martes, 26 de mayo de 2015

EL MARJAL



                                                                                    
                                                                                                      
María echó otro vistazo a su pequeño hijo enfermo bajo el pequeño manzano del  pequeño jardín y del pequeño huerto. El niño estaba tranquilo,  en la sombra y sin salirse de la manta, y el perrito de orejas largas estaba junto a él como de costumbre. Siguió en sus quehaceres, galletas y bizcochos para vender en el mercadillo junto a los quesucos frescos, que su marido hacía con la leche de unas pocas vacas que a esas horas estarían pastando en una pradera que tenían a las afueras del pueblo, cerca de una leprosería, que se estaba haciendo muy famosa. Había que bajar la cuesta de la Iglesia, pasar el pueblo junto al mar, pasar por un gran convento y seguir y seguir junto al marjal, (ese terreno bajo y pantanoso que se cubría con el agua cuando subía la marea).



Estaba intranquila, su marido hacía tiempo que tenía que haber llegado. Pensó en sus hijos, esos diablillos de diez y once años, que la y tenían en ascuas, solo se llevaban un año y estaban todo el día picándose. Tendría que decirles que se acercasen al establo y ver qué pasaba. Subió las empinadas escaleras y salió a la calle. Por una vez estaban tranquilos con trozos de madera y piedras pulidas de la playa.


-Hijos, estoy intranquila, quiero que vayáis a la finca y ved que le pasa a padre.


Arrinconaron todo junto a la puerta. El pequeño entró un momento a la casa y al pronto volvió a salir.


-Cogeros algo de abrigo, la marea está subiendo y  arrecia al nordeste.


-¡Que no madre, que somos fuertes! –dijo el mayor.


Los vio marchar y se sintió henchida de orgullo. Esos sí estaban sanos y fuertes. Dos diablillos en época de descubrir el mundo.



Los dos hermanos se fueron haciendo carreras.-¡A ver si me coges! ¡A ver quién llega antes! Ya iban orillando el marjal y el pequeño se bajó entre las brañas a la arena.


-¿A dónde vas? –dijo el mayor.


-He cogido un poco de sal, quiero coger unas navajas.


-¡Pero estás loco! No podemos perder el tiempo, madre está preocupada; además la marea está subiendo.


- ¡Solo un puñadito, te lo prometo! Y se fue echando la sal por los agujeritos  y viendo como subían de golpe a la superficie. No se daba cuenta que cada vez se le hundían más y más los pies en la arena fangosa. Ya  no podía moverse. Se asustó y llamó a su hermano a gritos.


-¡No puedo moverme!


Su hermano cogió una rama que estaba en el suelo, se acercó lo que pudo, pero no alcanzaba y no tenía suficiente fuerza para romper una rama más larga.


-¡Aguanta un poco, tengo que traer a padre!


La marea seguía subiendo. Voló más que corrió hasta el establo de la finca que ya no quedaba lejos. Llegó congestionado. El establo estaba abierto y vio a padre con una vaca que estaba pariendo, al parecer con problemas.


-¡Padre, padre, mi hermano está en el marjal y no puede mover las piernas!


Su padre dejó la vaca a su suerte, cogió un hacha anclada en la pared y fueron corriendo a socorrer al niño.


Con el hacha cortó una gran rama y se acercó cuanto pudo. El niño muy asustado, veía como el agua ya la lamía las piernas; pero allí estaba su padre para salvarlo. Se agarró fuerte a la rama y poco a poco sus piernecitas fueron subiendo a la superficie. ¡Estaba salvado!


Se abrazaron los tres y fueron a ver si el ternero había nacido; y sí, allí estaba junto a su madre. 


Se sintieron felices y decidieron regresar cuanto antes con madre, tan preocupada y la lección aprendida. ¡Cuidado!



                                                                                                          M. EULALIA DELGADO GONZÁLEZ ©

EL CARTEL



 

Lucía quería hacer un cartel bonito y original para las Fiestas de su pueblo, y su pueblo tenía mar y playa, barcos y montañas; puentes y castillo, y también una hermosa ría con gaviotas y… Se fue hasta la playa dando un buen paseo para encontrar algo que la inspirase. Una inmensidad de arena dura y lisa centelleaba delante de sus pupilas. La marea baja dejaba las olas lejos. 


Anduvo y anduvo, pero no se le ocurría nada.



Ya estaba de vuelta cansada y se sentó en la arena húmeda. Miraba el mar. Un barco de pesca entraba cabeceando entre las olas a puerto.


-Nada, mi mente en blanco.


Seguía pensando. De pronto sus ojos se posaron en lo que parecía una piedra cerca de ella, pero en realidad era una caracola grande y hermosa.


-¡Ya lo tengo! Un primer plano de la caracola, la arena, las olas, el barco cabeceando bajo la luz de la mañana.


¡Pero yo quiero también poner una puesta de sol! -¿Y por qué no la vas a poner? No pintaba Maggritte paisajes con sol y noche cerrada con luna. Pues yo voy a hacer lo mismo.


-Después de las olas, al fondo se aquietan; y una bella puesta de sol rojizo entrando en el mar le dará ese toque mágico, y a la derecha el cielo un poco más oscuro con unos fuegos artificiales, y entre los fuegos, las campanas de la iglesia repicando, y… ¿Y donde pongo las letras?


Había llenado tanto su cartel con la imaginación, que ya no tenía sitio para ellas.




CARTEL CARTELERO

¡Me tienes loca, no acierto!
¿Qué Pongo?
¿Banderas y palmeras,
barcos y cielo,
puentes y montes
o vacas con cencerros?

¡Ya lo tengo!

Será el castillo,
y del castillo saldrán los fuegos
y los fuegos iluminarán las barcas,
y de las barcas saldrán los romeros.
Y los romeros llevarán cintas de colores,
y harán sonar los cencerros.


¿Pero estás loca?
¡En el cartel no sonará nada!
¿Cómo que no?
¿No se pueden pintar notas al vuelo?
o pintaré un noray, con una gaviota encima
esperando el sustento.
Y detrás un balandro, con sus velas hinchadas al viento.


¡Oh, ya está bien de soñar!
¿Por qué no coges de una puñetera vez un lienzo
y plasmas en él tus sueños?



                                                                                                                                                                  M. EULALIA DELGADO GONZALEZ ©

sábado, 23 de mayo de 2015

LA CARPETA





Julia hacía rato que paseaba por los jardines junto al mar. Estaba cansada y decidió sentarse un rato en un banco del paseo. Vio uno en que una señora escribía algo, se encaminó hacia ese banco. Antes de llegar la señora se levantó y echó a correr. Venía el autobús, algo se cayó al suelo. Julia corrió y lo cogió. –Sra, se le ha caído esto. Pero ya había montado y no escuchó nada. De pronto se encontró allí de pié con una carpeta y sin saber qué hacer, se encaminó hacia el banco.


Pensó que quizás si lo abría, pudiese encontrar alguna pista para devolverla. Era una carpeta azul, tamaño normal. La abrió, solo contenía folios y sobres. ¡Sí, un escrito, parecía una carta a una tal Rosa! Decidió leerla.


Querida Rosa:


¡Ya he salido del hospital! Prefiero escribirte una carta, ya que todavía me cuesta hablar. Mi mandíbula va abriéndose y ya casi esta normal. ¡Qué ganas tengo de dejar tantos purés de todos los colores y enganchar un buen chuletón!, y eso que tu sabes que soy más de pescado que de carne. Eso le decía al médico y se echaba a reír. –No me extraña, me dijo.


¡Dos meses, han sido dos meses! Eso sí, he salido internacional: he conocido a mucha clase de gente. Una semana, diez días, tres… ¡Todos se iban y yo seguía allí!


Cuando me subieron a planta, junto a la ventana estaba una señora de raza gitana, santanderina, y casada con un payo, (como ellos dicen), de Santander. Sus padres habían venido de Portugal. Era simpática y limpia; también la gustaba abrir la ventana y dejar que entrase el sol. Lo único malo es que todas las tardes venía casi toda la familia. La querían tanto que hasta las 11 de la noche la despertaban a veces con llamadas por el móvil.


Después me tocó una Sra. Que venía de fuera, y esa como lo pasaba mal convirtió la habitación en penumbra permanente. ¡Parecía que no había salido de Boxes! Perdí todos mis derechos, y no podía casi, ni ver la televisión ni hablar con mi familia. Menos mal que después de una semana la pusieron sola en otra habitación.


Puedo decir bien alto que a mí me salvó la lectura. Leía y leía… Vinieron varias personas más, con operaciones fáciles con dos o tres días de estancia.


Llevaba cuatro días sola, cuando apareció una señora mayor con alzehimer, su hija que era enfermera, y la chica que la cuidaba. Era de raza negra, muy guapa y simpática. No se separó de ella a pesar de que su hija le decía que por la noche se podía ir a casa, pues la sedaban. –Yo a la señora no la dejo-, dijo, y dormía en el sillón. Por la noche se sentaba “a platicar” conmigo y a ver la TV. Me contó su vida y las historias de la gente que había cuidado.


Cuando volví a quedar sola, una enfermera me dijo. ¿Te importa que te traigamos a una señora china? –Es que su compañera le hace la vida imposible, y es muy maja. –Sí, sí, -dije. Era de Rajakistan, de mediana edad, sabía hablar perfectamente el español y debía de tener comercio, porque quiso venderme un aparato de masaje como el que ella tenía, (estos chinos no pierden comba). Era muy educada, hablaba con ella y le dejaba mis revistas.



Otra vez sola; y volvieron a entrar para decirme que la habitación la necesitaban para una persona que tenía que estar incomunicada por una operación muy fuerte maxilofacial y que me tenían que llevar de excursión. Pusieron todas las cosas encima de mí y a rodar por el pasillo hasta otra habitación.


Allí me encontré con una señora a la que conocía de verla paseando por donde los ascensores. Venía cada cierto tiempo, estaba esperando un transplante, (me acuerdo mucho de ella). Dios quiera que haya tenido suerte. Una noche estuvimos hablando hasta las tres de la madrugada.


No podré olvidar su mirada cuando me despedí de ella. Ahora por fin era yo la que me podía ir y ella por desgracia la que se quedaba, con un futuro incierto.


La carta había quedado inconclusa, no sabía ni el nombre de quien la había escrito.


Miré los sobres. ¡Sí!, había uno con señas de una tal Rosa, pero sin remite. Metí la carta, la cerré, pase por un estanco y la eché en el primer buzón que encontré. Luego me quedé pensando…

              M. Eulalia Delgado González ©

sábado, 16 de mayo de 2015

ERA UN DÍA DE INVIERNO...


Era un día de invierno, simplemente,
un marjal con su aspecto tenebroso,
mucha niebla con lluvia en el ambiente
consiguiendo un efecto pantanoso.

Yo miraba, eclipsado, fijamente,
aquel cuadro de aspecto tan penoso,
ese gris, penetrante y sugerente,
convirtiendo al marjal en peligroso.

Eran tierras ausentes de hermosura
que tenían la paz del cementerio.

Era el barro y el lodo en su andadura
convirtiendo al pantano en adulterio.

Era un simple marjal y sepultura
aumentando la intriga y el misterio.

Rafael Sánchez Ortega ©
10/05/15

viernes, 15 de mayo de 2015

DOÑA OLGA





Olga era una mujer grande, muy grande. Su metro ochenta y cinco de estatura y sus noventa y tres kilos de peso la hacían un ejemplar imponente. Desde los tiempos de su adolescencia, cuando ya sacaba casi una cabeza a todas sus amigas, había tenido que acostumbrarse a que su presencia intimidaba a los hombres. A los varones les acomplejaba tener que mirarla de abajo arriba. Cuando todas sus amigas tuvieron novio, ella salió sólo una vez con un chico alto y espigado, que aún así se veía un lechuguino a su lado, pero que le salió algo alelado y no le duró ni dos semanas. Sus amigas, llegadas a edades casaderas, fueron formando sus propias familias, tuvieron hijos, y ella cada vez se encontró más sola. Era una mujer agraciada, culta, simpática; pero era demasiado grande y nunca encontró la horma de su zapato.

Un día cayó en la cuenta de que a todas sus amigas seguían llamándolas Ana, Isabel, Ángeles, Eulalia… pero ella era ya doña Olga. Decidió que debía tomar las riendas de la situación antes de que fuera demasiado tarde, así que se hizo socia de varios clubes de baloncesto masculino y asistía a todos los partidos que podía, en un afán por relacionarse con hombres de su estatura. Llegó a ser bien conocida y querida entre las aficiones. Se la echaba de menos cuando no asistía a un partido. Pero, para entonces, los jugadores eran todos ya más jóvenes que ella y, en cualquier caso, no era fácil conseguir conocerlos personalmente.

Su vida transcurría, cada vez más, en solitario. Asistía a conciertos, visitaba museos, iba al gimnasio…, además de cumplir con su trabajo en una oficina y sus labores domésticas. Iba al cine una vez por semana, siempre los lunes, porque era el día que estaban las salas más vacías y no tenía problema para escoger el asiento donde quería. Como era una mujer educada y considerada con los demás, siempre se sentaba en la última fila, a fin de no amargar a nadie la película por impedirle ver la pantalla con su voluminoso cuerpo.

Pocas cosas ponían a doña Olga de tan mal humor como llegar a una película ya empezada, pero aquel lunes entró en la sala diez minutos tarde. Cuando iba de camino, una manifestación había obligado a la policía a cortar el paso y no pudo hacer nada para llegar a tiempo. Entró a toda prisa y, aunque había muy poca gente y hubiera podido sentarse donde hubiera querido, se dirigió a la localidad que tenía asignada en la última fila. Una vez en su butaca, con un humor de perros, despotricando y maldiciendo entre dientes, se quitó el abrigo y lo lanzó con fuerza, como si le quemara en las manos, sobre el respaldo de la butaca que tenía enfrente.

―¡Joder, a ver si tenemos más cuidado! ¡Un respeto para los demás, coño!

Como el periscopio de un submarino emergiendo sobre la superficie del mar, la cabeza de un irritado pequeño varón asomó por encima del respaldo de la butaca y sus ojos brillaron con rabia en la oscuridad. Sus cortos brazos se agitaban en el aire con gesto amenazador. Doña Olga, atónita, se disculpó:

―Cuánto lo siento. Perdone usted. No le he visto. Por favor, disculpe.

―¡Pues fíjese más, joder, que el mundo no es sólo para los altos!

―Perdón, perdón.

Hubo quejas de otros espectadores que les conminaban a que se callaran de una vez, así que el pequeño hombre, haciendo aspavientos, volvió a desaparecer tras el respaldo. Doña Olga se reclinó en su asiento y fue incapaz de concentrarse en la película, con un sentimiento mixto de culpa, vergüenza y comicidad.

Al acabar la proyección, decidió que, para evitar otra situación embarazosa, esperaría a que se marchara antes el menudo e iracundo sujeto. Pasaron unos instantes, pero el hombre no se marchaba. Empezó a ponerse nerviosa, dudando sobre si estaba también él esperando a que se marchara ella antes o si la estaba provocando para seguir con la gresca.

Con las luces de la sala ya encendidas, de pronto aparecieron tras el respaldo de la butaca de enfrente la cabeza y hombros del pequeño personaje, que se había puesto de rodillas sobre su asiento y la miraba con una sonrisa.

―Le debo una disculpa. Me he portado muy groseramente con usted, que no tenía ninguna culpa. Estoy avergonzado y le ruego que me perdone.―Su tono era cortés y sincero.

―Por favor, soy yo quien tiene que disculparse de nuevo. Debía haber mirado, pero es que he entrado sofocada porque he llegado tarde y estaba furiosa. ―Doña Olga no salía de su asombro.

―La invito a tomar algo.

Doña Olga, ahora sí, estaba estupefacta. Se lo quedó mirando sin saber si se estaba burlando de ella, si la estaba provocando o si lo había entendido mal. El chocante personaje seguía sonriéndola y apremiándola con la mirada.

―Venga, vamos. Como, por lo visto, tenemos que aclarar quién ha de disculparse más, nos tomamos algo juntos y así lo hablamos con calma. Si no, nos van a echar de aquí.

O sea, que iba en serio. Estuvo a punto de decirle que no, pero no pudo. Tantas veces se había sentido rechazada por su físico que pensó que ahora ella no podía hacer lo mismo con aquel hombre por las mismas razones, aunque estuvieran en el otro extremo de la escala de estaturas. Además, su osadía le hacía gracia. Así que, sin saber del todo lo que hacía, se encontró sentada a una mesa de una cafetería con aquel hombre que, cuando estaban de pié, no le llegaba ni a la altura de los pechos.

El singular varón resultó ser de lo más simpático, culto y jovial y, aunque doña Olga había comprobado en el cine que podía tener muy mal genio, se mostraba muy respetuoso y tenía un trato agradable y modales educados. Su conversación era interesante y, además, sabía hacerla reír. No aparentaba tener el más mínimo complejo por su corta estatura. Tras una media hora de conversación, se percataron de que aún no sabían sus respectivos nombres.

―Yo me llamo Olga.

―Pues encantado, Olga. Yo soy León.

Doña Olga no consiguió impedir que se le escapara una risita, que sofocó enseguida.

―No se preocupe, estoy acostumbrado. Humor negro de mis padres.

A León le tenían sin cuidado las miradas de la gente, a la que era imposible que pasara inadvertida aquella pareja tan grotescamente desproporcionada, ella desbordándose, majestuosa, sobre la silla y él con sus piernecillas que no le llegaban al suelo. Doña Olga estaba incómoda, pero hacía todo lo posible para que él no lo notara. Y así, entre una cosa y la otra y, sobre todo, por la total ausencia de complejos por parte de León, se encontró saliendo cada vez más a menudo en compañía de aquel pequeño hombre.

León siempre había sentido que su vida estaba predestinada a realizar grandes empresas. Su gran sueño de juventud fue pertenecer a las fuerzas especiales de élite del Ejército. Soñaba con lanzarse en paracaídas con uniforme de combate, la cara pintada de camuflaje, metralleta a la espalda, pistola al cinto y una gran navaja de supervivencia capaz de abrir en canal a cualquier enemigo que se le pusiera por delante. Cuando le dijeron que no daba la talla, estuvo varios meses con depresión. Cuando se repuso, pensó en hacerse camionero y conducir por las autopistas de Europa un súper camión Mack americano de cuatro ejes y enormes ruedas, y una potentísima bocina que haría palidecer a los automovilistas que se le pusieran tontos. Pero también fue rechazado, y estuvo otros cuatro meses deprimido.

Al fin, encontró su actual trabajo, con el que se sentía plenamente realizado y en el que había acumulado ya una considerable experiencia. Suspendido a treinta metros del suelo en la cabina de una grúa torre portuaria, accionando palancas y botones, con el mundo a sus pies, cargaba y descargaba enormes contenedores, de varias toneladas cada uno, en gigantescos barcos llegados de todos los rincones del mundo. Allí arriba, solo, en su pequeño habitáculo colgado en las alturas, miraba a los trabajadores que se movían por los muelles… y le parecían muy pequeños. Se sentía poderoso. A León siempre le habían fascinado las cosas grandes. Y doña Olga era muy grande.

Un día, en el cine, León le cogió la mano. Ella hizo un gesto instintivo de apartarla. Pero León no era hombre que se rindiera fácilmente, así que apretó la presa y la miró fijamente desde las profundidades de su asiento… y ella cedió. A partir de entonces, ya siempre iban de la mano.

Otro día, al acabar la película, saltó cual felino poniéndose de pié sobre el asiento y la besó en los labios. Doña Olga, de nuevo, se vio superada por la situación y no supo o no se atrevió a reaccionar. El caso es que el atrevido y desinhibido León ya la besó con frecuencia a partir de entonces. Hombre de recursos, aprovechaba todas las ocasiones que se le presentaban. Las escaleras eran su mejor aliado. Siempre que se encontraban junto a una escalera, él saltaba ágilmente dos o tres peldaños para ponerse a la altura y se lanzaba al ataque sin preocuparle quién pudiera verles o reírse de ellos.

―Podrías invitarme a tomar un café en tu casa. Te llevaría a la mía, pero es que los muebles son a medida.

Era difícil decirle que no a León, por aquello de que no se le escapara otra vez aquel genio, así que se encontraron en casa de ella tomando un café y charlando. En un momento dado, la conversación pareció apagarse como una vela y doña Olga vio cómo León la miraba con una expresión nueva y enigmática.

―¿Por qué no me enseñas tu habitación?

No acababa de entender cómo aquella persona tan pequeña podía tenerla allí en ascuas, sin saber cómo reaccionar, ¡a ella, ante quien se habían arrugado siempre los hombres! León era todo seguridad y atrevimiento, ni asomo de sentirse intimidado. De nuevo, los acontecimientos se precipitaron. León se quitó los zapatos y, de un salto, se puso de pié sobre la cama, le echó los brazos al cuello y la besuqueó. Sus pequeñas manos desabrocharon la blusa de doña Olga, que una vez más, sin preguntarse por qué, le dejó hacer. Y León, buen estratega, supo que tenía la situación controlada. Y le desabrochó el sujetador.

Doña Olga, por primera vez en su vida, estaba haciendo el amor. Desnuda boca arriba sobre la cama, tenía a aquel pequeño pero fiero león por ahí abajo haciendo de las suyas. Por aquellas cosas de la geometría, la cabeza de León, mientras el resto de su cuerpo estaba a lo suyo, quedaba hundida entre los generosos pechos de doña Olga, por lo que, a sus esfuerzos amatorios, tenía el hombre que añadir considerables dificultades respiratorias que le hacían resoplar como una antigua locomotora de vapor.

―Pfffff… Pfffff…

Doña Olga pensó que la experiencia no era exactamente como tantas veces había fantaseado que sería su primera vez. No obstante, comprensiva ella, se dijo que maniobrar un gran transatlántico con un pequeño remolcador exigía paciencia, así que, como la mujer era de buen conformar, dejó escapar un suspiro de resignación:

―¡Ay, Dios mío, qué cosas…!

León siempre fue, por encima de cualquier otra consideración, un caballero:

―¿Te estoy haciendo daño, cariño? ―La cara congestionada del afanado amante emergió por un momento sobre la sinuosa cordillera pectoral de doña Olga y, sin esperar respuesta y con expresión de orgullo, volvió a hundirse en sus profundidades.

―Pfffff… Pfffff…

Las relaciones sexuales pasaron a ser cosa habitual desde aquel día, siguiendo, más o menos, la misma pauta. No es que doña Olga lo pasara particularmente bien, y además le fastidiaba, dados los condicionantes anatómicos, no poder hablar un poco sobre la marcha, pero como él se lo pasaba tan bien… Pero su León no era hombre conformista. Por sus venas corría ―según le había confesado― la sangre de antiguos intrépidos conquistadores y descubridores extremeños. Era un hombre valiente, atrevido, siempre buscando nuevos retos. Así que un día, tras dormir en casa de ella, se despertó por la mañana decidido a explorar nuevos territorios.

―Hoy quiero que te pongas tú encima.

León no dejaba de sorprenderla con su audacia; pero aquello, pensó, rozaba ya la temeridad.

―Cariño, mira, la verdad…, no me parece buena idea. ―Objetó, juiciosa, doña Olga, olvidando que no hay nada peor que despertar a un león dormido.

―¡He dicho que quiero que hoy te pongas tú encima, coño! ¡A ver si te voy a tener que recordar quién lleva aquí los pantalones! ―Sus ojos brillaban con la misma ira que aquel primer día en el cine cuando ella le sacudió en la cabeza con el abrigo.

Ella sabía que no había nada que hacer cuando León se ponía así. Como siempre, se doblegó a las exigencias de su temible descendiente de aguerridos conquistadores.

Doña Olga jamás olvidaría aquella mañana cuando entró apresuradamente en el hospital llevando a León en brazos y pidiendo ayuda a gritos. Una enfermera, desde detrás de un mostrador, la informó, solícita:

―Pediatría, primer piso, señora.

―¡Váyase a la mierda! ¿Dónde está Urgencias? ¡Que se me muere!

El parte médico certificó la muerte de León por aplastamiento de la caja torácica, con rotura de todas las costillas y perforación múltiple de los pulmones.

En el juicio, entre el público, la abundante familia de León seguía con interés el desarrollo de las exposiciones. Ante el alegato del abogado defensor, una docena de pequeñas figuras humanas se levantaron y, agitando los brazos amenazadoramente, abuchearon a gritos al letrado que osaba defender a la asesina del pobre León. El juez tuvo que llamar al orden:

―Alguacil, ¿cómo le tengo que decir que no se admiten niños en la sala? ¡Desalójelos inmediatamente!

Vista la avalancha de zapatos, bolígrafos, mecheros y llaveros que le llovieron, aderezados con todo tipo de insultos, el juez se dejó convencer por los argumentos del defensor de doña Olga de que aquella gente era realmente intratable y que, con aquel león en casa, a ella no le había quedado más remedio que doblegarse a sus imprudentes fantasías. Así que la absolvió.

Doña Olga nunca volvió a ser la misma. Se sentía vacía, yerma como un marjal. Se volvió rara. Le cogieron manías, como darse de baja de los clubes de baloncesto, y en cambio iba como loca de un lado para otro siguiendo, ¡sabrá Dios por qué!, a todos los circos que actuaban por el país.

José-Pedro Cladera ©