martes, 3 de enero de 2017

navidad

PUDO OCURRIR EN EL MONTE CORONA

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En aquel tiempo, el Monte Corona era un bosque sin fin. Desde las cumbres más altas, solo alcanzabas a ver lomas y hondonadas perdiéndose en el horizonte, y allá, a lo lejos, la frondosidad del monte se fundía con las brumas grises que difuminaban la unión del cielo y la tierra. Solo hacia el norte, y en días limpios y despejados, las aguas del mar Cantábrico ponían pinceladas de azul en la estampa inmensa.
Batallones de robles gigantes pregonaban con su ancianidad el señorío del lugar, y hayas de esbelto talle agrupadas junto a ellos parecían seducirlos. Castaños y laureles trepaban por las laderas, mientras que los abedules y alisos buscaban canales y profundos riachuelos. Entre ellos, tilos y nogales, y servales, y cajigas, y acebos cargados de bolas rojas… Y salpicando el monte, en las simas y barrancos, pero siempre en solitario, el tejo mágico y sagrado, junto al cual  hacían los cántabros de entonces sus conjuros.
El suelo, de espesa alfombra confeccionada con hojas secas de muchos años, con helechos y tímidas flores silvestres que ocultaban la belleza  de sus pétalos tras musgos siempre húmedos, y líquenes de cien colores donde habitaban legiones de invertebrados, daba al bosque el olor acre y penetrante de su naturaleza salvaje.
Arriba, justo donde inicia su descenso la Canal de la Biércola, y como si fuera una calva del robledal, estaba la braña. Eran cuatro carros de tierra mal contados y, casi en el mismo centro de ellos, una vieja casuca mostraba al sol cuando lucía, y al agua cuando llovía, sus paredes de piedra, sujetas unas  a otras con cal y barro. La viga maestra del tejado dejaba sentir el peso de sus años hundiéndose  en el centro,  y las tejas de barro cocido, quebradas a causa de ello, obligaban a la mujer de la casa a poner un par de cacharros donde recoger las goteras que de otro modo  mojarían el jergón de hojas secas de maíz donde dormían. El camastro en un rincón y, sobre el jergón, dos mantas de pura lana donde dormitaban los gatos de la casa durante el día.
María cuidaba celosamente de que al menos uno de los dos cirios que tenía sobre un cajón de madera ardiera de continuo para ahuyentar a los malignos núberos, esos genios diminutos y malévolos que conducían hasta allí las nubes y las tormentas. Tanto como tenían de pequeños,  tenían de obstinados y caprichosos, y cuando, a pesar de estar las dos velas encendidas, seguían arreciando las tormentas, a la pobre mujer no le quedaba más remedio que quemar en la lumbre del llar alguna de las pocas hojas de laurel bendito que para tales ocasiones guardaba. Cuando el olor de laurel quemado inundaba la cocina, huían de allí los núberos,  llevándose con ellos los rayos y las centellas a lugares menos defendidos.
El suelo de la casa era de barro apisonado, y una pared, hecha de zarzo revocado de boñiga, separaba a los humanos de las bestias. La puerta de la casa era angosta, y un solo ventanuco dejaba pasar un tímido rayo de luz sobre el fogón, donde unas astillas de roble ardiendo daban calor a la única olla de hierro.
Tasio era partidario de que, mientras no llegaran los días fríos, la puerta debía permanecer abierta para que se ventilara el interior; pero María la cerraba de continuo por miedo a que volvieran los núberos de las tormentas. Y si no eran ellos, podían entrar los trentis, que las mujeres del pueblo decían que iban siempre vestidos con hojas y musgos, que comían endrinas del monte y panojas y que, cuando ya no las había en las tierras, se metían en las casas para robarlas y para levantar las sayas a las muchachas… Aseguraban aquellas mujeres que los trentis tenían la cara negra, que los ojos eran verdes como el musgo con que se cubrían, que en verano dormían bajo los abedules del bosque y en el invierno buscaban cobijo entre las peñas de las hondonadas.
La mesa donde comían separaba la cocina del dormitorio, y bajo ella buscaba el perro los mendrugos caídos a mediodía. Después de olfatear todos los rincones de la cocina, salía al sol de la calle, se enroscaba ante la puerta y, con mucha paciencia y finísimas dentelladas, iba matando alguna de las muchas pulgas que acribillaban su cuerpo escuálido.
Durante las noches de invierno, María y Tasio pasaban horas interminables sentados al calor de las brasas y, para entretenerse, asaban castañas, que pelaban y comían con parsimonia, mientras que de cuando en cuando sorbían, del tanque  que estaba sobre la mesa, leche recién ordeñada.
Hablaban de los últimos comentarios de los hombres del pueblo en la taberna de Blas: decían que, en unos riscos  cerca del mar de San Vicente de la  Barquera, un cúlebre atacó a dos hombres que pescaban percebes y mató a uno de ellos, mientras el otro, que pudo escapar, contó la tragedia a la gente que le escuchaba asombrada.
María, que escuchaba con toda atención cuanto Tasio le relataba,  volvió los ojos a la puerta de entrada, y después cerró el ventanuco. Cuando se le pasó el miedo que la historia de Tasio le provocó, volvió la mirada al techo, donde el humo intentaba escapar por entre las negras ripias del tejado, y se dio cuenta entonces de que los chorizos colgados del techo estaban bastante curados. Los descolgaría al día siguiente y los guardaría  en el fondo del arca de castaño entre las cáscaras secas de alubias, donde no pudieran alcanzarlos las uñas de aquellos gatos tan ladrones que tenían en la casa.
En primavera, cató Tasio las colmenas que estaban junto a la estacada, y apenas encontró miel. Aseguró María que le robaron las ijanas que vivían en la cueva aquella que estaba en la falda de una loma cercana; que sabía ella de muy buena tinta que eran unas glotonas y que por eso tenían las tetas  que tenían. Tan grandes y gordas como maconas, que, para poder andar sin que el peso las hiciera caer de bruces, las echaban al hombro al tiempo de caminar, y que si no eran tan malas como las ojáncanas, que pegaban y pinchaban a los ojáncanos hasta hacerlos sangrar, poco les faltaba.
Fue una pena que aquella primavera no hubiera más miel en los dujos, porque no podría cocinarle al “lambión” de Tasio tantos dulces como otras veces. Los pocos panales que cogieron tenía que llevarlos a Gullanu como todos los años, porque se acercaba la “noche de las anjanas” y de todo era capaz María, menos de dejar sin miel a sus brujas protectoras.
En medio de la braña de Gullanu estaba “la cajiga de los siete pernales”, y en torno a ella danzarían las anjanas aquella noche, iniciando así sus ritos de primavera.
Aunque nunca las había visto, María siempre estuvo segura de que irían hermosas y radiantes, vestidas de tul y gasa de blancura deslumbrante, con flores y cintas de seda adornando sus largas cabelleras. Deshojarían rosas mientras bailaban para que ningún transeúnte se perdiera en el bosque, para que los animales del monte no sufrieran epidemias y para que los árboles se libraran de los rayos con que los núberos los solían azotar. Tocarían con sus báculos mágicos las zarzas para que produjeran buena cosecha de moras, y al amanecer, antes de que nadie pudiera verlas, desayunarían la miel que María les dejaba,  junto con las perfumadas ”maétas” que crecían bajo los árboles…
A la mañana siguiente, María madrugó y corrió a Gullanu con la esperanza de encontrar algún pétalo de las rosas deshojadas, porque sabía que ser poseedora de alguno de ellos era garantía de salud y felicidad para toda la familia. Se sorprendió cuando descubrió que los panales de miel que tan primorosamente les había colocado en la escudilla de barro, estaban intactos. Ni rosas, ni pétalos, ni flores, ni hierbas pisadas que indicaran que las anjanas danzaron allí aquella noche.
María sabía que, antes de subir a Gullanu para danzar, las anjanas se bañaban en la poza de “Salvieju”, y corrió a comprobar si el agua olía a madreselvas, como olía todas las primaveras después que ellas se bañaban.
Caminando canal abajo, la mujer descubrió que los espinos y abedules habían perdido las hojas recién nacidas y que una legión de pájaros negros volaba sobre la poza. De repente, percibió que cuanta vegetación crecía en torno al agua se había secado, y era ensordecedor el graznar  de los cuervos y grajos junto a ella. Entonces las descubrió: blancas como la cera, transparentes como el cristal, cubiertas por el agua de la poza. La gasa de sus túnicas diluyéndose en el agua, y las flores de su pelo arrastradas por la corriente.
Remangó la saya a la cintura y entró en el agua tratando de socorrer a las anjanas. Cuatro, cinco, seis, siete… Como siete princesas muertas.
―Pero, ¿cómo?, ¿qué ocurrió? ―y sin esfuerzo alguno, levantó a la más próxima. Entonces la anjana se movió para hacer el último de sus prodigios, y la muerta respondió:
―Nuestro mundo se acabó, María. La gente ha dejado de creer en nosotras y ya no hay razón para seguir viviendo. Hoy morimos las anjanas y nace la mitología. A partir de este momento, no seremos más que leyenda de estos maravillosos montes cántabros…
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Jesús González González ©

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