LA INFANCIA
Andrea
era una princesa rodeada de una numerosa familia. Sus tías le enseñaron el “Ángel
de la Guarda, dulce compañía…” y yo fui aportando mi granito de arena a aquel dulce angelito. ¡Era tan
alegre y agradecida! ¡Pero tan adicta a los caramelos! Sabía que la
desterrarían cincuenta kilómetros, a la antesala de la muerte, hecho que la
horrorizaba.
Llegaba
“Agustínpolitxe” empujando su chirriante carrito de madera con el mostrador
acristalado. Andrea sopesaba las posibilidades: ¿cómo gastar el pequeño tesoro
con el que el tío Miguel le había pagado sus encargos? Quería algo –mejor:
mucho– rico, bueno y barato, y lo hallaba. El primer dulce lo saboreaba con
parsimonia; luego, las papilas gustativas y la azucarada lengua daban paso a
los dientes trituradores y, cris-cras, cris-cras…, iban horadando la dentina,
quedando ante sus ojos apenados el palo de los chupachups. Corría a la fuente
con lava en su boca.
La
maleta rayada la esperaba sobre la cama. Andreíta se tragaba las lágrimas y
agachaba la cabeza como si fuera un corderillo hacia el matadero. Ni los
chicles, sin azúcar, que le daba el dentista para asentar los empastes la
consolaban; ni los mimos, los besos, y los desvelos de los tíos podían con
aquella cara mustia. Anhelaba volver para besar la carita de su nuevo
hermanito, arrebujarse en la cama con su madre y dormir, dormir, dormir. Lejos
de las sirenas de las fábricas de Durango, lejos de los robots que se dirigían
al trabajo. En la aldea, ladraban los perros: sí; sonaban las esquilas de los
becerros: sí; olía a abono; sí. Pero cantaban los pajarillos, olía a pan recién
hecho, resplandecía el sol sobre los pañales de los bebés.
El
paisaje fue impregnando sus ojos de rocío. El monte Urko empezaba a maquillarse
con las primeras granizadas; luego, se embellecía con las capas de nieve, y
Andrea añadía el colorete de sus manos y mejillas.
Y
los días se enfriaron más con la marcha de sus tías, pues se llevaron sus
cuidados, sus abrazos. La tormenta se mantuvo “erre que erre” sobre el monte
Urko. El sacerdote, con su sotana negra,
llegó con los santos óleos. Andreíta –la niña de sus ojos– y su padre
presenciaron la sagrada unción. El tío Miguel con la cara serena, murió en paz.
El monte fue mostrando un semblante más amable, al igual que las de los padres
de Andrea, ya que el hijo pródigo había vuelto a la casa del Padre.
“Ángel de la Guarda,
dulce compañía, no me dejes sola ni de noche ni de día”, rezaba en silencio
Andreíta.
La
niña-robot vagaba entre las habitaciones vacías queriendo encontrar caricias
escondidas, mas todo estaba frío, muerto.
Solo
los gorjeos del bebé le llegaban al alma. Era una isla entre dos archipiélagos:
los mayores se contaban sus cuitas, alejados para que Andrea no se acercara al
oído de su madre; los pequeños eran felices jugando al trompo, a la pelota, a
los saltos –emulando a los atletas de moda–. Y Andrea, a pesar de la cara
inquisidora de su padre, leía y releía los cuentos enternecedores de príncipes
y princesas. De día, Andrea volvía a la realidad. Después de las clases, se
divertía jugando con las amigas: que si “al pañuelito”, que si a “la comba”, que
si a “las tabas”. Y tan pronto llegaba a casa, subía, volando y jadeando, a
contarle a su madre cómo la señorita solterona, con la ayuda de las alumnas
mayores y con las persianas bajadas, estaba aprendiendo a andar en bici –qué
risa, ¿verdad, mamá?–. Y mamá le sonreía y acariciaba sus caras. Nada podría malograr aquella estampa: La
Madre, el Niño y el angelito.
“Ángel
de la Guarda, dulce compañía…”
Y
Andrea disfrutaba con sus vecinas, repujando con sus cuerpos angelitos en la
nieve inmaculada y resplandeciente. ¿Se podía embellecer la naturaleza? Ellas
opinaban que sí y admiraban su trabajo de escultores, embelesadas. Unas
palmaditas en el hombro la sacaron de su embelesamiento: don Juan Carlos la
apremiaba a que le guiara donde su madre.
El
doctor volvió a lavarse las manos en el aguamanil, y con sus katiuskas, su
tabardo, sus guantes y su pasamontañas puestos, se despidió dirigiéndose a cada
uno por su nombre. ¿Por qué se marchaba su padre con él?
Treparon
al piso de arriba, entraron a trompicones en la habitación principal. Su madre lloraba, el bebé berreaba. La prole
se convirtió en piedra. Poco a poco, fueron
acariciando aquel pecho hundido del precioso niño.
“Ángel
de la Guarda, dulce compañía, no le dejes solo ni de noche, ni de día“ –suplicaba
Andrea.
San Vicente
de la Barquera, a 13 de noviembre de 2017
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