domingo, 24 de enero de 2016

EL LIBRO

Toshihiro

Desde el aciago día en que doña Olga, plegándose a las fantasías sexuales de su amante enano, descargó sus 93 kilos de cuerpo serrano sobre él y lo mandó al otro barrio como si por encima del pobre León hubiera transitado una locomotora, la vida de la ciclópea mujer no volvió a ser la misma. Nunca encontró a un sustituto de su menudo pero fogoso y osado León y se encerró de nuevo en su mundo solitario. Fantaseaba y le gustaba imaginarse a sí misma en la situación inversa, ella como el pequeño juguete de un enorme amante que la hiciera sentir como  barruntaba que debió de sentirse su pequeño León cuando retozaban juntos y ella lo manejaba como si fuera un osito de peluche. Claro que encontrar un hombre que la hiciera sentir así a ella, que era maciza y poderosa como un tanque, se le antojaba una tarea a todas luces imposible.
Doña Olga encontró refugio en la lectura y se pasaba horas y más horas tragándose toda clase de libros con el fin de evadirse de sus recuerdos. Un día le daba por leer sobre la apasionante vida de los primeros habitantes de La Alpujarra; otro, sobre la depurada técnica de la araña errante brasileña ―también conocida como araña del banano― para tejer sus telarañas orbiculares; aún otro, se interesaba por los fascinantes conocimientos radiestésicos de los zahoríes para detectar corrientes subterráneas de agua usando un palo bifurcado; incluso, cuando le asaltaba la necesidad de bucear en temas verdaderamente trascendentes, leía sobre la dieta de los esquimales ―también llamados inuit―, tan rica ella en grasa de focas y ballenas. Y así, continuamente, muchos otros libros de temas igualmente sugerentes. Todo le interesaba, mientras no fueran historias de amor, que la ponían triste.
Un día cayó en sus manos un pequeño ejemplar, con profusión de fotografías, que trataba sobre el cautivante tema de la vida de los luchadores japoneses de sumo.  Doña Olga no daba crédito a lo que tenía ante sus ojos: un luchador de sumo corrientillo, de andar por casa, podía pesar 160 o 170 kilos y ser alto como una torre, y un ejemplar ya con un poco de pedigrí se iba tranquilamente a los 200 kilos. Para un hombre así, los otrora sobrecogedores 93 kilos de ella no serían más que un chiste. En manos de un espécimen desmesurado como cualquiera de aquellos luchadores de sumo, se sentiría ella, finalmente, felizmente, como una frágil muñequita; podría él cogerla en brazos y voltearla y juguetear con ella como si nada, como ella misma hacía con su pequeño León, y la haría sentir grácil, ingrávida, volátil, ligera como una pluma. Doña Olga lloró de la emoción y tuvo al instante una revelación: supo que la sabia Naturaleza la había creado para que se entregara a un luchador de sumo japonés.
Con la determinación inquebrantable que caracteriza a las mujeres que han encontrado finalmente su destino ―sobre todo en cuestiones tocantes al amor y sus diversas variantes psicosomáticas―, se plantó en Tokio y comenzó a merodear por las escuelas de sumo y los locales donde se practicaba tan noble arte marcial. Descubrió, como una inesperada a la vez que agradable sorpresa, que aquellos mastodontes se sentían también atraídos por ella, ya que con las pequeñas japonesas tenían que andarse con un cuidado que la gran envergadura de doña Olga hacía menos necesario, con lo que se veían ellos como con más cancha para dar rienda suelta a los ríos de testosterona que albergaban oculta entre sus grandes masas adiposas. Fue así, pues, como conoció al hombre que cambiaría su vida.
Toshihiro no era gran cosa, dadas las circunstancias. Su mirada tenía algo como de melancólico, porque, a pesar de consumir 20.000 calorías diarias, dormir más horas que un bebé ―que los bebés japoneses también duermen mucho― y llevar una vida cuasi ascético monacal, no había forma de que ganara más peso y no acababa de dar la talla, lo cual le angustiaba considerablemente. El pobre sólo medía un metro noventa y no pesaba más allá de unos exiguos 180 kilos: una mediocridad. Su cara parecía una sandía amarilla que contuviera más pulpa de la que podía albergar, por lo que parecía a punto de reventar en cualquier momento; pero tenía una sonrisa muy atractiva, a la que contribuían sus ojos, tan rasgados que se diría que nunca se habían recuperado de una risa incontrolada. Su barriga parecía un saco lleno de manteca que alguien hubiera atado a su cintura, y a doña Olga le daba como un cosquilleo que la hacía ruborizarse cuando veía aquel tremolante cargamento de grasa bambolearse de un lado a otro, arriba y abajo, con los violentos movimientos de la lucha. Sobre todo, lo que más causaba que doña Olga sintiera como un hormigueo por todo su cuerpo y que tuviera que morderse con fuerza el labio inferior para contenerse era cuando aquel adonis amondongado se plantaba, con los pies firmes en el suelo, con sus piernas, rollizas como sendas columnas de Hércules, bien abiertas, cubierto su descomunal cuerpo únicamente por un desproporcionadamente pequeño taparrabos, y lentamente, muy lentamente, decantaba todo su peso hacia un lado, elevaba una pierna hasta alcanzar la horizontalidad y entonces, súbitamente y al grito de Eeee-yah!, la dejaba caer violentamente, dando un gran patadón, y todo el suelo temblaba como sacudido por un terremoto de un grado nada despreciable en la escala de Richter. Aquello tenía un efecto demoledor sobre el equilibrio hormonal de doña Olga, y unas perlitas de sudor afloraban inmediatamente en sus sienes. Y era feliz… A Toshihiro todo aquello no le pasaba inadvertido y se dijo para sus adentros ―en japonés― que a aquella hembra europea, de tamaño algo más satisfactorio que las pequeñas niponas a las que hasta entonces había tenido acceso, la tenía en el bote.
El día que finalmente Toshihiro se la llevó al futón ―o sea, al catre, en versión japonesa―, doña Olga ardía en deseos de dar rienda suelta a sus tan largamente contenidas fantasías, y el mastodóntico Toshihiro empezó a pensar que aquella europea estaba como una cabra. El hombre no había salido nunca de Japón y era consciente de que las costumbres de alcoba podían variar considerablemente de un continente a otro, pero aquello de tener que cogerla en brazos y mecerla como si fuera una muñeca, darle volteretas en el aire y tonterías por el estilo se le antojaba fuera de lugar hasta para una mujer tan primitiva como una europea. Además, qué diantres, él no la había llevado allí para eso. Así que Toshihiro, cuando se hartó de pamplinas con aquella muñequita de 93 kilos, se dejó de monsergas y procedió.
A doña Olga lo primero que le sorprendió fue que, plantado frente a ella en porretas, no veía ninguna diferencia entre que Toshihiro llevara su taparrabos o no. Sin la sujeción de dicha prenda ―a todas luces, innecesaria a efectos de ocultar a la vista lo que de todos modos resultaba invisible, pero útil no obstante para sujetar en cierta medida la ingente bolsa de sebo―, la mantecosa barriga del japonés le caía hasta casi las rodillas. Parecía obvio, dada la gigantesca masa del nipón comparada con la de doña Olga, pese a ser ésta nada despreciable, que la prudencia aconsejaba optar por la postura que tiempo atrás comenzó ella a usar con su pequeño León, consistente en que quien de los dos menor masa corporal tuviera fuera quien ocupara la posición del jinete, y el más voluminoso de los dos fuera quien hiciera las veces de cabalgadura. Descuidar tan prudente precaución era jugar con fuego, como en aquella ocasión, cuando su pequeño León se empeñó en ir contra natura y el pobre acabó triturado como una cáscara de nuez saliendo del cascanueces, pero obviamente no era lo mismo subirse a un enano que a un luchador de sumo. Así que lo juicioso era que doña Olga hiciera de amazona. El problema era el equilibrio. Subida en lo alto de aquella masa de sebo que no paraba de moverse como un colchón de agua, doña Olga era de fácil descabalgar y tuvo que pegarse un par de batacazos contra el suelo hasta que se convencieron de que así la cosa no iba a funcionar.
Decidida ya a apechugar con lo que fuera, descubrió doña Olga que, al revés, el asunto tampoco se presentaba fácil. Aparte de enfrentarse a serios problemas respiratorios al tener encima aquella enorme masa de grasa, la forma cuasi esférica de la gran barriga sebácea de Toshihiro ocasionaba, que, cuando éste bajaba su cara para depositar sobre la de ella un tierno ósculo amatorio, las piernas del nipón, por el efecto basculante de su barrigón, se elevaran hasta aproximarse a la vertical, arrastrando con ellas los indispensables atributos para los menesteres en los que se hallaban empeñados, y así era imposible. Y cuando bajaba las piernas, y con ellas los susodichos atributos, la parte superior del cuerpo, por el mismo efecto basculante antes mencionado, salía despedida hacia arriba, le desequilibraba y acababa el pobre Toshihiro con sus 180 kilos dando tumbos por el suelo y farfullando muchas palabras incomprensibles para doña Olga, pero que, por lo monosílabas y contundentes que eran, le sonaban a ella como que se estaba cagando en todo en japonés.
Al final, el hombre se puso serio con ella y le hizo entender que se había acabado la historia y que había que ir por la vía de lo convencional, y que le dejara a él con sus tradiciones niponas, que eso de los luchadores de sumo era una cosa muy antigua y que ya estaba todo inventado. El truco consistía ―le explicó como pudo a doña Olga― en que la barriga adiposa cayera sobre el cuerpo de ella con vigorosa determinación, con lo que se lograba que la grasa se desplazara hacia ambos lados, quedando en medio una hendidura gracias a la cual se conseguía la total aproximación de los cuerpos y la consiguiente consumación del objeto de toda aquella parafernalia. Todo tenía que hacerse según los cánones secularmente contrastados para que la cosa funcionara bien. Y si la artimaña daba buenos resultados con las pequeñas japonesas ―al menos eso le contó a doña Olga; o al menos eso creyó ella entender―, tanto mejor funcionaría con ella, que era de un tamaño más acorde con las circunstancias.
Así que allí estaba ella, sumisa, expectante, ansiosa, a la vez que algo preocupada. Ante ella, Toshihiro comenzó su ritual: se plantó, en cueros, firme frente al futón ―catre en versión nipona, como ha quedado dicho―, con las rollizas piernas bien abiertas ―sin que ello tuviera efecto alguno con la posibilidad de que quedara a la vista cualquier atributo, como también ha quedado explicado antes― y, completamente concentrado, comenzó a oscilar lentamente de un lado a otro mientras emitía unos sonidos guturales que debían de tener algún efecto sobre la acumulación de energía sobre aquellas zonas corporales que a Toshihiro más le interesaban en aquel trance. Al cabo de un rato, que a doña Olga se le hizo interminable, todo el cuerpo de Toshihiro se decantó a un lado y comenzó a elevar la pierna del lado opuesto hasta que le quedó casi a la altura de la cara, en ese gesto que a doña Olga tanto turbaba pero que siempre pensaba ―y se recriminaba a sí misma por ocurrírsele tal vulgaridad― que parecía más propio de quien estuviera ayudándose a evacuar una contumaz ventosidad que de un amante a punto de proyectarla hacia el éxtasis. Permaneció el amador pseudoventoso inmóvil unos segundos, con la citada extremidad inferior en alto y los brazos extendidos para ayudarse a mantener el equilibrio. Doña Olga lo miraba con inquietud y pensó que así debió de sentirse otrora su pequeño León, cuando ella estaba a punto de precipitarse sobre él.
Al grito de Banzai!, Toshihiro descargó su elefantiásica pierna sobre el suelo, provocando el tronchado de varios listones de madera, la rotura de los vidrios de las ventanas y la caída de la lámpara de la mesita de noche sobre el futón ―catre, modelo sol naciente―, que prendió con rapidez. Doña Olga sintió el calor de las llamas al tiempo que le caían encima los 180 kilos de Toshihiro, y emitió un sofocado quejido que el amante nipón malinterpretó. Su cara estaba oculta entre enormes masas de sebo, que se desparramaban a ambos lados de su cuerpo, oprimiéndola, aprisionándola, asfixiándola, mientras un desbocado luchador de sumo retorcía su grandeza corporal al tiempo que su inexperiencia amatoria. Doña Olga se debatía como podía entre las llamas que ya les envolvían y el aplastamiento que la aprisionaba, mientras aquella masa sebácea se molificaba con el fuego, se convulsionaba, manoteaba y pataleaba, emitiendo incomprensibles gemidos, mezcla de dolor y placer. Entre el crepitar del achicharramiento y los estertores de aquel monstruo encima de ella que agitaba brazos y piernas debatiéndose inútilmente por levantarse, sintió el siniestro crujido de sus costillas cediendo ante el descomunal tonelaje que la cubría, y comprendió por fin cómo se había sentido su difunto amante enano y se sintió en mística comunión con él. Doña Olga sabía que finalmente había ascendido al clímax de la felicidad.
A lo lejos, entre tanto barullo, le pareció oír la sirena del supereficiente cuerpo de bomberos de Tokio que se aproximaba a toda velocidad y, mientras se sentía desvanecer, pensó que su gozo sólo sería completo si aquellos inoportunos bomberos nipones fueran menos diligentes y llegaran tarde. Y cayó hacia el eterno pozo negro sin fondo, diciéndose que eso de hacer el amor con un luchador de sumo era una cosa muy bestia.

José-Pedro Cladera ©

No hay comentarios: