huesos fuera al lado de su mujer, y seguro que hoy se sintió satisfecho.

            Les di  un abrazo a cada uno de ellos, con el sentimiento de dársele a un familiar cercano, y cuando el cura rezó el último responso antes de introducir el ataúd en el nicho, se me vino a la mente el refrán popular: “Cuando las barbas de tu vecino veas pelar… echa las tuyas a remojar”.  Eso será el día que le dé carpetazo a la carpeta que encierra mi vida. ¿O no?

Jesús González ©

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