viernes, 15 de mayo de 2015

DOÑA OLGA





Olga era una mujer grande, muy grande. Su metro ochenta y cinco de estatura y sus noventa y tres kilos de peso la hacían un ejemplar imponente. Desde los tiempos de su adolescencia, cuando ya sacaba casi una cabeza a todas sus amigas, había tenido que acostumbrarse a que su presencia intimidaba a los hombres. A los varones les acomplejaba tener que mirarla de abajo arriba. Cuando todas sus amigas tuvieron novio, ella salió sólo una vez con un chico alto y espigado, que aún así se veía un lechuguino a su lado, pero que le salió algo alelado y no le duró ni dos semanas. Sus amigas, llegadas a edades casaderas, fueron formando sus propias familias, tuvieron hijos, y ella cada vez se encontró más sola. Era una mujer agraciada, culta, simpática; pero era demasiado grande y nunca encontró la horma de su zapato.

Un día cayó en la cuenta de que a todas sus amigas seguían llamándolas Ana, Isabel, Ángeles, Eulalia… pero ella era ya doña Olga. Decidió que debía tomar las riendas de la situación antes de que fuera demasiado tarde, así que se hizo socia de varios clubes de baloncesto masculino y asistía a todos los partidos que podía, en un afán por relacionarse con hombres de su estatura. Llegó a ser bien conocida y querida entre las aficiones. Se la echaba de menos cuando no asistía a un partido. Pero, para entonces, los jugadores eran todos ya más jóvenes que ella y, en cualquier caso, no era fácil conseguir conocerlos personalmente.

Su vida transcurría, cada vez más, en solitario. Asistía a conciertos, visitaba museos, iba al gimnasio…, además de cumplir con su trabajo en una oficina y sus labores domésticas. Iba al cine una vez por semana, siempre los lunes, porque era el día que estaban las salas más vacías y no tenía problema para escoger el asiento donde quería. Como era una mujer educada y considerada con los demás, siempre se sentaba en la última fila, a fin de no amargar a nadie la película por impedirle ver la pantalla con su voluminoso cuerpo.

Pocas cosas ponían a doña Olga de tan mal humor como llegar a una película ya empezada, pero aquel lunes entró en la sala diez minutos tarde. Cuando iba de camino, una manifestación había obligado a la policía a cortar el paso y no pudo hacer nada para llegar a tiempo. Entró a toda prisa y, aunque había muy poca gente y hubiera podido sentarse donde hubiera querido, se dirigió a la localidad que tenía asignada en la última fila. Una vez en su butaca, con un humor de perros, despotricando y maldiciendo entre dientes, se quitó el abrigo y lo lanzó con fuerza, como si le quemara en las manos, sobre el respaldo de la butaca que tenía enfrente.

―¡Joder, a ver si tenemos más cuidado! ¡Un respeto para los demás, coño!

Como el periscopio de un submarino emergiendo sobre la superficie del mar, la cabeza de un irritado pequeño varón asomó por encima del respaldo de la butaca y sus ojos brillaron con rabia en la oscuridad. Sus cortos brazos se agitaban en el aire con gesto amenazador. Doña Olga, atónita, se disculpó:

―Cuánto lo siento. Perdone usted. No le he visto. Por favor, disculpe.

―¡Pues fíjese más, joder, que el mundo no es sólo para los altos!

―Perdón, perdón.

Hubo quejas de otros espectadores que les conminaban a que se callaran de una vez, así que el pequeño hombre, haciendo aspavientos, volvió a desaparecer tras el respaldo. Doña Olga se reclinó en su asiento y fue incapaz de concentrarse en la película, con un sentimiento mixto de culpa, vergüenza y comicidad.

Al acabar la proyección, decidió que, para evitar otra situación embarazosa, esperaría a que se marchara antes el menudo e iracundo sujeto. Pasaron unos instantes, pero el hombre no se marchaba. Empezó a ponerse nerviosa, dudando sobre si estaba también él esperando a que se marchara ella antes o si la estaba provocando para seguir con la gresca.

Con las luces de la sala ya encendidas, de pronto aparecieron tras el respaldo de la butaca de enfrente la cabeza y hombros del pequeño personaje, que se había puesto de rodillas sobre su asiento y la miraba con una sonrisa.

―Le debo una disculpa. Me he portado muy groseramente con usted, que no tenía ninguna culpa. Estoy avergonzado y le ruego que me perdone.―Su tono era cortés y sincero.

―Por favor, soy yo quien tiene que disculparse de nuevo. Debía haber mirado, pero es que he entrado sofocada porque he llegado tarde y estaba furiosa. ―Doña Olga no salía de su asombro.

―La invito a tomar algo.

Doña Olga, ahora sí, estaba estupefacta. Se lo quedó mirando sin saber si se estaba burlando de ella, si la estaba provocando o si lo había entendido mal. El chocante personaje seguía sonriéndola y apremiándola con la mirada.

―Venga, vamos. Como, por lo visto, tenemos que aclarar quién ha de disculparse más, nos tomamos algo juntos y así lo hablamos con calma. Si no, nos van a echar de aquí.

O sea, que iba en serio. Estuvo a punto de decirle que no, pero no pudo. Tantas veces se había sentido rechazada por su físico que pensó que ahora ella no podía hacer lo mismo con aquel hombre por las mismas razones, aunque estuvieran en el otro extremo de la escala de estaturas. Además, su osadía le hacía gracia. Así que, sin saber del todo lo que hacía, se encontró sentada a una mesa de una cafetería con aquel hombre que, cuando estaban de pié, no le llegaba ni a la altura de los pechos.

El singular varón resultó ser de lo más simpático, culto y jovial y, aunque doña Olga había comprobado en el cine que podía tener muy mal genio, se mostraba muy respetuoso y tenía un trato agradable y modales educados. Su conversación era interesante y, además, sabía hacerla reír. No aparentaba tener el más mínimo complejo por su corta estatura. Tras una media hora de conversación, se percataron de que aún no sabían sus respectivos nombres.

―Yo me llamo Olga.

―Pues encantado, Olga. Yo soy León.

Doña Olga no consiguió impedir que se le escapara una risita, que sofocó enseguida.

―No se preocupe, estoy acostumbrado. Humor negro de mis padres.

A León le tenían sin cuidado las miradas de la gente, a la que era imposible que pasara inadvertida aquella pareja tan grotescamente desproporcionada, ella desbordándose, majestuosa, sobre la silla y él con sus piernecillas que no le llegaban al suelo. Doña Olga estaba incómoda, pero hacía todo lo posible para que él no lo notara. Y así, entre una cosa y la otra y, sobre todo, por la total ausencia de complejos por parte de León, se encontró saliendo cada vez más a menudo en compañía de aquel pequeño hombre.

León siempre había sentido que su vida estaba predestinada a realizar grandes empresas. Su gran sueño de juventud fue pertenecer a las fuerzas especiales de élite del Ejército. Soñaba con lanzarse en paracaídas con uniforme de combate, la cara pintada de camuflaje, metralleta a la espalda, pistola al cinto y una gran navaja de supervivencia capaz de abrir en canal a cualquier enemigo que se le pusiera por delante. Cuando le dijeron que no daba la talla, estuvo varios meses con depresión. Cuando se repuso, pensó en hacerse camionero y conducir por las autopistas de Europa un súper camión Mack americano de cuatro ejes y enormes ruedas, y una potentísima bocina que haría palidecer a los automovilistas que se le pusieran tontos. Pero también fue rechazado, y estuvo otros cuatro meses deprimido.

Al fin, encontró su actual trabajo, con el que se sentía plenamente realizado y en el que había acumulado ya una considerable experiencia. Suspendido a treinta metros del suelo en la cabina de una grúa torre portuaria, accionando palancas y botones, con el mundo a sus pies, cargaba y descargaba enormes contenedores, de varias toneladas cada uno, en gigantescos barcos llegados de todos los rincones del mundo. Allí arriba, solo, en su pequeño habitáculo colgado en las alturas, miraba a los trabajadores que se movían por los muelles… y le parecían muy pequeños. Se sentía poderoso. A León siempre le habían fascinado las cosas grandes. Y doña Olga era muy grande.

Un día, en el cine, León le cogió la mano. Ella hizo un gesto instintivo de apartarla. Pero León no era hombre que se rindiera fácilmente, así que apretó la presa y la miró fijamente desde las profundidades de su asiento… y ella cedió. A partir de entonces, ya siempre iban de la mano.

Otro día, al acabar la película, saltó cual felino poniéndose de pié sobre el asiento y la besó en los labios. Doña Olga, de nuevo, se vio superada por la situación y no supo o no se atrevió a reaccionar. El caso es que el atrevido y desinhibido León ya la besó con frecuencia a partir de entonces. Hombre de recursos, aprovechaba todas las ocasiones que se le presentaban. Las escaleras eran su mejor aliado. Siempre que se encontraban junto a una escalera, él saltaba ágilmente dos o tres peldaños para ponerse a la altura y se lanzaba al ataque sin preocuparle quién pudiera verles o reírse de ellos.

―Podrías invitarme a tomar un café en tu casa. Te llevaría a la mía, pero es que los muebles son a medida.

Era difícil decirle que no a León, por aquello de que no se le escapara otra vez aquel genio, así que se encontraron en casa de ella tomando un café y charlando. En un momento dado, la conversación pareció apagarse como una vela y doña Olga vio cómo León la miraba con una expresión nueva y enigmática.

―¿Por qué no me enseñas tu habitación?

No acababa de entender cómo aquella persona tan pequeña podía tenerla allí en ascuas, sin saber cómo reaccionar, ¡a ella, ante quien se habían arrugado siempre los hombres! León era todo seguridad y atrevimiento, ni asomo de sentirse intimidado. De nuevo, los acontecimientos se precipitaron. León se quitó los zapatos y, de un salto, se puso de pié sobre la cama, le echó los brazos al cuello y la besuqueó. Sus pequeñas manos desabrocharon la blusa de doña Olga, que una vez más, sin preguntarse por qué, le dejó hacer. Y León, buen estratega, supo que tenía la situación controlada. Y le desabrochó el sujetador.

Doña Olga, por primera vez en su vida, estaba haciendo el amor. Desnuda boca arriba sobre la cama, tenía a aquel pequeño pero fiero león por ahí abajo haciendo de las suyas. Por aquellas cosas de la geometría, la cabeza de León, mientras el resto de su cuerpo estaba a lo suyo, quedaba hundida entre los generosos pechos de doña Olga, por lo que, a sus esfuerzos amatorios, tenía el hombre que añadir considerables dificultades respiratorias que le hacían resoplar como una antigua locomotora de vapor.

―Pfffff… Pfffff…

Doña Olga pensó que la experiencia no era exactamente como tantas veces había fantaseado que sería su primera vez. No obstante, comprensiva ella, se dijo que maniobrar un gran transatlántico con un pequeño remolcador exigía paciencia, así que, como la mujer era de buen conformar, dejó escapar un suspiro de resignación:

―¡Ay, Dios mío, qué cosas…!

León siempre fue, por encima de cualquier otra consideración, un caballero:

―¿Te estoy haciendo daño, cariño? ―La cara congestionada del afanado amante emergió por un momento sobre la sinuosa cordillera pectoral de doña Olga y, sin esperar respuesta y con expresión de orgullo, volvió a hundirse en sus profundidades.

―Pfffff… Pfffff…

Las relaciones sexuales pasaron a ser cosa habitual desde aquel día, siguiendo, más o menos, la misma pauta. No es que doña Olga lo pasara particularmente bien, y además le fastidiaba, dados los condicionantes anatómicos, no poder hablar un poco sobre la marcha, pero como él se lo pasaba tan bien… Pero su León no era hombre conformista. Por sus venas corría ―según le había confesado― la sangre de antiguos intrépidos conquistadores y descubridores extremeños. Era un hombre valiente, atrevido, siempre buscando nuevos retos. Así que un día, tras dormir en casa de ella, se despertó por la mañana decidido a explorar nuevos territorios.

―Hoy quiero que te pongas tú encima.

León no dejaba de sorprenderla con su audacia; pero aquello, pensó, rozaba ya la temeridad.

―Cariño, mira, la verdad…, no me parece buena idea. ―Objetó, juiciosa, doña Olga, olvidando que no hay nada peor que despertar a un león dormido.

―¡He dicho que quiero que hoy te pongas tú encima, coño! ¡A ver si te voy a tener que recordar quién lleva aquí los pantalones! ―Sus ojos brillaban con la misma ira que aquel primer día en el cine cuando ella le sacudió en la cabeza con el abrigo.

Ella sabía que no había nada que hacer cuando León se ponía así. Como siempre, se doblegó a las exigencias de su temible descendiente de aguerridos conquistadores.

Doña Olga jamás olvidaría aquella mañana cuando entró apresuradamente en el hospital llevando a León en brazos y pidiendo ayuda a gritos. Una enfermera, desde detrás de un mostrador, la informó, solícita:

―Pediatría, primer piso, señora.

―¡Váyase a la mierda! ¿Dónde está Urgencias? ¡Que se me muere!

El parte médico certificó la muerte de León por aplastamiento de la caja torácica, con rotura de todas las costillas y perforación múltiple de los pulmones.

En el juicio, entre el público, la abundante familia de León seguía con interés el desarrollo de las exposiciones. Ante el alegato del abogado defensor, una docena de pequeñas figuras humanas se levantaron y, agitando los brazos amenazadoramente, abuchearon a gritos al letrado que osaba defender a la asesina del pobre León. El juez tuvo que llamar al orden:

―Alguacil, ¿cómo le tengo que decir que no se admiten niños en la sala? ¡Desalójelos inmediatamente!

Vista la avalancha de zapatos, bolígrafos, mecheros y llaveros que le llovieron, aderezados con todo tipo de insultos, el juez se dejó convencer por los argumentos del defensor de doña Olga de que aquella gente era realmente intratable y que, con aquel león en casa, a ella no le había quedado más remedio que doblegarse a sus imprudentes fantasías. Así que la absolvió.

Doña Olga nunca volvió a ser la misma. Se sentía vacía, yerma como un marjal. Se volvió rara. Le cogieron manías, como darse de baja de los clubes de baloncesto, y en cambio iba como loca de un lado para otro siguiendo, ¡sabrá Dios por qué!, a todos los circos que actuaban por el país.

José-Pedro Cladera ©

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