jueves, 4 de mayo de 2017

"LA CONFESIÓN"

LA  CONFESIÓN
Resultado de imagen de Edelweisse

Lucía un día precioso, de esos que invitan a salir a pasear, por lo que decidimos subir a los Lagos de Covadonga. Nos encontramos con bastantes parejas jóvenes que, ataviadas con forros polares, botas de montaña y sus mochilas, se disponían a recorrer los circuitos más largos. Nosotros optamos, sin embargo, por el circuito de cinco kilómetros. En el recorrido, desoyendo la retahíla de mi esposo, recogí unas florecillas blancas, frágiles —semejantes a las Edelweisse de los Alpes—, con su tierra y sus raíces. Estaban resguardadas en las grietas de la roca, pero yo, adicta a las flores y sobre todo a las extrañas, recogí unas con sumo cuidado y las protegí en un tissue húmedo. Creo que nadie me vio, excepto mi fiscal.
En la tienda de souvenirs, compramos un precioso libro sobre los bellísimos parajes de Asturias. Atraída por los extensos lagos, me encaminé a verlos in situ. La verdad es que me decepcionaron un poco; no contenían ni la mitad de agua que mostraba el libro. Me descalcé, me enrollé el pantalón y entré en el agua (infringí, de nuevo, la ley), pero salí en un pispás, con los dedos amoratados y rígidos (un día de sol no había variado la temperatura invernal). Sobre nuestras cabezas, huían las sombras de las nubes: era como si Eolo las soplara con toda su furia, ya que pronto formó una capa espesa y baja. En escasos minutos, la niebla nos envolvió como a momias y las retinas se cubrieron de cataratas. Abrazados, con los pasos tanteando al unísono, avanzamos como tortugas hasta que nos topamos con una cabaña de pastores.  Entramos, las cataratas se tornaron negruzcas. Fuimos absorbiendo el sabor agrio: una mezcla a queso fermentado, a las ascuas no ha mucho extinguidas, y a las pellizas del pastor. Silenciosos, pensativos, sentados sin remilgos en el catre, nos percatamos de la relatividad del tiempo… Palpé mi alijo, los pétalos se sentían tersos, la tierra me humedeció los dedos: sí, se mantenía vivita. De pronto se iluminó el ventanuco: las nubes ya habían cesado su huida. La niebla se elevaba rauda. El coche se hallaba a tiro de piedra. Disfrutando de nuestros bocadillos, admirando el “prodigioso” fenómeno atmosférico, desperezamos nuestras piernas.
De regreso, hicimos un alto para visitar el santuario. El oficiante celebraba la eucaristía ante una decena de feligreses. Nos marchamos pronto, ya que el vocerío nos incomodó: parecía un stand de feria. Según llegábamos a la plaza, percibimos una música celestial que nos transportó al interior de la basílica. Los ojos fueron acomodándose a la penumbra. Nos sentamos y disfrutamos durante un buen rato de las angelicales melodías y deseé quedarme allí para siempre, como aquellos monjes que se cobijaban en sus confesonarios, ¿o eran figuras de cera? Me fijé en el más cercano: su hábito era [en verdad] de cera; mantenía un breviario en la mano izquierda, también amarillenta; su cara —cirio pascual— se asemejaba a “un mimo”. Me levanté a solventar mi duda: la mano de Malcolm quiso detenerme de otra locura. Cuando estuve cerca, extendí el brazo derecho, luego alargué el índice —como hacen los niños sin dominio de vocabulario— para tocarle la cara. En aquel instante cerró el libro, apagó la luz. Yo me hinqué de rodillas y le saludé con el “ave María Purísima”. Él pronunció el “sin pecado concebida”.
De reojo, me fijé en los ojos inquisitivos de mi marido.
“Padre, confieso haber robado una flor protegida por la ley.”
Él, a su vez, me preguntó si había quebrantado los Diez Mandamientos. Si había  ofendido a Dios.
Y entonces, comenzó la verdadera confesión.
           
San Vicente de la Barquera, a 20 de abril de 2017
                                      Isabel Bascaran

                                      

No hay comentarios: