martes, 3 de enero de 2017

navidad

                                                  EL   ACOMPAÑANTE

 Resultado de imagen de celador silla de ruedas


Cuarenta y ocho horas sin dormir: de la cama al sillón, del sillón a la cama; posponiendo la salida nocturna (negro presagio, con posibles asaltadores beodos) al hospital. La situación empeoraba. Siguiendo la exhortación de la médico de cabecera, me dispuse para acudir a urgencias. Me centré en la ducha (aunque el vaho me ahogase), en vestirme (de forma muy presentable) y en preparar lo imprescindible para un inminente ingreso. Nada más mal sentarme en el taxi, el joven arrancó veloz. Era un vivir sin respirar, pero mi cerebro me obligó a cerrar la puerta con presteza ante un accidente que sería la antesala de la asfixia. En un acto inconsciente, abrí la ventana. Entraba un sirimiri refrescante.
El celador me acercó una silla de ruedas. El instinto me aconsejaba dirigirme hacia los boxes, pero el cerebro, mi batuta, me mantenía con firmeza en el  lugar asignado. Fijé mi atención en la puerta de la oficina, no sé si respiraba… Por fin, me tomaron los datos y rápidamente me situaron en el box número 6. Apenas me dieron tiempo de ponerme la batita nueva, moteada, cuando dos enfermeras me alzaron a la cama. Y me colocaron el goteo con el antibiótico en el brazo izquierdo; en el derecho, el catéter para las extracciones de sangre; más mi salvación momentánea: la mascarilla del aerosol. La frenética actividad de las enfermeras era acompañada de un diálogo suave: que si estaba mejor, que si me seguía doliendo el pecho, si me llegaba el oxígeno… Yo asentía o negaba con la cabeza. Enseguida llegó el doctor. Según rellenaba una ficha, no apartaba los ojos de los tubos salvadores. En su quehacer ininterrumpido, me preguntó por mi acompañante. Con los ojos, le señalé la maletita, un weekend rojo, que descansaba en la silla. (El dicho de que los hombres sólo saben hacer una cosa cada vez, no es atribuible, por lo menos al Dr. Ricardo Maroto).
―¡Qué mujer más valiente, con el oxígeno al ras del suelo se presenta acompañada solo con su weekend! Parece como si respirara usted con el cerebro y su voluntad. Vamos  a duplicarle la dosis del antibiótico; triplicaremos los inhaladores y, cuando el nivel de oxígeno ascienda a un punto aconsejable, la llevaremos al cuarto oscuro para hacerle unas placas de sus pulmones. Ah, y quizá, si el proceso va bien (¡ojo!, que estas situaciones a veces se complican), podrá ir a casa con su bonita acompañante.
―¿Complicarse?
―Volveré pronto, a ver si todo avanza como  espero  ―el “volveré pronto” de un doctor, por lo menos esta vez, se hizo realidad.
―Le voy a dar el alta, pero con hospitalización domiciliaria. Corre el peligro de empeorar. La bronquitis aguda puede derivar en una neumonía.
―¿Una neumonía? ¡Oh, Dios mío!
Observó mi aflicción mientras llamaba a la enfermera para que me desenchufara.
―Tome la medicación que le he prescrito a pies juntillas (bueno, seguro que lo hará) y saldrá airosa de ésta.
Le agradecí el esmero y el cariño con que me había atendido y, mientras me dedicaba una sonrisa abierta, cerró la cortina.                         
Coloqué el informe en la maletita. Según volvía en el taxi de la vida, disfruté del paisaje: el sol brillaba a raudales, las ruedas hacían  crujir la alfombra de hojas secas; aspiraba una tenue brisa mientras acariciaba el nuevo billete para pagar la tarifa del pausado taxista
Había entrado medio moribunda en un taxi-ataúd y volvía, pletórica de vida y esperanza, en otro, oxigenado. Estaba dispuesta a dedicarme los cuidados de  una UCI, alejada, incluso, de los cariños de mi nieto. Sola, con la única presencia de la maletita ―lista, por si acaso, para otra salida intempestiva.

Isabel Bascaran Barachana ©                 
San Vicente de la Barquera, 4 de diciembre de 2016

                                   

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