sábado, 13 de junio de 2015

ALMACENES “CARLOTA”



                                                              

                   

      Hace cuarenta años, era el establecimiento más popular y el más frecuentado del pueblo.                           



      A punto de salir de casa, con la respiración contenida y la lista de encargos en la cabeza, oía la pregunta temida:  “¿has cogido la madeja de lana azul para que Carlota te dé otras dos iguales,  y de la misma tintada… eh?”

 

      Y como todos los jueves –día de mercado-  comenzaba el rally.  La furgoneta de Txomin  hinchada de decenas de mujeres, bufaba como los Ferrari, incluso dejaba sus huellas en las curvas, pero nunca se excedía de los 60 kilómetros.  Al llegar, intuyendo el pelotón que se agolparía, detrás de la avanzadilla de cinco,  la compra de los ovillos pasaba a último término.



    No había ticket de turno, mas pronto se oía la voz liberada: “la  última soy yo”.



    El primer vistazo lo dirigía a las féminas que esperaban: unas quince, en un área de cuatro metros cuadrados.  Después los ojos se me centraban en la dueña:  Carlota.  Era bajita, pero colosal como vendedora y  “chapeau” como persona.  Tras el mostrador de roble tachonado de cuentas, con la arista cercana  marcada de muescas: el metro, el medio metro, el centímetro…cortaba la tela mahón mientras te ofrecía una sonrisa y se interesaba por la familia.  Atendía Carlota a cinco clientas a la vez:  sacaba la caja de bobinas; la cajilla de botones multicolores -desde el botón trotero, al festivo  nacarado; y  el pijama que le pedía la japonesa: “ Carlota”,  de color marrón, por favor; y sin perder la sonrisa ante una treintena de ojos expectantes,  Carlota la atendía solícita; luego se ponía un guante e introducía la mano derecha en una media de cristal transparente,  con ella acariciaba la mejilla de la madre de la novia que asentía con la cabeza ya que las lágrimas la enmudecían.  Carlota era una registradora exacta, pero a pesar de todo, anotaba la operación en el papel marrón con el que embalaba la compra.  Nadie salía de Carlota sin un paquete.  A veces incluía dos prendas para que fueran probadas en casa, en cuyo caso, no cobraba ninguna de ellas.



      Las cinco siguientes avanzaban hasta el mostrador.  Si ella, ni con ayuda del gancho, llegaba a los circulitos de las cajas, allí estaba Juan.  Me llamaba la atención lo altísimo que era y  su  corpulencia espectacular; a menudo lo veía de perfil y con el pelo y la tez como el azabache; la barba asomaba según se rasuraba …Menos mal que mi madre compraba la ropa interior en la tienda de “Mercedes” –lejos de la cara inquisitiva de Juan.   Ahora, pienso que, quizá, lo que le impacientaba eran los minutos sin tabaco.  Tosía como una máquina de carbón y soltaba hilillos de dragón sobre el pañuelo de batista .  Entonces, recibía una orden visual y se dirigía a la puerta. Los fantasmas vestidos, los fantasmas batas se ponían a bailar y emanaban aromas de lavanda, de jabón, de menta… Y allí,  el gigante feliz fumaba cigarro tras cigarro, y esperaba  hasta que sus dedos  nicotinados se entrelazaban con los níveos de su mujer.  



      Tras hora y media de espera,  buscaba Carlota las dos madejas de lana azul y añadía dos de color naranja  -bien había discernido ella la diferencia.  El problema se solucionaba con la buena disposición de mi madre que soltaba lo tejido  y  me confeccionaba una rebeca primorosa y original.


     Sólo una vez, tuve que devolver la chaqueta de punto que Carlota le había endosado a mi padre el día de feria.  Que el color hacía juego con sus ojos y ¿cómo negarse  al parecido con Steve Maqueen?  A mí me convenció  de que los colores  azul y gris eran antediluvianos y, con la cabeza baja,  llegué a casa con una chaqueta granate.



      Carlota no tenía hijos, pero hubiera sido una madre “chapeau”



      El dentista vivía sobre la farmacia.  Aquel día me arrancó un premolar picado y una muela sana.  Cuando el aire me dio en la cara hizo contraste con la anestesia, y a punto de vomitar, entré  en Almacenes Carlota,   Con su vista de lince y olfato de leona, me sentó en una de la cajas mastodónticas  -que  guardaba mercancías extragrandes- me ofreció un vaso de agua mientras abría mi mano derecha ovillada.   Mareada tragué la droga y bebí el agua.  Un guiño de su querida esposa fue suficiente para que Juan - con su corpulencia y su asma  a cuestas- corriera en busca del rival de Txomin …|  el taxista



            SAN VICENTE DE LA BARQUERA, 2015-05-26 

.                                 ISABEL BASCARAN ©

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