miércoles, 22 de noviembre de 2017

infancia

LA INFANCIA
Resultado de imagen de maleta de rayas

Andrea era una princesa rodeada de una numerosa familia. Sus tías le enseñaron el “Ángel de la Guarda, dulce compañía…” y yo fui aportando mi granito  de arena a aquel dulce angelito. ¡Era tan alegre y agradecida! ¡Pero tan adicta a los caramelos! Sabía que la desterrarían cincuenta kilómetros, a la antesala de la muerte, hecho que la horrorizaba.
Llegaba “Agustínpolitxe” empujando su chirriante carrito de madera con el mostrador acristalado. Andrea sopesaba las posibilidades: ¿cómo gastar el pequeño tesoro con el que el tío Miguel le había pagado sus encargos? Quería algo –mejor: mucho– rico, bueno y barato, y lo hallaba. El primer dulce lo saboreaba con parsimonia; luego, las papilas gustativas y la azucarada lengua daban paso a los dientes trituradores y, cris-cras, cris-cras…, iban horadando la dentina, quedando ante sus ojos apenados el palo de los chupachups. Corría a la fuente con lava en su boca.
La maleta rayada la esperaba sobre la cama. Andreíta se tragaba las lágrimas y agachaba la cabeza como si fuera un corderillo hacia el matadero. Ni los chicles, sin azúcar, que le daba el dentista para asentar los empastes la consolaban; ni los mimos, los besos, y los desvelos de los tíos podían con aquella cara mustia. Anhelaba volver para besar la carita de su nuevo hermanito, arrebujarse en la cama con su madre y dormir, dormir, dormir. Lejos de las sirenas de las fábricas de Durango, lejos de los robots que se dirigían al trabajo. En la aldea, ladraban los perros: sí; sonaban las esquilas de los becerros: sí; olía a abono; sí. Pero cantaban los pajarillos, olía a pan recién hecho, resplandecía el sol sobre los pañales de los bebés.
El paisaje fue impregnando sus ojos de rocío. El monte Urko empezaba a maquillarse con las primeras granizadas; luego, se embellecía con las capas de nieve, y Andrea añadía el colorete de sus manos y mejillas.
Y los días se enfriaron más con la marcha de sus tías, pues se llevaron sus cuidados, sus abrazos. La tormenta se mantuvo “erre que erre” sobre el monte Urko.  El sacerdote, con su sotana negra, llegó con los santos óleos. Andreíta –la niña de sus ojos– y su padre presenciaron la sagrada unción. El tío Miguel con la cara serena, murió en paz. El monte fue mostrando un semblante más amable, al igual que las de los padres de Andrea, ya que el hijo pródigo había vuelto a la casa del Padre.
“Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me dejes sola ni de noche ni de día”, rezaba en silencio Andreíta.
La niña-robot vagaba entre las habitaciones vacías queriendo encontrar caricias escondidas, mas todo estaba frío, muerto.
Solo los gorjeos del bebé le llegaban al alma. Era una isla entre dos archipiélagos: los mayores se contaban sus cuitas, alejados para que Andrea no se acercara al oído de su madre; los pequeños eran felices jugando al trompo, a la pelota, a los saltos –emulando a los atletas de moda–. Y Andrea, a pesar de la cara inquisidora de su padre, leía y releía los cuentos enternecedores de príncipes y princesas. De día, Andrea volvía a la realidad. Después de las clases, se divertía jugando con las amigas: que si “al pañuelito”, que si a “la comba”, que si a “las tabas”. Y tan pronto llegaba a casa, subía, volando y jadeando, a contarle a su madre cómo la señorita solterona, con la ayuda de las alumnas mayores y con las persianas bajadas, estaba aprendiendo a andar en bici –qué risa, ¿verdad, mamá?–. Y mamá le sonreía y acariciaba sus caras.  Nada podría malograr aquella estampa: La Madre, el Niño y el angelito.
“Ángel de la Guarda, dulce compañía…”
Y Andrea disfrutaba con sus vecinas, repujando con sus cuerpos angelitos en la nieve inmaculada y resplandeciente. ¿Se podía embellecer la naturaleza? Ellas opinaban que sí y admiraban su trabajo de escultores, embelesadas. Unas palmaditas en el hombro la sacaron de su embelesamiento: don Juan Carlos la apremiaba a que le guiara donde su madre.
El doctor volvió a lavarse las manos en el aguamanil, y con sus katiuskas, su tabardo, sus guantes y su pasamontañas puestos, se despidió dirigiéndose a cada uno por su nombre. ¿Por qué se marchaba su padre con él?
Treparon al piso de arriba, entraron a trompicones en la habitación principal.  Su madre lloraba, el bebé berreaba. La prole se convirtió en piedra. Poco a poco,  fueron acariciando aquel pecho hundido del precioso niño.
“Ángel de la Guarda, dulce compañía, no le dejes solo ni de noche, ni de día“ –suplicaba Andrea.

                                    San Vicente de la Barquera, a 13 de noviembre de 2017
                                            Isabel  Bascaran©


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