miércoles, 22 de noviembre de 2017

infancia

INFANCIA
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Defino infancia: su origen es de la palabra latina “infantia” y es la etapa de la existencia de un ser humano que se inicia en el nacimiento –o sea, el día que nació el okupa, que me lo digan a mí, inolvidable hasta el día de hoy– y se extiende hasta la pubertad. Me he informado y, resumiendo, viene a decir que me quedan muuuchos años de soportarle. El concepto también se emplea para nombrar a la totalidad de los niños que se encuentran dentro de dicho grupo etario –no, no es despectivo hacia él; me he vuelto a informar y significa “edad”–. Yo también pertenezco a dicho grupo, pero ¡soy normal!

Este pasado verano, mis padres nos llevaron quince días al Campamento de Infancia Las Montañas, para que sintamos los beneficios de la madre naturaleza. Nombre atrayente, ¿eh?, pero montañas, montañas, no había; bueno, si engurruñabas los ojos y, con un poco de imaginación, las veías, allí a lontananza y difuminadas en tonos malvas, como en las pinturas al óleo. ¡Yo que me imaginaba como Heidi, corriendo descalza en lo alto de una verde colina, empujando al okupa –sin querer queriendo, ¿eh?, y sin cantar abuelito dime tú– y contemplando cómo rodaba el tierno infante! Un chasco, mi gozo en un pozo. Ya se me ocurriría otra opción, aún quedaban quince días.
Por las noches, con los monitores del campamento, nos sentábamos alrededor de una hoguera, contando cuentos de miedo que hacían reír. Durante el día, montábamos a caballo, plantábamos verduras en un huerto..., mi hermano, se dedicaba a la vida contemplativa u observaba –bueno, no sé; cualquiera entra en su voluminosa cabeza. Es y será un misterio–. A la hora de la comida, todos juntos, sentados en largas mesas de madera, nos ponían platos para compartir. Okupa decía que él no compartía; y menos la lechuga, que eso verde no era un plato.
El Campamento Las Montañas (inexistentes) era una granja escuela. Los monitores nos dijeron que preparásemos cada uno un trabajo para el último día de la quincena. Había gallinas, patos, cerdos, corderos, vacas, burros… y muchas moscas, ¡claro! Mi trabajo consistió en observar cómo incuban las gallinas sus huevos, cuándo deponen cluecas (esto lo ignoraba: ¡cluecas!). Fue fantástico: tarda veinte días en nacer el pollito –deben de recibir mucho calor de la gallina–, rompen la cáscara, tardan nueve horas en salir del huevo; picando, picando y como por arte de magia, asoma un diminuto pollito amarillo, piando, con torpes movimientos, despojándose de la dura cáscara. Este fue mi trabajo, que expuse al final, delante de todos nuestros padres, el último día. ¡Me aplaudieron y todo!
¿El okupa? Subió a la especie de escenario rural improvisado con un gran bote de cristal trasparente que dejaba ver en su interior una masa negra; éste, en una mano. En la otra, un matamoscas. El público allí presente aplaudió –nos lo hacían a todos, ¿eh?–. Cese de aplausos. Silencio. Más silencio. El okupa se quedó colgado como el botafumeiro de Santiago de Compostela, moviendo su tierno piececito derecho, adelante y hacia atrás, lentamente, una y otra vez –esto significa... !peligro!–; está ausente, su mente viaja a no se sabe dónde –entra en éxtasis así, a pelo, sin doparse–. Al grito de “¡tú puedes, Guillermo!” –el de mi padre, claro–, okupa cesó el innecesario desgaste de suela, mirada hacia el suelo y se lanzó:
–Poz aquí tengo dozcientaz trece mozcaz. Laz he cazado yo zolo con ezto –blandió el matamoscas de plástico anaranjado, made in China, a modo de espada–. Hay trez tipoz de mozcaz: laz zumbonaz, hacen ruído, ze eztampan contra laz ventanaz, pin, pan, pin pan; laz pegajozaz, ezaz ze te ponen en el pelo, la boca, en el flan del otro día, de poco me como una, pero la ezcupí, toda pringoza, huuaag, eztaba morida, la tengo con laz demáz, en ezte tarro; y laz que giran y giran, zin ruído, volando en mitad del cuarto de laz literaz, zon máz fácilez de cazar, zon tontaz y ahora laz voy plantar, para que crezcan.
Tras esta disertación académica magistral, silencio, de nuevo roto por los aplausos de mis padres, seguido por los demás, por pura cortesía. Mi hermano se vino arriba, dando saltos y más saltos de alegría al grito de: “¡Aquí, aquí eztan todas, en el tarro, hazta la chupada!
Yo pensaba: ¡qué pena, no tener cerca una verde e inclinada colina!

                                                                                    Ana Pérez Urquiza©


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