miércoles, 22 de noviembre de 2017

Infancia




LA INFANCIA
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            Sí, sí, ya sé que todos vais a contar lo felices que fuisteis en vuestra infancia, los recuerdos de la abuelita haciéndoos galletitas, vuestros jueguecitos en el parque y todas esas cursilerías. ¡Chorradas! Con el paso de los años, todos tendemos a idealizar cualquier tiempo pasado. O a lo mejor es que, al hacernos mayores, nos flaquea la memoria y sólo nos acordamos de lo que nos interesa. Pues bien: yo sigo conservando muy buena memoria y digo solemnemente que mi infancia fue, de largo, la peor época de mi vida. Así de claro. Y os explico por qué.
            Para empezar, llevaba yo un montón de meses la mar de a gustito metido en un líquido calentito, sin nadie que me incordiara, comiendo sin parar cuanto me venía en gana a través de un cordón que me salía del ombligo, cuando, así por las buenas, sin preguntarme y sin tener en cuenta para nada mis preferencias al respecto, de repente, empiezan a empujarme como bestias para sacarme de allí a trompicones. ¡Huy, por favor, qué daño! ¡Y hay que ser tontos! Porque, digo yo: si tú quieres sacar un cerdo del corral, te asegurarás de que la puerta sea más grande que el cerdo, ¿o no? Pues a mí se empeñaron en sacarme por un boquete mucho más pequeño que mi cabezón, y claro, se me aplastaba la cabeza, se me contorsionaba y deformaba todo el cuerpo, y se armó la de Dios es Cristo hasta que me sacaron de allí. O sea, que aún no había nacido y ya me estaban puteando.
            Pero la cosa no había hecho más que empezar. No hago más que asomarme a este mundo y va una tía sádica, me coge colgando por los tobillos y me empieza a sacudir palos en el culo hasta que, naturalmente, arranco a berrear a pleno pulmón. Y no le digo lo que pienso de ella porque aún no sabía hablar, que si no, la pongo a parir. ¿Alguien me puede explicar si esto es forma de tratar a alguien que acaba de llegar y no ha hecho mal a nadie? ¿A hostia limpia? ¡Por favor…!
            Y luego, va la tía sádica y me coloca sobre una báscula. Y yo me digo: “Oh, oh, esto se pone feo. Me van a vender a peso. Ahora entiendo por qué me retenían tantos meses allí dentro sin dejarme salir: me estaban cebando para sacar más pasta por mí. ¡Qué gente más mala!”
            A partir de aquel aciago día, ¡mal rayo lo parta!, en que nací, las cosas parecieron conjurarse para hacerme la vida imposible. Ya de entrada, me pusieron a dieta fija. Variedad: cero. ¿A que a ninguno de los presentes le gustaría comer todos los días lo mismo? Pues a mí, como no podía protestar porque acababa de nacer y aún no había aprendido a hablar, pues hala: teta para desayunar, teta para almorzar, teta para merendar, teta para cenar. Y encima, tomándome por imbécil, porque, para despistar, creyendo que así me iban a engañar, me cambiaban la teta de vez en cuando para que pensara que mi dieta era más variada; pero el menú era siempre el mismo. ¡Manía que tienen los mayores de pensar que, porque somos pequeños, somos tontos! Harto acabé de tragar siempre lo mismo. Cuando llegaba la hora de comer, yo siempre pensaba: “¡ay, qué a gustito me comería ahora un bocata de jamón!” Pero, claro, como aún no tenía dientes, el asunto era complicado. Tropecientos meses sin comer otra cosa que la teta y luego, cuando ya le has cogido el gustillo y creces, ¡a sudar tinta para conseguirlas! ¡Mierda de infancia! No quiero ni acordarme.
            Después de tan sabrosas y variadas comidas, me tumban en una cuna que parece una cárcel, rodeada de barrotes por todas partes, y con elementos de tortura que parecen diseñados para destrozar mi recién estrenado sistema nervioso: sonajeros que me machacan los tímpanos; cascabeles que suenan a la que muevo un músculo, ¡como si fuera una ternera en vez de un bebé!; una cámara que me espía toda la noche, ¡como si fuera a escaparme, hay que ser idiotas! Y me meten en la boca un pedazo de goma que llaman chupete y que no es otra cosa que una mordaza para que me calle y les deje ver la peli en paz. ¡Después dicen de Guantánamo! No hay nada peor que ser un bebé.
            Luego me sacan a pasear y claro, como son tan malos, a ver cómo se las ingenian para jorobarme bien. Cada dos por tres, la misma historia: la amiga de mi mamá que me coge la manita y empieza a hacerme preguntas inquisitoriales y con una mala leche increíble: “Huy, qué mono, ¿a quién te pareces, que me recuerdas mucho a alguien?” ¡Gilipollas! Será al butanero, si te parece. Además, ¡cómo voy a contestar si aún no sé hablar! Y encima, con comentarios de lo más estúpido: “¡Huy, mira, tiene todos los deditos!” ¡Coño, pues claro! No me iba a dejar alguno olvidado dentro, ¿no? “¿Cuántos tienes tú, maja?”, me hubiera gustado preguntarle a la tonta de turno; pero claro, no sabía hablar todavía. De eso se aprovechan, que si no…
            Un día me llevan a la consulta del pediatra. Ni corto ni perezoso, me planta en una mesa boca arriba, en pelota picada, y me empieza a examinar la pilila como si fuera un bicho raro. ¡Será imbécil el tío! ¡Que sólo tengo cuatro meses, capullo! ¿Qué esperas encontrar, la de Nacho Vidal? ¡Y venga a pincharme! Que si la vacuna de esto, que si la de lo otro… Y yo, claro, llorando a moco tendido; y todos aquellos sádicos a mi alrededor diciéndome: “No es nada, ya pasó”. ¿Ya pasó? A hostias me liaba yo con todos vosotros; pero, claro, como sólo tengo cuatro meses…
Yo ya probaba a pelear por mis derechos, ya; no vayáis a creer que no lo intentaba. Cada vez que me humillaban poniéndome en pelotas boca arriba, agitaba brazos y piernas frenéticamente intentando colocar algún gancho de izquierda o alguna patada de taekwondo en la cara de alguien; pero como los mayores son tan tontos, encima se reían: “Mira, mira cómo agita las piernecitas, qué monada”. ¿Monada? Porque mis piernas son muy cortas, que si no, te comes los dientes, te lo digo yo. A falta de fuerza bruta, a veces conseguía vengarme meándome súbitamente en las caras de los que me torturaban. Y encima, les hacía gracia: “Mira, mira, que chorro tan grande le sale de una cosa tan chiquita”. ¡Los odio! No he visto cosa más tonta en los días de mi vida.
Después, un buen día, como ya se habían quedado sin ideas sobre cómo fastidiarme, se les ocurrió que tenía que andar erguido, ¡con lo cómodo que yo iba a gatas! Me colocaron una chichonera en la cabeza y, hala, a darme trompicones por toda la casa. Y cada vez que me caía, tenía que aguantar las mismas chorradas: “No os preocupéis, que no le pasa nada, que los niños son de goma”. ¿De goma? Sadismo puro: cuando ellos se caen no dicen lo mismo, no. Sólo cuando me caigo yo. Claro, como soy pequeño…
Con el tiempo, todo eso lo soportaba ya estoicamente. Pero, insisto: lo que peor llevaba es no tener dientes; porque venga a ver cómo ellos se atizaban hamburguesas, y bocatas de chorizo, y patatas fritas, y gambas al ajillo… Y yo, “hala, nene, hora de la teta”. Porfa, porfa, que me salgan los dientes, que  no puedo más.
Después estaba la tortura de los cuentos. Mira, con lo de los cuentos es que no puedo, ¿eh? Me supera. Primero, no me enteraba de nada de lo que me contaban. Yo me decía: “¡si aún no sé hablar!, ¿para qué leches me cuentas esas historias si no me entero?” Pero ellos, a lo suyo. ¡Y me contaban una de tonterías! Claro, como era pequeño, tenía que ser tonto. Primero me contaban no sé qué chorrada de tres cerdos que se querían hacer una  casa para que no se los comiera un lobo, y cada cual era más tonto que el otro y hacían una mierda de casas que no servían para nada. Estaba yo tan harto de oír la misma historia que tenía ganas de que el lobo se los zampara de una puñetera vez y me contaran otra cosa. Después cambiaron a otra chorrada, de una niña que le llevaba la merienda a su abuela y resulta que la abuela era un lobo disfrazado, y la niña, como era tontalaba, no se daba cuenta. ¿Pero alguien se puede tragar esas gilipolleces? Y ellos decían: “Si es que le encanta el cuento de los tres cerditos; y el de Caperucita. Cuando se los contamos, se duerme como un angelito”. ¡Tontos del culo! De puro aburrimiento me dormía, claro. ¡Eso no hay bebé que lo aguante despierto, hombre!
En fin, si yo os contara… Pero ¡para qué os voy a cansar! Lo que sí os digo es que cuando oigo esas tonterías de que la infancia es tan bonita, y tan bucólica, y tan pastoril, yo digo: “¡Y una mierda!” Nos echan de sopetón a este valle de lágrimas para sufrir y, para que nos vayamos haciendo a la idea, se inventaron la infancia.
Menos mal que más tarde, por fin, crecí y descubrí a las niñas, que si no…


José-Pedro Cladera ©

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