viernes, 18 de noviembre de 2016

mujer

La mujer del embajador
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Sus labios… Pulpa de cerezas, rubor de amapolas, ofrecimiento de fresa salvaje. Con picardía, se apretaban un poco, como insinuando la promesa de un beso, y suscitaban unos segundos de tensión antes de que el descarado rojo carmesí de su Rouge pur Couture de Yves Saint Laurent se rompiera, despegándose en sonrisa entreabierta, y destacara el blanco inmaculado de sus dientes. Nunca reía. Sólo esa sonrisa seductora que conminaba a los embobados convidados a llevarse la servilleta a la boca con más frecuencia de la que parecía obligada simplemente por la comida y la bebida.
A la cena de gala en honor del recién nombrado embajador español, asistía la flor y nata del cuerpo diplomático acreditado en el pequeño país báltico. Los hombres vestían con frac, presentando una habitual protocolaria uniformidad. Las mujeres, con largos vestidos de muy diversos estilos y colores, competían por mostrar su belleza y glamour. Cubría la mesa un mantel en organza blanca de la fábrica española de Lagartera, todo él exquisitamente bordado a mano en punto de sombra, filtiré y realce, que había sido dispuesto por los anfitriones con toda la intención para dar un toque español en honor del homenajeado. Los comensales departían alegremente, mientras saboreaban los apetitosos manjares, servidos sobre una blanca vajilla de Limoges, con sutiles filigranas azuladas y rosadas en los bordes, y se ayudaban de una exquisita cubertería dorada de Alain Saint Joanis, con mangos lacados en azul cobalto brillante con vetas blancas. Un delicado centro de mesa de flores frescas y unos candelabros combinaban un toque a la vez de frescura y melancolía.
Su cabello… Seda azabache, caricia en la noche oscura, canto de sirenas brotando de las tinieblas. Negro, negrísimo, ligeramente ondulado, le caía en cascada sobre uno de los hombros y dejaba el otro al descubierto, jugando a la ambigüedad, ocultando parte de la cara por un lado, recogido el pelo tras la oreja en el otro, adornada con un largo pendiente de brillantes. Con cada movimiento de la cabeza, el fino cabello seducía con una delicada y sinuosa danza que emitía reflejos de la luz de los candelabros y ejercía un efecto hipnótico sobre los embelesados varones.  
El anfitrión tomó una cucharilla y dio dos ligerísimos toques sobre una de las copas de la finísima cristalería de Baccarat, arrancando una suave nota musical, reverberante, que parecía salida de un arpa de concierto. Todos callaron. En un inglés impecable, se dirigió a los invitados:
―Mis distinguidos colegas y amigos, señoras y señores: propongo un brindis en honor del nuevo embajador de España y de su encantadora esposa, doña María Cristina, que acaban de llegar a nuestra ciudad y a quienes deseamos éxito en su cometido y que sean felices entre nosotros.
El diplomático agasajado levantó su copa y pronunció unas palabras de agradecimiento. Pero las miradas, sobre todo las de los varones, no estaban con él. Las miradas no podían sustraerse al hechizo de la mujer del señor embajador. Ésta hizo un casi imperceptible gesto con la cabeza y alzó la copa de Dom Pérignon. Con movimiento lento, apoyó el fino cristal, como besándolo, sobre su labio inferior, separándolo ligeramente del superior, y bebió sensualmente un poco del exquisito champagne. Las bocas de los varones, como si de una estudiada coreografía se tratara, estaban todas medio abiertas, expectantes, como si saborearan también el cristalino beso de la mujer del embajador español.
Superado el momentáneo embrujo, volvieron a prestar atención todos a sus respectivos platos y a las conversaciones entre unos y otros. Pero un cierto mosqueo revoloteaba ya entre la concurrencia femenina, a quien no hacía mucha gracia el magnetismo que la española ejercía sobre sus respectivos acompañantes. La esposa del señor embajador de Islandia, cuyo marido andaba por aquellos días haciendo intensas gestiones para fomentar las exportaciones de bacalao de su país pero que ahora estaba por el babeo ante la belleza llegada del sur, cambió momentáneamente a su idioma natal y, amparándose en su más que presumible desconocimiento por parte de los demás invitados, advirtió a su pareja:
―Como sigas mirándola así, bacalao es lo único que vas a comer durante mucho tiempo. Luego no digas que no te lo he advertido. 
A su lado, el embajador de Su Majestad Británica, algo entrado en años pero aún de buen ver y con un experimentado paladar para los vinos y las mujeres, recordó aquello de que de tal palo tal astilla, y razonó que, vista la astilla, no estaría mal comprobar el palo del que procedía. Se dirigió a ella directamente:
―Si me permite la pregunta, doña María Cristina: ¿de qué parte de España es usted?
Antes de que ella pudiera hacer el más mínimo gesto, respondió su marido:
―Mi mujer nació en Puebla de Sanabria, en la provincia de Zamora, aunque sus padres se trasladaron a Madrid cuando ella tenía cinco años.
―Oh, sí, me encanta Samora: el Mediteráneo, la paela, la sanguría… ―asintió en pintoresco español el súbdito de Su Majestad, pelotillero él, dirigiendo su mejor sonrisa a doña María Cristina, aunque se le vio claramente contrariado por no haber podido entablar conversación con tan apetecible ejemplar de hembra ibérica, y pensó que el embajador español era, ¡cómo no!, un machista.  
Sus ojos… Perlas esmeralda, sinfonía de color, hechizo de aurora boreal. Rasgados, luminosos, transparentes, parecían reflejar el colorido de un fondo de coral en algún exótico enclave caribeño. Un finísimo delineado con eyeliner de Christian Dior, finalizado con un leve rabillo, daba a su mirada un toque peligrosamente felino, hipnótico, inquietante. Una vez captado su influjo, era imposible sustraerse a él. Parpadeaba lentamente, sosteniendo insolentemente la mirada de su presa.
La embajadora noruega, blanquísima y con una enorme cabellera rubio platino, un intimidante ejemplar vikingo que evocaba a un oso polar en las níveas llanuras nórdicas, solidaria ella con la causa feminista, se tomó como un agravio a su condición de mujer que el señor embajador de España contestara por su esposa, así que quiso echar a ésta un cable:
―Y dígame, doña María Cristina: ¿cómo lleva usted estos cambios de residencia a los que la obliga la profesión de su marido? ¿Ha conseguido usted superar ese sentimiento de nomadismo que suele invadirnos?
De nuevo fue su marido quien, presto, tomó la palabra para responder:
―A decir verdad, María Cristina lleva muy bien los cambios de residencia. Aprecia lo bueno de cada lugar y aprende de las diferentes culturas que la carrera diplomática le permite conocer a fondo. No, afortunadamente, no tenemos ese problema.
La vikinga frunció el ceño y a punto estuvo de perder la compostura a la que estaba obligada por su condición diplomática. Pero, no dispuesta a tirar la toalla, se dirigió esta vez directamente al embajador español:
―¿Quizás doña María Cristina no habla inglés? Si es así, podemos cambiar al español. Varios de los aquí presentes nos defendemos pasablemente en su idioma ―y señaló, a modo de ejemplo, a su colega británico.
El embajador adoptó un aire serio y, por un momento, pensativo. 
―Mi mujer entiende perfectamente el inglés y todo lo que se está diciendo. Me temo que se ha producido un imperdonable error de protocolo por parte de mi secretario de la embajada, quien, a fin de que no se llegara a esta embarazosa situación, debería haberles informado de que doña María Cristina es… muda. Estuvimos destinados durante dos años en un país centroafricano, donde contrajo una enfermedad tropical que casi le causó la muerte y de la que felizmente se recuperó, pero que le dejó como secuela una mudez permanente. Disculpen este fallo en el protocolo y el sinsabor que pueda haberles causado.
Su piel… Suavidad de porcelana, nieve inmaculada, sonata de nácar. Sin más adornos que el pendiente de brillantes que mostraba en el lado descubierto de su hermosa cara, el amplio escote palabra de honor de su vestido Valentino de color rojo pasión ofrecía la generosa sinfonía sensorial de su cuello desnudo y sus magníficos hombros y brazos al descubierto. Imposible no recorrer con los ojos su piel blanca, sin mácula, la más fina de las sedas de Kawamata, en quimérica caricia, y deslizarse con la imaginación por su superficie, besándola hasta bordear el extremo del escote, y fantasear con asir aquellos pechos turgentes que eran como dos promesas de fuego español.
La mujer del embajador de Méjico clavó, inmisericorde, el fino tacón de aguja de uno de sus zapatos en el empeine del pie de su absorto marido. Cuando éste, dolorido, se inclinó para darse un pequeño masaje reparador, ella, en claro testimonio de que, en lo tocante a estrategias femeninas, parecen haber bebido todas en las mismas fuentes del saber, le susurró al oído:
―No me seas pendejo, que te pongo a caldo un mes entero. ¿Oíste?
La conversación iba pasando de un tema a otro y aunque, en vista de la revelación acaecida, ya nadie hacía preguntas a la mujer del embajador de España, ésta, no obstante, seguía siendo, incluso aún más, el foco de atención. Los hombres trataban de captar su mirada y de gozar del privilegio de recibir una de sus cautivadoras sonrisas.
Su aroma… Frescura de madrugada en el bosque, fragancia de rocío y amanecer de flores. Bruma disipándose con los primeros rayos de sol y abriendo paso a su insinuante perfume, bouquet floral, caricias de rosa de mayo y jazmín y un suavísimo toque, casi imperceptible, a vainilla, conjugando el embrujo de un Chanel número 5. Imposible no entornar los ojos y dejarse llevar por la fantasía si tenía uno la fortuna de caer atrapado en la deliciosa telaraña de sensaciones olfativas de su perfume.
En las postrimerías de la cena, los anfitriones habían dispuesto que se acompañaran los postres con un vino de la variedad moscatel de Bodegas Pinord, con notas de pétalos de rosa y miel. Uno de los camareros, con levita y pantalón azul, pajarita y con guantes blancos, se inclinó junto a doña María Cristina para llenar su copa y, azorado por lo que su elevada perspectiva le permitía columbrar hombros abajo de la española, derramó un poco de vino sobre su vestido.
Doña María Cristina dio un respingo:
―¡Pero qué coño haces, joder!
Los presentes quedaron estupefactos, perplejos, desconcertados, no tanto ya por el soez exabrupto, completamente impropio en un círculo tan distinguido, sino por haber sido voceado por una garganta supuestamente muda y, sobre todo, con una voz áspera, bronca, de barítono desafinado, con reverberaciones de orujo y cazalla, que clamaba al cielo que en aquel maravilloso cuerpo de doña María Cristina se agazapaba gato encerrado.
El señor embajador de España enrojeció al punto de parecer que fuera a estallar. Sus ojos eran como dos dagas al rojo vivo que se clavaban en los de María Cristina. Se levantó, la cogió por el brazo, balbuceó una disculpa y la sacó de allí a toda prisa, dejando tras ellos un mar de susurros, expresiones de incredulidad, risitas mal contenidas y acuerdos a toda prisa para no filtrar a la prensa lo ocurrido, por el bien de la carrera diplomática del embajador y las buenas relaciones entre sus respectivos países.
A los dos días de los sucesos acontecidos, la principal revista del corazón del país publicaba una instantánea a todo color del embajador con su mujer en la escalerilla de un avión. Bajo la foto, escribía un conocido comentarista de la prensa rosa: “El señor embajador de España y su hermosa mujer, doña María Cristina, toman el avión que ha de trasladarles a su nuevo destino en la embajada española en la República Popular de Mongolia. El diplomático español, que ha solicitado personalmente el cambio de plaza, mostraba una expresión seria y circunspecta, y parecía tener prisa por entrar en el avión. Su encantadora esposa exhibía esa sonrisa que nos ha cautivado a todos desde su llegada y vestía, con la elegancia y glamour que en ella son costumbre, un maravilloso abrigo largo de la colección Haute Couture de Fendi, diseño de Karl Lagerfeld, confeccionado con piel de martas cibelinas de los bosques de Rusia, de color diamante negro, brillante y suave, que parecía una deliberada prolongación de la espléndida cabellera azabache de la impresionante dama española.”

José-Pedro Cladera ©

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