LA
TERCERA EDAD
… Y seguía enamorada. Llevaba una vida inmersa en la naturaleza. Entre camelias, azaleas,
ciclámenes, y rodeada de encinas, nogales, eucaliptos. En el horizonte, el manto níveo vestía Los
Picos de Europa. A las 12, me sentaba
fuera, en la silla hamaca disfrutando de los rayos reconfortantes. Las ovejas pastaban en el prado del vecino y
abrían mis oídos a sus inquietos balidos: media hora gozando del paraíso. Al parpadear, veía pasar “tan pichi” a
Matilda, la gata de Miguel. Hasta hace
unos días, la he espantado con una vara; sin embargo, hoy, la he visto
husmeando: busca los topillos que merodean por nuestros jardines. He pasado el cortacésped para cerciorarme de
que no existen orificios circulares, puertas y ventiladores a sus galerías
subterráneas.
Las tareas de la casa no
me exigen demasiado esfuerzo.
Conduzco suavemente, o
mejor dicho, el vehículo me transporta
como en una nube al encuentro de mi
nieto.
-“Ya verás qué placer sientes cuando lo tengas en tus
brazos” Él está dormido, sólo lleva dos días en este
mundo. ¡Y de golpe, me caen diez años sobre los hombros! El enamoramiento se ha esfumado y hasta
siento vergüenza de mis sentimientos juveniles.
Sólo oigo mis pasos robóticos sobre el anegado pavimento.
Julen lleva mes y medio
entre nosotros. Es un niño precioso, con
los rasgos físicos perfectos, cuando sonríe parece un ángel de los de Murillo;
pero cuando llora por los retortijones de su aparato digestivo, se te humedecen
los ojos y el corazón se te encoge de dolor.
Admiro, sin embargo, el cariño y la abnegación de sus padres que en
plena madrugada lo sacan a la calle porque en el traqueteo del cochecito, el sueño envuelve al niño cual la seda a la
larva de una crisálida.
A pesar de sentirme más
vieja, acudo, con frecuencia, a la peluquería, no quiero que la estampa que
reciba el niño sea la de una bruja y siga viéndome de esa guisa “per
seculaseculorum” También cuido mi
vestuario, por un lado, porque soy presumida y por otro, porque los infantes se entusiasman ante los
colores vistosos. ¿Y cómo no? -como
guinda en el pastel- me hermoseo con
cuatro gotas de perfume francés.
Así pues, si tengo que
coger el coche, me visto de calle. Ayer,
llegué con mi compra a una de las cajas del supermercado. No solo la cajera me echó una mano colocando
el género en las bolsas, sino que la chica que esperaba detrás de mí puso los
capazos en el carro. Me quedé de piedra, con la cartera en las
manos, con la boca abierta, agobiada de tantas manos auxiliadoras. ¿Qué vio en mí para dispensarme tal
atención?
Las puertas se abrieron para las dos, y de
nuevo, sentí la sangrante saeta:
-¿Quiere que le coloque la compra en el coche?
-No, gracias, le
dije con la mirada perpleja y la voz sonriente.
Al llegar a casa,
cerré el cortinón con fuerza. La
naturaleza pasó al olvido, el paraíso se tornó aún en más dolor; no importaba
ya la edad que podía aparentar; la saeta fue incrustándose y originando una
hemorragia: una persona muy cercana volvía a afrontar, de nuevo, los zarpazos
del mal revitalizado.
San Vicente
de la Barquera, a 5 de marzo de 2016
Isabel Bascaran ©
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