martes, 26 de abril de 2016

EL TEMA




       LA  TERCERA EDAD

              … Y seguía enamorada.  Llevaba una vida inmersa en la  naturaleza. Entre camelias, azaleas, ciclámenes, y rodeada de encinas, nogales, eucaliptos.  En el horizonte, el manto níveo vestía Los Picos de Europa.  A las 12, me sentaba fuera, en la silla hamaca disfrutando de los rayos reconfortantes.   Las ovejas pastaban en el prado del vecino y abrían mis oídos a sus inquietos balidos: media hora gozando del paraíso.  Al parpadear, veía pasar “tan pichi” a Matilda, la gata de Miguel.  Hasta hace unos días, la he espantado con una vara; sin embargo, hoy, la he visto husmeando: busca los topillos que merodean por nuestros jardines.  He pasado el cortacésped para cerciorarme de que no existen orificios circulares, puertas y ventiladores a sus galerías subterráneas.

                     Las tareas de la casa no me exigen demasiado esfuerzo.

                     Conduzco suavemente, o mejor dicho,  el vehículo me transporta como en una nube  al encuentro de mi nieto.

                    -“Ya verás  qué placer sientes cuando lo tengas en tus brazos”  Él  está dormido, sólo lleva dos días en este mundo.  ¡Y de golpe, me caen diez  años sobre los hombros!  El enamoramiento se ha esfumado y hasta siento vergüenza de mis sentimientos juveniles.  Sólo oigo mis pasos robóticos sobre el anegado pavimento.                   

                      Julen lleva mes y medio entre nosotros.  Es un niño precioso, con los rasgos físicos perfectos, cuando sonríe parece un ángel de los de Murillo; pero cuando llora por los retortijones de su aparato digestivo, se te humedecen los ojos y el corazón se te encoge de dolor.  Admiro, sin embargo, el cariño y la abnegación de sus padres que en plena madrugada lo sacan a la calle porque en el traqueteo del cochecito,  el sueño envuelve al niño cual la seda a la larva de una crisálida.

                        A pesar de sentirme más vieja, acudo, con frecuencia, a la peluquería, no quiero que la estampa que reciba el niño sea la de una bruja y siga viéndome de esa guisa “per seculaseculorum”  También cuido mi vestuario, por un lado, porque soy presumida y por otro,  porque los infantes se entusiasman ante los colores vistosos. ¿Y cómo no?  -como guinda en el pastel-   me hermoseo con cuatro gotas de perfume francés.
                        Así pues, si tengo que coger el coche, me visto de calle.  Ayer, llegué con mi compra  a  una de las cajas del supermercado.  No solo la cajera me echó una mano colocando el género en las bolsas, sino que la chica que esperaba detrás de mí puso los capazos  en el carro.  Me quedé de piedra, con la cartera en las manos, con la boca abierta, agobiada de tantas manos auxiliadoras.  ¿Qué vio en mí para dispensarme tal atención?             

   Las puertas se abrieron para las dos, y de nuevo, sentí la sangrante saeta:

                           -¿Quiere que le  coloque la compra en el coche?

                            -No, gracias, le dije con la mirada perpleja y la voz sonriente.

                              Al llegar a casa, cerré el cortinón con fuerza.  La naturaleza pasó al olvido, el paraíso se tornó aún en más dolor; no importaba ya la edad que podía aparentar; la saeta fue incrustándose y originando una hemorragia: una persona muy cercana volvía a afrontar, de nuevo, los zarpazos del mal revitalizado.

                                       San Vicente de la Barquera, a 5 de marzo de 2016

                                                  Isabel Bascaran ©

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