MANÍAS
Aunque suene inmodesto por mi parte,
he de reconocer que soy una de esas personas que jamás han tenido manías. Y
sinceramente, creo que es mala suerte y no buena, porque, al no tenerlas yo, me
afectan más las de los otros y me resulta insufrible tenerlas que soportar. He
llegado a la conclusión de que habría sido mejor tener algunas, aunque fuera
poquitas, como cualquier otro mortal, para que mi vida fuera más placentera.
Sufrir las manías ajenas es un suplicio. No puede uno ni imaginarse, por ejemplo,
lo que llega a ponerme de los nervios cuando alguien tiene la manía de dejarse
una luz encendida. Es que no lo puedo soportar. Las luces están para iluminar
cuando no se ve sin ellas, ¿no? Entonces, si no queda nadie presente, no hay
nada que ver; y si no hay nada que ver, ¿qué demonios pinta una luz encendida?
¡Es que hay que ser del género tonto! Me altera, de verdad, y después me paso
el día con taquicardia y renegando de toda la especie humana.
La gente es que tiene cosas muy
raras. Otra manía que me saca de quicio es la de colocar de cualquier manera
los altavoces de los equipos de música, sin tener en cuenta que la distancia
del oído izquierdo al altavoz izquierdo ha de ser la misma –y ojo: cuando digo
la misma digo la misma– que la distancia desde el oído derecho al altavoz
derecho. No más o menos, no: ¡la misma! ¿Acaso tenemos una oreja más adelantada
que la otra? Pues entonces, ¿tan difícil es entender que, si no, la música
tardará más en llegar a un oído que al otro y no sonará bien? El cerebro se
desconcierta y uno puede acabar con esquizofrenia, ojito con eso. ¿Qué culpa
tengo yo si mis dos orejas son iguales? Vas a casa de un amigo y te dice que te
sientes en esa butaca, que ha comprado un disco fabuloso y lo va a poner. ¡Y lo
tienes que escuchar con la cabeza ladeada, de forma que una oreja esté más
adelantada que la otra! Eso o te has de levantar y andar tanteando por la
estancia, de un lado a otro, hasta encontrar el sitio que compense la pésima
disposición de los altavoces. ¡Y todo por sus puñeteras manías de no colocarlos
bien! Es increíble. Después, me paso el resto del día con mareos y hasta
vértigos. Claro, me han desconcertado el cerebro.
Ahora bien, sin duda, ningún
escenario ofrece ejemplos más jugosos de manías que la vida conyugal. Las
mujeres (sobre todo las casadas) están llenas de manías, como todo el mundo
sabe. A veces, sin ir más lejos, me encontraba yo en el preciso punto
geométrico equidistante entre los dos altavoces del salón de casa (lo tenía
marcado con una cruz pintada en el suelo para no tener que sacar la cinta
métrica e ir calculando cada vez que iba a escuchar un disco), disfrutando, con
prístina claridad estereofónica, de los celestiales arabescos del concierto
para violín de Beethoven, sintiendo en mi cuerpo la ingravidez propia de los
momentos justos anteriores a la iniciación de una levitación, cuando mi trance fue
súbitamente interrumpido:
–Cariño, cariño, mira: acabo de
encontrar por Internet una receta asturiana de los bollos preñaos.
Quien no lo ha padecido, no puede ni
imaginarse el latigazo que una frustración así representa para el sistema
cardiovascular: semejante a un coitus
interruptus, pero musical; o sea, peor. Afortunadamente, ya desde pequeñito,
adquirí el hábito de tener siempre a mano una serie de fármacos
cardiorreguladores que me ayudan en casos semejantes. De verdad os lo digo:
sólo una persona normal como yo, que no tiene manías, puede saber lo que se
sufre con las de los demás.
Otra que tal, que también me trae de
cabeza: las mujeres tienen la perversa obsesión maníaco-compulsiva de encender
lámparas interpuestas entre la pantalla del televisor y el ojo del observador,
o sea yo. A ver si nos entendemos: si colocas una fuente de luz entre tu retina
y el objeto a observar, esa luz necesariamente, obligatoriamente, te va a
deslumbrar, y tus ojos tendrán que hacer un esfuerzo adicional de adaptación
que conducirá, a la corta o a la larga, a lesiones en la retina que podrían
acarrearte incluso la ceguera. Pocas bromas con las luces interpuestas entre el
ojo y el televisor. ¿Y qué se puede hacer con una mujer maníaca que quiere
dejarte ciego? He considerado varias opciones, pero todas entrañan cadena
perpetua revisable; así que sigo dándole vueltas.
Una nefasta costumbre, muy extendida
entre casi toda la población maníaca que me rodea –y ésta afecta tanto a
hembras como varones–, es la insufrible práctica de no colocar los cuadros como
Dios manda. Vamos a ver: si yo en mi casa tengo un nivel de albañil con el que compruebo
regularmente la exacta horizontalidad de todos los cuadros –y ojo, que cuando
digo exacta digo exacta, con la burbujita de aire bien quieta en el centro del
visor–, si yo puedo hacerlo, ¿por qué no pueden hacerlo los demás? Es insoportable,
de verdad. Por culpa de esas manías ajenas, me paso la vida equilibrando
cuadros. ¡Es que no puedo, no puedo verlos torcidos, es superior a mí! Toda esa
gente está enferma, por favor. En los colegios –o mejor aún, en las
guarderías–, lo primero que deberían enseñar a los pequeños es a colocar bien
los cuadros, para no ir después por la vida causando traumas a los que somos
normales.
A mí no me gusta comer fuera de
casa. No, no, en la mesa es donde más afloran las manías de la gente. Yo, cuando
me invitan a comer, en lo primero que me fijo es en que las lámparas del techo nunca
–y cuando digo nunca digo nunca– están bien colocadas con respecto a la mesa. Hasta
un niño lo puede entender: la vertical del punto central de la lámpara debe
recaer exactamente donde se cruzan las dos diagonales del rectángulo que forma
la superficie de la mesa. La única forma –insisto: la única– de hacer esto con
propiedad es como lo hago yo en casa, y si yo puedo, puede cualquiera. La cosa
es fácil: has de comprar una plomada, que cuelgas del punto central de la
lámpara. Al mismo tiempo, has de dibujar las dos diagonales de la mesa, y
entonces vas desplazando la mesa hasta que la plomada quede justo encima de
donde se cruzan las dos diagonales. Así la lámpara estará situada exactamente
donde debe, y no caprichosamente, al libre albedrío de cualquier maníaco con la
mente por desarrollar. Luego, una vez bien colocada la mesa bajo la lámpara, el
resto es irrelevante: las sillas y todo lo demás se colocan como venga, pero lo
importante es que la lámpara esté bien centrada. ¿A que parece de cajón cuando
os lo cuento? Pues punto. No hay más que hablar sobre el particular.
Y ya, el colmo de los colmos, la
madre de todas las manías de la gente, lo que verdaderamente me acarrea noches
de insomnio, son las manos. Quiero decir, la manía de todos –y cuando digo
todos digo todos– de no lavarse las manos adecuadamente. Sólo los cirujanos se
salvan, y eso mientras no salgan del quirófano, que si no, son igual que los
demás. Cree la gente que con refregarse las manos con jabón bajo el grifo y
secárselas luego está todo hecho. ¡Que no, por favor, que no! ¡Qué disparate,
Dios mío, y mira que tener que explicar esto! ¿No se dan cuenta de la enorme
cantidad de bacterias que se agazapan bajo las uñas? ¿Por qué creéis que las
mujeres se pintan las uñas? –dicho sin ánimo de ofender, ¿eh?, pero las cosas
como son–. Obviamente, para que no se les vea la colonia de organismos
peligrosísimos que transportan escondidos bajo ellas, aprovechando la cobertura
de los pintaúñas. Sepulcros blanqueados son las uñas de las mujeres –bueno, en
este caso sepulcros colorados, pero da igual; se me pilla la onda, ¿verdad?–. ¡No,
no, no puedo con eso! Yo siempre insisto en que, después de lavarse las manos
dos veces –dos: una para un lavado de primer ataque, por así decirlo, y otra
para un lavado fino, donde se elimina ya cualquier resto que hubiera podido
quedar del primero–, luego hay que tener siempre a mano un cepillito a cuyas cerdas
hay que añadir algo de jabón, y con él cepillarse bajo las uñas, con la
precaución de contar hasta veinte en cada dedo, sin prisas –un, dos, tres,
cuatro…– a ritmo de allegretto ma non
troppo. Lleva un ratito, pero es necesario eliminar esa cohorte de
organismos parásitos escondidos bajo las uñas, no es asunto para tomárselo a
broma.
Yo,
en particular, sufro muchísimo cuando alguien me da la mano, porque, naturalmente,
la gente utiliza la misma mano para un sinfín de actividades que vete tú a
saber. ¿Cómo sé yo qué ha tocado antes el que ahora me estrecha la mano? ¿Cómo
sé yo lo que estoy pillando? ¿Cómo voy yo por el mundo después con esta mano,
que a saber lo que me han pasado? Un horror. De verdad, cada vez que alguien me
estrecha la mano, lo paso muy mal, y luego la llevo en ristre para no tocar
nada, y la gente pensando que soy un sarasa. El otro día un gracioso, al verme
andar con la mano así, me dijo que si había perdido el bolso. La ignorancia es
muy atrevida.
Para
acabar y para que nadie piense que les tengo manía a las mujeres, os contaré
otra de hombres, que es igual de espantosa: se trata del muy generalizado
ritual seguido por la muchedumbre varonil de aprovechar el periódico y
necesario alivio de la vejiga —o sea: mear– para hacer prácticas de tiro. El
ritual consiste en no colocarse jamás pegadito al retrete, sino a cierta
distancia, desde la cual se hace un cálculo mental del ángulo que hay que
imprimir al proyectil urinario para que adquiera la precisa trayectoria
parabólica que acabe en la taza del váter. Y claro, como el vulgo anda mal en las
labores de cálculo, suele fallar, y los alrededores de los retretes parecen un
bebedero de patos. ¿Y qué pasa cuando los alrededores están ya imposibles de
transitar? Pues que cada nuevo usuario se ve obligado a calcular trayectorias
parabólicas cada vez más alejadas, con lo cual el resultado es el previsible
empeoramiento de la situación. Es una manía enfermiza esa que tienen de mear a
distancia, y los que estamos bien somos unos incomprendidos.
Sufro
mucho, muchísimo, con las manías de la gente. Sin ir más lejos, ahora llevo ya
unos meses teniendo que aguantar a la enfermera esa tontalculo que siempre lleva la bata mal abrochada, que no hay
forma de que me traiga el Prozac a la hora que toca. ¿No ha dicho el médico que
a las cuatro? Pues las cuatro son las cuatro cero cero, aquí y en Sebastopol.
No las cuatro menos un minuto ni las cuatro y dos minutos. Las cuatro son las cuatro,
coño, ¿tan difícil es de entender? Es la puñetera manía de la impuntualidad. Yo
creo que lo hace a propósito; si no, no lo entiendo. A ver, es tan sencillo
como esto: sostienes el Prozac en una mano y el vaso de agua en la otra, miras
el reloj y, cuando la manecilla está a punto de saltar a las cuatro cero cero,
¡plas!, entras en la habitación y me lo das. Sencillo, ¿verdad? ¡Pues no! Hay
que entrar o un poco antes o un poco después, la cosa es jorobar. Y a mí me
entran unas palpitaciones que es que me va a dar algo. Menos mal que, cuando me
dé, estoy en el sitio adecuado, porque, a este paso, voy a acabar mal, me lo
veo venir.
En fin, voy a dejarlo aquí porque me
estoy poniendo muy nervioso y el médico me ha dicho que no me excite, que me
puede subir la presión arterial y que, como sabe que, desde siempre, me la
controlo yo mismo cada hora desde que me levanto hasta que me acuesto, luego me
pongo fatal.
Me voy a la cama, que, por cierto,
estos incompetentes del centro me la tienen colocada orientada al norte, y eso
es insufrible. Todo el mundo sabe que las camas han de estar orientadas al
este, como es debido, porque así el flujo magnético de la tierra se alinea con
las líneas electromagnéticas que fluyen en nuestro cerebro. De lo contrario,
los flujos magnéticos de la tierra y del cerebro entran en colisión y de ello
se pueden derivar divagaciones mentales que pueden llevar incluso a la locura,
¿eh?; además de no dejarte descansar bien. Como me tienen la cama orientada al
norte y yo he de dormir con la cabeza orientada al este, pues me veo obligado a
acostarme atravesado, y como entonces me falta cama, he de doblar las piernas y
dormir toda la noche en posición fetal. ¡Qué se le va a hacer! Y encima tengo
que aguantar comentarios estúpidos de las enfermeras, que las veo yo que se
hacen gestos entre ellas como para decirse que estoy grillado. Tontas del culo,
eso es lo que son. Y no hay más que decir sobre el particular.
Hala, buenas noches, que nos van a
apagar la luz y eso es a las diez; es decir, en cuatro segundos, tres, dos,
uno… No hay manera, otra vez tarde. ¡Están enfermos!
José-Pedro
Cladera ©
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