lunes, 23 de octubre de 2017

Verano

EL  VERANO

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Esta vez sí me acordé de comprar las velas por si volvían a saltar los plomos.
El día diez de agosto, encendí una vela a modo de oración, pero una ráfaga de aire frío nos hizo temblar a las dos. Según el dictamen del doctor, Peter no viviría más de tres meses.
La cera caía deshecha en lágrimas. A veces, el pábilo se tornaba blanquecino, lánguido, como si la tez de Peter tomara ese matiz. Cuando éste tosía, la llama chisporroteaba y otra vela era encendida con el resquicio de la moribunda. La estancia se iluminaba con dulzura y el semblante de Peter se relajaba con el efecto de la morfina. Y así, una mano mágica mantenía la luz encendida y la enfermera portaba la bandeja con la jeringa aliviadora. La habitación se iluminaba durante breves duermevelas; las celadoras se esmeraban en cambiar el hedor de las sábanas por otras que esparcían el aroma de la lavanda inglesa; eliminaban el sudor frío y acre por el perfume antiséptico de las toallas y del pijama del enfermo. Peter retomaba el diálogo entrecortado sobre los cumpleaños que se acercaban y que él  quería comprar... La vela hizo un guiño con la ráfaga que entró con el brío de Yvonne. Ésta llegó con los brazos abiertos, una sonrisa amorosa que se fundió con la de sus hermanos: Peter y Malcolm. Todo fue luz, perfume, dulces palabras, caricias temblorosas. La vela era cera derretida, las manos de Peter iban enfriando aquellas que se las abrigaban; las sábanas marcaban el perfil de las piernas esqueléticas y rígidas; los ojos, aún abiertos, se tornaron viscosos; una secreción sanguínea y un temblor raudo surcaron su cara serena… 
Ardieron tres velas  durante los diez días de calvario.

Malcolm viajó en tren a casa de Roy. Acababan de proporcionarle una cama articulable para que no quedara sin resuello al  subir las escaleras. Sus hijas y yernos hicieron un lugar de acampada en el salón donde la vida transcurría en una conversación trascendente. Carolyne, con la palmatoria cerca de la querida cara de su esposo, negaba el trance por el que estaba pasando su amor. Malcolm trababa de apaciguar el dolor manifiesto en las manos encrespadas de su hermano. No llegaba la morfina, por lo que Carolyne cubrió los labios sangrantes, los gritos alocados, los ojos siniestros de la muerte con un lienzo. Formando un triángulo con las manos, trataron de inocular vida a las dos manos moribundas. Carolyne le agradecía su lección de amor: hacia ella, hacia sus hijas… Aquella sonrisa que flotaba por la estancia. Aquel calendario, con las fotografías de todos los familiares: obra de arte, que ahora heredarían… Malcolm se reía, en parte, para ensordecer LOS PORQUÉS del moribundo; en parte, para aliviar la atmósfera de la habitación, tarareando  el himno del Liverpool.
Y, por fin, el doliente cesó en su sufrimiento: “Que me duerma y no despierte jamás”. Y durmió durante treinta y seis horas de un tirón...
              
San Vicente de la Barquera, a 3 de octubre de 2017
                    Isabel Bascaran                              

                                

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