domingo, 15 de enero de 2017

UNA VEZ SOÑE

LA GRAN BÚSQUEDA

Resultado de imagen de UN GATO Y UN PERRO JUGANDO EN EL PARQUE

El despertador sonó como todos los días, de manera estridente pero familiar a la vez, y con ello provocaba que yo saliera de mis sueños fantásticos.
Un día nuevo comenzaba y con él la rutina de aquel que simplemente espera a que la vida le sorprenda de cualquier manera. Lo primero, hacer la cama: es un arte que quede como si nadie se hubiera pasado las horas peleando con un viejo bucanero, tirándose de un avión o simplemente dando vueltas alrededor de la almohada. Después, el estómago hace su aparición en escena, anunciando que el microondas le manda mensajes de que el desayuno no está preparado.
Unos quince minutos después, te sientas en tu sitio de la mesa con tu taza de café soltando humo, las tostadas calientes aguardando esa maravillosa mermelada casera (que la amiga de tus padres te regala cada Navidad), y la vieja radio te informa de que la helada de anoche ha provocado que la imagen que ves por la ventana sea como una postal navideña.
Ya son las once de la mañana y tú sigues en pijama. Te avergüenzas de ti misma y te diriges a paso ligero hacia la ducha, pero, antes de tocar el frío pomo de la puerta, te intercepta esa bola de pelo color azabache que salta en tus brazos para darte los buenos días con un buen lametón e informarte de que necesita su paseo matutino. Tras varios intentos por despegar la lengua de Tango de tu cara, consigues tu destino y ya estás en el baño metida.
Ya has cruzado la puerta del portal con tu abrigo más calentito ―un gorro que ni el mismo zar de Rusia tenía en su armario― y la cara de alegría de Tango enmarcada por su movimiento de rabo intermitente. La sonrisa aparece en tu cara de manera inmediata, el día va mejorando por momentos y simplemente quieres correr y disfrutar de la libertad de ser tú en este instante cuando, de reojo, miras el reloj y te das cuenta de que tu paseo se alargó demasiado, que las tareas, el trabajo y el mundo real te esperan. Llamas a tu bola de pelo favorita y regresas a casa tras varios intentos de Tango por quedarse a jugar con su nueva amiga Yera (la nueva gata de la vecina).
Las horas transcurren de forma simple: mails, llamadas, algún que otro vistazo por la ventana y muchos clientes para los que siempre su problema es el más importante e imposible de solucionar y que, después de simplemente escuchar sin haber empezado a solucionar nada, ya están contentos ―misterio que todavía no comprendo pero sí contemplo todos los días laborables; y que agradezco de vez en cuando, para qué negarlo.
Vuelvo a casa con las baterías bajas ―las del móvil, portátil y sobre todo las mías―. Tras 10 minutos de reloj buscando mis llaves en ese extraño lugar que yo llamo bolso y mi madre desastre universal, consigo abrir la puerta, donde me esperan Tango y su movimiento intermitente informándome de que toca otro paseo. Así que, sin pensármelo dos veces, dejo mi bolso en el suelo y los dos bajamos las escaleras  corriendo, porque el paseo nos espera.
Ya son las once y todo lo que tenía que hacer hoy según mi agenda (la cual yo misma me impongo) está hecho. Me dispongo a dormir unas cuantas  horas soñando con cosas fantásticas, porque mi vida no me sorprende pero sí me gusta y no tengo por qué buscar ―o mejor dicho, soñar― una vida mejor. Porque simplemente tengo un gran regalo, que es el presente.


Jezabel Luguera González ©

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