sábado, 1 de julio de 2017

LA VISITA
Resultado de imagen de pasteles de monja

            En toda España no había clementinas más buenas que las de San Clemente de la Cantera, sin discusión. Los entendidos en estos asuntos coincidían en alabar su dulzura, nada empalagosa ni artificial, sino que manifestaba la cuidada y exquisita crianza que las caracterizaba. Existía la creencia de que el apelativo “de la Cantera” que figuraba en el topónimo del pueblo era debido a que, desde allí, en los buenos tiempos, se abastecía de clementinas a todos los lugares del país; pero no es cierto. La verdad es que el nombre del pueblo se debía a que lo fundó San Clemente de Canto, quien, por ser gallego, se colocaba siempre de perfil, no sabiéndose nunca si iba o venía. No es de extrañar, pues, que sus habitantes, para referirse a que alguien se desentendía de algo, pretendiendo no enterarse, en lugar de utilizar el tosco vulgarismo “hacerse el sueco”, usaban el mucho más castizo “marcarse un Canto”.
Las clementinas tuvieron su tiempo de esplendor. Ahora, con la crisis vocacional, quedaban en el convento no más de treinta. Pero la orden seguía ejerciendo un gran magnetismo para las postulantas, de forma que no era raro que algunas hermanas abandonaran otros conventos y tocaran a la puerta de las dulcísimas monjitas de San Clemente. Sin ir más lejos, ese fue el caso de sor Balbina, que inicialmente ingresó en las Cabezonas de la Cal, notorias por su terquedad, pero que un buen día sintió la llamada clementina. O también el de sor Remedios, quien, procedente del convento de Cotillas, conocido por la inclinación al chisme, decidió también entregarse a la orden del santo gallego de la citada propensión a los perfiles.
Amanecía en el convento de Las Virtuosas Clementinas de San Clemente de la Cantera. La nueva novicia no llevaba bien eso de los maitines. Oía la llamada de las seis, pero se le pegaban las sábanas y se volvía a quedar como un tronco. Sor Mari Carmen, que dormía en la celda contigua, como ya la había calado, le daba unos cuantos golpes en la pared a las seis y cuarto y entonces, invariablemente, la novicia se despertaba de nuevo, ahora sobresaltada, y tenía que lavarse a toda prisa —un agüilla por la cara para quitarse el sueño; no le daba el tiempo ya para más—, y hala, a hacer un pis a toda prisa, quitarse el camisón y ponerse al vuelo aquel sinfín de prendas: que si las medias, que si la sayuela, que si el manto, que si el rollo de la toca, y venga a correr pasillo abajo mientras se anudaba el cordón a la cintura y se colocaba el escapulario pasando la cabeza por la abertura. ¡Quién habría tenido la ocurrencia de inventarse un hábito tan complicado, con lo bien que irían con un chándal! —se decía a sí misma— ¡Total, si allí estaban en familia!
            Pasaban unos minutos de las seis y media y la abadesa —toda ella dulzura clementina— la estaba esperando en la puerta del coro, con los brazos en jarras y careto de malas pulgas. Esta novicia la había traído por la calle de la amargura desde el día que llamó, como postulanta, a la puerta del convento diciendo que había sentido la llamada y que quería dedicarse a la espiritualidad monástica. La abadesa no se fiaba mucho de la autenticidad de la llamada que decía haber sentido la recién llegada, pero, con las pocas vocaciones que se daban en estos tiempos, no era cuestión de decirle que no.
            —¿Qué, hermana Ana? ¡Vaya cromo! ¿A dónde pensáis que vais con el escapulario del revés y las sandalias desabrochadas, eh?
            —Ay, perdón, madre Isabel. Es que a estas horas aún tengo los ojos pegados —se disculpaba la novicia, mientras se abrochaba las sandalias y se colocaba debidamente el escapulario—. Ya está, madre Isabel. ¿Entro ya?
            —¿Entro ya, entro ya? ¿Pero es que habéis pensado que el coro es una discoteca? ¿Creéis que os voy a dejar entrar con esos mechones de pelo saliéndoos de la toca? ¡Venga: para adentro esos mechones! ¡Y esta noche os ponéis el cilicio! 
            —¡El cilicio, no, madre Isabel, porfa, porfa! ¡El cilicio no, que duele mucho! —imploró, espantada, la hermana Ana, a quien aún le dolían las heridas que el último mortificante artilugio le había dejado en un muslo, que casi en carne viva le había quedado a la pobrecita.  
            —Así aprenderéis a no llegar tarde y a venir arreglada. Y no me hagáis comprobar si os habéis puesto toda la ropa interior, ¿eh? Que como os vuelva a pescar…
            —Sí, sí, madre Isabel, os lo prometo: la llevo toda.
            La abadesa la repasó de arriba abajo con ojos escrutadores. La hermana Ana temblaba de miedo, por si se le ocurría comprobar lo de la ropa interior. Por suerte, la dejó pasar sin más registros ni cacheos. Al entrar al coro, el grupo de monjas la miró con sorna. Tomó asiento entre la hermana Angelines y la hermana Balbina.
Sor Angelines era de las veteranas en el convento. Años atrás, tomó el hábito para huir de un matrimonio no deseado, convencida de que en el convento maduraría hacia una nueva disposición de ánimo. Maduró. Ahora atesoraba sueños inconfesables, en los que aparecía en su ventana un caballero andante que la secuestraba y le hablaba en versos endecasílabos mientras retozaban por la hierba.
            —Pero mira que sois dormilona, ¿eh? Y nosotras aquí esperándoos.
            —¡Pssst! —le soltó por toda respuesta la novicia, con mirada displicente; que con la abadesa se tenía que aguantar, pero a las demás no les consentía ninguna licencia.
            A su otro lado, percibió la mirada acusadora, afilada como un cuchillo, de la hermana Balbina. Monja de pocas palabras, sor Balbina lo decía todo con la mirada. Tenía fama de echar mal de ojo. Se decía que, antaño, cuando mozuela de la primera tijera, un mozo quiso propasarse con ella, y lo miró de tal guisa que se le quemaron las córneas y quedó ciego. Desde entonces, iba por ahí el desgraciado palpando las mozas, con lo que, en justo castigo por su licenciosa osadía, recibía guantazos cada dos por tres. Tales eran los males de ojo que podía echar sor Balbina. Así pues, la hermana Ana tembló. Y calló.
            La madre Isabel hizo un gesto para que se levantaran, porque iba a dar comienzo a los cantos de maitines. Sor Mari Carmen —que de niña había cantado en el coro del colegio y se decía que una vez se le apareció Santa Cecilia, patrona de la música, para felicitarla por su timbre angelical y su perfecta afinación—, inició el canto con una nota sostenida que fue in crescendo y a la que se fueron sumando las demás profesas con desigual fortuna. En los árboles del jardín, los gorriones que allí pernoctaban se despertaron sobresaltados y salieron volando en bandada despavorida.
            Más tarde, en el refectorio, las monjas daban cuenta del desayuno con su proverbial apetito. Como estaba mandado por la Regla, guardaban un respetuoso silencio, roto únicamente por las sorbiciones de los humeantes tazones de leche, los chasquidos masticatorios de las tostadas con mantequilla y alguna que otra extraviada ventosidad de difícil contención y comprensible dispensa en esas tempranas horas del alba.
            La madre Isabel les comentó la novedad que les esperaba aquel día especial: a media mañana, recibirían la visita del vicario de San Clemente de la Cantera con sus acólitos, que venían al convento, comisionados por el obispo de la diócesis, para comprobar la veracidad del milagro que en él se estaba produciendo  todas las tardes coincidiendo con los cánticos de la hora nona. Se quedarían a comer en el convento y, después de la siesta, esperaban ser testigos de tan insólito fenómeno para poder dar fe de su existencia. Pues sucedía que todas las tardes, a esa hora, mientras las paredes del convento devolvían el eco de las angelicales, por más que desafinadas, voces de las monjitas, sor Eulalia entraba en trance y levitaba. No fallaba: tarde sí y tarde también, la hermana ponía los ojos en blanco, le entraban unos temblores extraños y allá iba, desafiando la ley de la gravedad, elevada por los aires; se daba un garbeo y volvía a su sitio de partida. Naturalmente, el hecho se mantendría en secreto hasta que hubiera sido debidamente verificado por la autoridad del vicario.
            Cuando llegó la comitiva, las hermanas esperaban, respetuosas y un poco nerviosas, en el patio del convento. Se abrió la cancela y entró, majestuosa y autoritaria, la figura del vicario, el venerado pero temido padre Jesús, apoyado en su bastón y con una expresión como diciendo que no se pensaran aquellas monjitas, con sus caritas de no haber roto un plato, que se la iban a dar con queso con eso de la levitación; que él estaba ya de vuelta de todo y aún tenía que nacer la monja que le diera gato por liebre. Tras él, con la mirada gacha y gesto sumiso al que les obligaba su humilde condición, sus tres acólitos: el padre Rafael, que llevaba las manos metidas en los bolsillos del hábito, porque su lema era Ora et labora, pero, convencido como era del trabajo en equipo, se reservaba para él la parte del ora y dejaba para los otros dos, inferiores a él en el escalafón monástico, la parte del labora; el padre Perico —que estuvo a punto de ser expulsado de la orden cuando le encontraron en su celda una revista Play Boy, que el padre prior se apresuró a confiscar y de la que nunca más se supo—, llevaba el portafolios del vicario y era el encargado de tomar notas al dictado; y el padre Javier, que llevaba cara de mala leche porque, como era el último de los tres en haber tomado los hábitos, le tocaba cargar con la cartera del vicario, que pesaba un montón porque nunca se desplazaba sin llevar con él una estatuilla en bronce de San Dominguito del Val, virgen y mártir —mas luego resucitado—, patrono de los monaguillos, a fin de que le recordara sus humildes comienzos en la cosa monacal.
            La abadesa dio la bienvenida al padre Jesús soltándole un pequeño discursito, pero pronto descubrió que la reputación que precedía a tan alta autoridad no era inmerecida:
            —A ver, madre Isabel, corte el rollo. En este convento, ¿a qué hora se come?
            En un rincón, la vista en el suelo y las manos recogidas con los dedos entrecruzados, sor Eulalia, ilusa ella, pretendía pasar desapercibida para que no le hiciera preguntas acerca de su peculiar milagro. ¡Poco sabía la pobre que nada escapaba a la mirada de lince del concienzudo padre Jesús!
            —¿Quién es la hermana esa que se dedica a volar por ahí?
Estaba claro que el señor vicario venía con actitud de lo más escéptica acerca del prodigio. Y sin esperar respuesta:
—Así que levitando, ¿eh, hermana? —preguntó con socarronería, dirigiéndose a sor Ana.
—No, no, yo no he hecho nada —respondió, subiendo los hombros y señalando con los ojos hacia la hermana Eulalia.
Hubo unas risitas contenidas entre las monjitas, que cortó de sopetón la mirada, perforadora y terrible, del padre Jesús.
—Bueno, bueno, ya veremos —zanjó el incidente el vicario.
Hasta la hora del almuerzo, la abadesa le acompañó en un recorrido por las distintas partes del convento:
—Mirad, padre: esas que trabajan allí, en la huerta, regando las legumbres y recogiendo frutas de los árboles, son la hermana Balbina y la hermana Mari Carmen. Ambas han sentido la llamada recientemente, pero creo que madurarán pronto.
—Ah, muy bien, muy bien. Oiga, y esos tomates estarán riquísimos, ¿no?
La abadesa hizo como que no le oía.
—Esas dos que veis ahí, en la cocina, elaborando nuestras afamadas pastas y dulces tradicionales, son la hermana Angelines y la hermana Eulalia. Con sor Angelines, hay que andarse con cuatro ojos —y a continuación bajó un tono la voz—: la pobre, a veces se siente tentada de sensualidad.
—Sí, sí, vigílela, que Satanás está siempre al acecho. Ya sabe lo que ordena la Regla para estos casos: a dormir con las manos fuera de las sábanas y a picar de palmas en la ducha. Oiga, ¡y qué bien huelen esas pastas que hacen! Espero que no nos iremos sin probarlas, ¿verdad?
La madre Isabel respiró hondo y no quiso regalarle la dádiva de una respuesta.
—Y esa que veis allí, tan atareada en su rinconcito, es la hermana Remedios. Ahí donde la veis, elabora el té más exquisito que hayáis probado en vuestra vida. Nosotras lo tomamos siempre después de comer, porque es muy digestivo; ya veréis. No os preocupéis, que, cuando os marchéis, os daremos de regalo un paquetito a cada uno junto con unas cuantas pastas y dulces.
—Eso está bien, madre Isabel; eso está muy bien. ¿Y ya puestos, no podría añadir una cajita de esas galletas de jengibre que veo que también tienen ahí?   

            Las monjitas, ciertamente, sabían cocinar —comentaron entre ellos en el refectorio—, y no como en su propia abadía, donde los hermanos cocineros no sabían hacer la o con un canuto y no les daban más que cremas de verdura y guisos de patatas. Las monjitas, en cambio, les agasajaron con sabrosas hortalizas de la huerta, carnes exquisitamente cocinadas, un vinillo que había que ver cómo se cuidaban las hermanas, y unos postres que estaban para chuparse los dedos. Y el té de sor Remedios, ¡para qué hablar!: el mejor que habían probado nunca.
Tras el almuerzo, se retiraron a descansar y dormir la siesta, a fin de estar en plenas condiciones para el gran acontecimiento.
             A la hora nona, los cuatro frailes estaban sentados en primera fila para no perderse detalle. Tras ellos, las hermanas elevaban sus voces atonales. Frente a todos, sor Eulalia, arrodillada, los brazos en cruz, la cabeza ligeramente ladeada y mirando al cielo, sentía ya como le iba llegando el trance.
            Las monjas, acostumbradas ya al cotidiano portento, no le prestaban mayor interés. El padre Jesús y sus tres humildes acólitos, en cambio, comenzaron a sentirse realmente nerviosos cuando pudieron constatar como sor  Eulalia comenzaba a tiritar y todo su cuerpo parecía como si se estuviera estirando, como perdiendo gravidez. De repente, aparecieron unos estigmas sangrantes en las manos de la monja, sus rodillas se despegaron del suelo y se fue elevando sin perder en ningún momento su posición genuflexa y contemplativa. Atónitos, contemplaron como sor Eulalia, efectivamente, levitaba con un ligero temblor. La fueron siguiendo con la mirada mientras hacía algunas evoluciones sobre sus cabezas; luego, como ascendía majestuosamente unos metros, daba una voltereta en el aire y salía por una de las ventanas, que estaban abiertas para mitigar el calor estival, desapareciendo de la vista, para reaparecer poco después por otra ventana en el lado opuesto del recinto.
            Lentamente, sor Eulalia fue descendiendo hasta quedar de nuevo arrodillada en el mismo sitio del que había despegado; pero, en su maniobra de aterrizaje, golpeó la imagen en yeso de Santa Inés de Roma y la rompió. Una vez en tierra, sus temblores fueron desapareciendo, sus ojos dejaron de mirar hacia arriba, sus manos descansaron y regresó de su trance. La levitación había acabado. Como cada tarde.
            La madre Isabel estaba furiosa. ¡Rota la imagen de Santa Inés, la pobrecita, que permaneció virgen pese a haber sido sentenciada a vivir en un prostíbulo, porque, cada vez que la exponían desnuda, los cabellos le crecían de manera que tapaban su cuerpo y el lascivo aspirante se espantaba y se marchaba! Y claro, como no podían beneficiársela, la degollaron.
—¡Rota, rota nuestra imagen de Santa Inés! ¡Ved lo que habéis hecho! ¿Es que no podéis mirar por dónde voláis o qué?
            —Que no, madre, que estaba en trance y no veía nada.
            —¡Excusas! —y la castigó a postrarse de bruces en el suelo, con los brazos en cruz, hasta que la avisara.
            Ni el vicario ni ninguno de sus tres monjes acólitos podían pronunciar palabra. Las monjas les lanzaban miradas no exentas de cierta guasa, como diciendo que ya se lo habían advertido. Sor Ana, por aquello de que aún no dominaba el protocolo, les comentó:
            —Qué pasada, ¿no? A mí me molaría levitar.
            —¡Hermana, silencio! —la conminó la abadesa, y su mirada, de nuevo, presagiaba cilicio.
            Decididamente: era un milagro. El vicario padre Jesús conferenciaba con sus acólitos y les hacía partícipes de que lo más probable es que hubiera que beatificarla. Con esos antecedentes y el informe que elevaría a las autoridades, seguro que la beata Eulalia acabaría siendo el orgullo del convento, del pueblo y del país entero. Peregrinos de todas partes harían cola para comprar las yemas de la beata Eulalia y las figuritas de yeso de la monja que, en posición de rodillas, colgaría del techo por un hilo de pescar, en imaginativa alusión a sus levitaciones. Si había suerte y conseguía morir virgen  —tarea nada fácil, dadas las tentaciones de la vida moderna— y sobre todo mártir, hasta podría acabar siendo nombrada patrona de los pilotos de vuelo sin motor. Contrariamente a lo que habían temido, la visita había sido un rotundo éxito.
            A su partida, tal como les habían prometido, les entregaron a cada uno una bolsa con pastas de cabello de ángel, dulces de hojaldre con crema pastelera, galletas de jengibre y un tarrito con las hierbas para preparar el té de sor Remedios. El padre Javier seguía con cara de mala leche, porque ahora, además de acarrear la imagen en bronce de San Dominguito del Val, le habían encomendado que cargara con las cuatro bolsas de regalos.
            —No es justo —se lamentaba—, siempre me tiene que tocar a mí.
            —Ora et labora, hermano Javier, ora et labora —le sermoneaba el padre Rafael.
            —¡Qué pasada! — susurraba la hermana Ana al oído de sor Mari Carmen— Me encanta como pronuncia el griego.
            A través de una de las ventanas abiertas del coro, llegó la voz angustiada de sor Eulalia:
            —¡Madre Isabel, madre Isabel, que me estoy haciendo pis!
           
            —¡Qué monjitas tan encantadoras! —comentaba el vicario en el tren, viaje de regreso, mientras degustaba ya una de las galletas de jengibre.
            —A ver si hay suerte y nos vuelven a mandar para hacer una segunda comprobación —soñaba el padre Javier, pensando que no había comido tan bien desde que se marchó de casa para tomar los hábitos, con gran disgusto de sus padres y de su novia embarazada.
            —Y estos regalos, ¿hay que compartirlos con los demás frailes? —preguntó el padre Perico, que, como había ido al seminario en Cataluña, se había vuelto de la virgen del puño.
            El padre Rafael, que era muy de leerlo todo, se entretenía estudiando la etiqueta del tarrito de hierbas para el té de sor Remedios. Llamó la atención del vicario:
            —Padre Jesús, mire lo que pone aquí.
            —Pero, hombre, ¿no ve que estoy dormitando?
            —No, no, mire, mire lo que pone: “Ingredientes: té de romero, cannabis, mescalina y LSD”.
            —Bah, yo no entiendo de hierbas. Está bueno, ¿no? ¡Pues qué más da!


José-Pedro Cladera ©

2 comentarios:

lns Ángeles Sánchez Gandarillas dijo...

¡De puro milagro no me encierran en un centro de salud por reírme sola a mandíbula batiente a altas horas de la noche que no vea, porque no veas lo que resuena en el patio de luces de mi edificio. ...Y, si ademas, me oyen decir que aseguraba que alguien levitaba en estos tiempos y algo sobre un té tan especial con el que se cura todo y que conozco a quien lo distribuye, la policía antidroga me hubiera hecho un interrogatorio en tercer grado...
Cada vez soy más consciente de que nuestro grupo de taller de escritura es un milagro de artistas de lo mejorcito del mundo.
Eres, sois magníficos, incluso la cachava del vicario incrédulo.
Padre Perico, por favor, siga adelante porque la diversión bien escrita nos hace levitar en un Carpe diem laico.
Abrazo a la congregación y representante vicarios y me retiro a mi celda a puerta cerrada y ventana abierta con la sensualidad sujeta al cinturón de castidad y con el permiso de la abadesa.
Abrazo casto.
.

Padre Perico dijo...

Ja,ja,ja, sor Angelines. Cuidaos mucho y venced las tentaciones. Amén.

Y ahora que no nos ve el vicario, un fuerte abrazo.

Padre Perico