miércoles, 18 de noviembre de 2015

FIESTA MAYOR




Las casas del pueblo se habían quedado desiertas en la noche cálida de verano. Salvo unos pocos enfermos de guardar cama, todos los vecinos se hallaban arracimados en la plaza del Ayuntamiento, de bote en bote, donde un enjambre de mesas colocadas sin orden ni concierto dificultaban el movimiento y contribuían a agudizar el ingenio en los insultos e improperios de quienes recibían codazos y coletazos de los que se movían entre ellas. El ruido era ya ensordecedor y la gente se hablaba a gritos. Había serpentinas por todas partes, globos de colores atados con cordeles a las farolas, farolillos de papel. Los niños corrían por entre las mesas tirando confeti, haciendo sonar pitos y carracas, incordiando consus matasuegras al personal y recibiendo guantazos de los parroquianos, que en el pueblo siempre fueron poco proclives a la solidaridad con la tierna infancia. En un rincón de la plaza, parapetadas detrás de un improvisado mostrador, La Genara y La Esperanza se encargaban de vender botellas de cerveza y jarras de vino tinto a una hilera desordenada de hombres que se peleaban y se daban empujones para evitar que se les colaran los espabilados de turno. De vez en cuando, por encima del jolgorio generalizado de la plaza, se alzaba, potente, orgullosa, alguna voz estridente y mal afinada de una improvisada soprano, voluntariosa pero poco aventajada, que cantaba una copla, y todos coreaban con palmas y vivas. En general, los hombres se sentaban juntos en mesas separadas de las de sus mujeres, que sabido era que no estaban ellas hechas para participar en las sesudas conversaciones de los varones, ni éstos para desperdiciar su excelsa mollera con las tonterías que las hembras gustaban hablar. Salvo los mozos, claro, que esos sí se arrimaban a las mozas y se sentaban con ellas, cuanto más pegados mejor, a ver si conseguían algún rozamiento furtivo bajo la mesa, que sabido ha sido siempre que en la mocedad tienden los varones a ser muy pacientes con las tonterías de las que hablan las mozas mientras consientan éstas en alguna que otra licencia epidérmica.

El Chato estaba afanado. Pequeño y patizambo, con unas enormes cejas que iban de sien a sien sin discontinuidad alguna, sus orejas de soplador, una chaqueta raída que le llegaba casi hasta las rodillas, el pantalón sujeto a la cintura con una cuerda, y unos zapatos por los que asomaba, repulsivo, un dedo gordo coronado por una enorme uña mugrienta, El Chato se sentía importante aquella noche. Sus ojos parecían los de un pájaro, sin parar de dar vueltas a diestra y siniestra, como si estuviera siempre temiendo que le atizaran por algún lado en el momento menos pensado. Tenía una risita nerviosa que molestaba hasta al más pintado, como una nota corta seguida de una larga, luego dos cortas y una larga y luego otra vez una corta y una larga: ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii. A cambio de una perra gorda por botella, o dos por jarra, iba a por las bebidas para los que no querían hacer cola, y de esta forma, mientras los demás gastaban sus cuartos, él aprovechaba la oportunidad, que raramente se le presentaba, de obtener alguna ganancia.

En una mesa pegada a un rincón de la plaza, jugaban al dominó los cuatro hermanos Heredia, cuyas respectivas mujeres se sentaban en torno a otra mesa en la que se habían reunido como una docena de hembras y de donde procedían grandes risotadas.

―¡Eh, Chato, ven pacá! ―gritó el mayor de los Heredia con su voz atronadora y autoritaria.

El patizambo se acercó presto, echando ya cuentas por el camino de las perras que se iba a ganar a cuenta de los Heredia:

―Ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.

El mayor de los Heredia era claramente quien llevaba la voz cantante, así que ejerció sus innatas dotes de macho alfa organizador:

―A ver, ¿qué vais a beber vosotros: cerveza o vino?

―Vino, coño, que sale más barato ―no tuvo ni que pensárselo el hermano menor, que tenía, de natural, una tendencia al ahorro.

―Vino bebemos todos los días, joder. En un día así, hay que echar la casa por la ventana. Yo quiero cerveza ―espetó el hermano que le precedía inmediatamente en la jerarquía, poniendo en evidencia la disparidad de opiniones entre ellos cuando se trataba de asuntos serios.

El macho alfa tomó inmediatamente las riendas, captando de inmediato, con su fino olfato para identificar las soluciones a los problemas, qué era lo que el momento exigía de él:

―A ver, Chato: ¿a cómo van las bebidas?

El Chato adoptó una pose formal y se puso tieso, como siempre veía hacer al centinela que hacía guardia frente al cuartelillo de la Guardia Civil cuando entraba o salía el sargento. Cuando recitaba los precios, siempre se ponía grave, sintiendo el peso de la responsabilidad.

―Seis reales cada cerveza y cuatro pesetas cada jarra de litro de vino. Ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.
―¡Me cago en la leche, qué ladronas! ―no pudo contenerse el Heredia benjamín, que siempre fue un hombre sensible ante las injusticias sociales.

―Ya se sabe, hombre. Es fiesta mayor, ¿qué esperabas?  ―volvió a mediar el hermano precedente, que parecía obstinado en llevarle siempre la contraria.

El segundogénito aún no había abierto la boca. El segundogénito de los Heredia era hombre de pocas palabras. Lo suyo era observar, sopesar, meditar, reflexionar. Sólo después de un riguroso proceso mental, dejaba escapar una sentencia. Era hombre de mucho pensar y poco hablar. Con la cabeza gacha, sus ojos escrutaban a sus tres hermanos y a El Chato. Sacaba conclusiones.

―Bueno, va, no nos hagamos mala sangre ―resolvió, dando una vez más muestras de quién llevaba allí la voz cantante, el hermano mayor, que no estaba dispuesto a que nadie le amargara una noche así por cuatro cuartos de nada.―Que sean cuatro cervezas y no se hable más. Le dices a La Genara que me apunte los veinte reales en la cuenta.

El Chato se quedó pensativo, rascándose la cabeza. Algo no le acababa de encajar en su limitada, pero no del todo estéril, sesera.

―¿Veinte… reales? ―preguntó, inseguro.

―¡Pero qué burro eres, coño! ¿Cómo van a ser veinte reales? ―recriminó al primogénito su hermano pequeño, que obviamente había salido con más luces.

―¿Y pues? ―no acababa de entender el de las cuentas.

―Pues que si fueran cinco reales por cerveza sí que serían veinte en total, digo yo; pero es que son seis reales por cerveza, la madre que te parió. ¿Pero es que se te ha olvidado todo lo que aprendiste en la escuela?

El otro cayó en la cuenta:

―Ah, sí, es verdad, joder. Es la falta de práctica. Ya me acuerdo, claro: de los veinte reales, llevamos dos; así que en total son veinte, más los dos que llevamos: veintidós.

―Eso, hombre, si es que tampoco cuesta tanto, leches. Hay que pensar antes de hablar.
―Vale, vale, ya lo he pillado. Hala, Chato: que sean cuatro cervezas y que me apunten los veintidós reales en mi cuenta ―ordenó, generoso en la invitación, el Heredia mayor.

El Chato hizo un saludo que había copiado del que hacían los civiles y desapareció a por las bebidas. Ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.

El hermano segundogénito hizo ademán de que iba a decir algo y todos callaron. Sus tres hermanos siempre callaban cuando el segundo de los Heredia iba a abrir la boca, genuflexos ante su superioridad intelectual. Y, finalmente, sentenció:

―¡Cacho burros sois todos, cagondiez! ¡La madre que os parió!

En el centro de la plaza había un grupo de mozos y mozas bailando y algunas mujeres, ya más mayores, que lo hacían entre ellas y reían. De pronto, las mesas de los hombres enmudecieron y todas las miradas se concentraron en La Tomasa, que había salido a mostrar su pericia en el arte de la danza. Ninguna moza del pueblo se movía como La Tomasa. Su cuerpo se cimbreaba, insinuante y sensual, a los compases de la música del tocadiscos del alcalde, que generosamente prestaba para estas ocasiones. Los hombres acompañaban las evoluciones de La Tomasa con expresiones de júbilo, y las mujeres, con comentarios mordaces. A veces, en alguna girada del baile, el vestido revoloteaba y se alzaba por encima de las rodillas, exacerbando las exclamaciones de admiración entre los varones, que pedían más brío en los giros, dando con ello buena muestra de que, aún sin saberlo, conocían bien los principios de la física. Sólo uno, el Heredia segundogénito, se hallaba, de nuevo, absorto en sus pensamientos, aunque con la mirada siguiendo los arabescos de la falda de La Tomasa, en profunda reflexión filosófico-nutricionista:

―Buenas carnes, la jodía.

―Lo que yo te diga: a esa la alimentan con bellotas ―asintió su hermano tercero, a quien, en esta ocasión, no le costó coincidir con el parecer del otro.

―Cagondiez. Los mozos de ahora ya no son como en nuestros tiempos. A nosotros nos enseñaban carnes y nos poníamos como toros ―el segundogénito, contrariamente a lo que solía ser su natural proceder, parecía haberse vuelto insólitamente locuaz, espoleado por las fugaces visiones de los muslos de La Tomasa.

―Ahora los mozos están amariconaos, hombre. No reaccionan a nada.

―¿Y de las mozas de ahora qué me decís, eh? Pedazo golfas, me cagontó. Un poco más y nos enseña el culo, no te jode. Así pasan las cosas que pasan. Que no somos de piedra, coño.

―Si a mi hija la veo yo hacer eso, le parto el cayado en la cabeza y se le quitan las ganas de enseñar ni el tobillo. ¡Por éstas! ―Espetó el Heredia primogénito, que, por eso de tener más años, era más tradicional en materia de relaciones entre hombres y mujeres.

―Ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.

El Chato estaba de vuelta; pero traía las manos vacías, lo que sumió a los cuatro hermanos en la inquietud.

―¿Qué pasa con las cervezas? ¿Se han acabado o qué?

El Chato habló como a la defensiva, sabiendo que, con esos paisanos, los contratiempos solían acabar en algún que otro coscorrón que casi siempre recaía sobre él.

―Que dice la Genara que no se fía. Que hay que llevar la pasta o no hay bebidas. Y además, que son veinticuatro reales, no veintidós. Ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.

―¡La madre que parió a la Genara y a toda su familia! Encima de no fiarme, dos reales más. Seguro que uno es para el alcalde y otro para el cura. 

―Venga, ¡qué más da! Dale los veinticuatro reales y que nos traiga las cervezas de una vez.

―¿Que yo le dé los veinticuatro reales? ¡Y una mierda! Aquí soltamos cada uno seis reales y si no, a beber agua del botijo.

―¿Pero no querías que te lo apuntaran en tu cuenta? Pues entonces, ¡qué más te da!

―Eso es diferente. Una cosa es que te lo apunten en la cuenta y otra es pagarlo. No me jodas, no me jodas, que vas tú muy listo.

A regañadientes, sacaron todos sus seis reales y se los entregaron a El Chato, que volvió otra vez a la cola de las bebidas.

―Es que no sé a dónde vamos a llegar. Ahora resulta que no te fían ni en tu propio pueblo.

―Hombre, tampoco es que sea tan raro, la verdad ―barruntó el benjamín.― ¿Cuándo es la última vez que pagaste la cuenta del bar, eh?

―Anda, anda, vamos a seguir jugando al dominó, que aquí se está rifando una hostia y tú tienes todos los números.

En el rincón opuesto de la plaza, donde un par de escalones alzaban el nivel un poco sobre el resto, en torno a una mesa un poco aislada de todas las demás, se sentaban, dominantes, las fuerzas vivas del pueblo: el alcalde, su mujer, el sargento de la Guardia Civil y el cura. Con gesto severo y sin apenas cruzarse palabra, miraban con distancia a la multitud sintiendo el peso de sus respectivos altos magisterios, asumiendo estoicamente la soledad del mando y tomando buena nota mental de los cabrones que a veces los miraban y se reían con algún chistecillo que debían de contarse a cuenta de ellos.

El Chato volvió con dos cervezas metidas en cada bolsillo de la chaqueta, siendo recibido con entusiasmo por los cuatro hermanos sedientos.

―¡Hombre, ya era hora, trae pacá!

El Chato retrocedió un paso:

―Primero mis perras. Ya sabéis: a perra gorda por cerveza, cuatro perras gordas ―advirtió el patizambo, haciendo ostentación de sus habilidades para el cálculo.― Ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.

Entre insultos y blasfemias, sacaron cada uno una perra gorda y se la dieron. El otro ―escarmentado por las no inhabituales maniobras de sus paisanos para recuperar sus perras una vez obtenida la mercancía― las puso a buen recaudo antes de sacar las cervezas de los bolsillos y dejarlas sobre la mesa.

―Anda, vete a tomar pol saco, que te vas a hacer rico con tantas perras. ¡Abrase visto! Y parece tonto.
La mujer del Heredia mayor, que volvía del gallinero, pues la cola que se había formado ante el baño del bar auguraba prematuros e indeseados alivios, se les acercó.

―¿Qué pasa, cómo va la juerga? ¿De qué habláis tan serios?

―Nada, ya sabes: cosas de hombres. De política, de finanzas y cosas así. Vosotras, las mujeres, ya se sabe que no entendéis de estas cosas ―la despachó su marido, que, a su edad, ya era tarde para que absorbiera las modernas corrientes de la igualdad de género.

―Sobre todo de lo que roban aquí con las bebidas ―apostilló el benjamín―. Cagonlaleche, ¿dónde se ha visto cobrar seis reales por una cerveza? Pues lo que decimos, que una parte es para el alcalde y otra para el cura, eso fijo. Si es que la política y las finanzas es eso, no hay más.

La mujer los miraba con conmiseración.

―¿Y quién coño os ha cobrado seis reales? Allí en la pizarra lo pone bien claro: a peseta la cerveza.

Los cuatro hermanos se miraron unos a otros con incredulidad. Luego, ya no con incredulidad sino con expresión asesina, miraron a ver si daban con el patizambo, que, a esas alturas de la noche y habiendo recogido ya su particular cosecha, se hallaba en paradero desconocido.

―¡Me cago en la madre que parió a El Chato! ¿Dónde se ha metido? ¡Que lo mato!

La mujer, viendo el sofoco que le estaba cogiendo a su marido, no quiso perder la oportunidad de mostrarle un poco de amor conyugal:

―Si es que un poco más tonto y naces oveja. Hasta El Chato os ha timado, hay que ser burros. ¿Pero es que no sabéis leer lo que pone en la pizarra?

―Si es que desde aquí no se ve, leches ―se disculpó su amado cónyuge, previendo que esa noche iba a dormir caliente. ¡Menuda era la parienta para dejarle perder así los cuartos!

Las mujeres de los otros tres, oliendo la ocasión de unirse a la demostración de solidaridad con sus maridos, se apuntaron al revuelo y se mostraron apenas algo más comprensivas:

―¡Imbécil! ¡Con lo que cuesta ganar el dinero!

―¡Desgraciado! ¡A caldo una semana entera! ¡A mí ni te me acerques!

El Heredia segundogénito no abrió la boca hasta que las cuatro mujeres se hubieron alejado. Entonces, dejó caer su sentencia, largo rato meditada:

―¡Zorras!

Las existencias de cervezas y vino estaban ya acercándose a su fin. Las de dinero en los bolsillos de los paisanos, ya habían llegado a ese punto crítico hacía rato. Así que, como La Genara y La Esperanza, escarmentadas tiempo ha por las enseñanzas que da la vida, no fiaban, la fiesta se fue acabando.

Poco a poco, la gente fue abandonando la plaza y, dando bandazos de un lado a otro por las callejuelas, se fue encerrando en sus casas. La noche engulló las últimas risas y balbuceos de los embriagados concurrentes. Se apagaron los faroles y el pueblo se sumió en un sueño etílico. Como todas las noches del verano, sólo el sonido agudo y monótono de los grillos rasgaba el profundo silencio.

Aunque aquella noche, los grillos se veían de vez en cuando acompañados de otro sonido que procedía de un pajar solitario en el arrabal del pueblo. Algo así como un ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.


José-Pedro Cladera ©








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