jueves, 18 de enero de 2018

MANÍAS

MANÍAS
Historia de una escalera… oscura.
Imagen relacionada

Era lunes y Marta había decidido esa tarde comprar unos zapatos. Se preparó para coger el coche y acercarse a su tienda favorita. Le comentó a Inés, su compañera de trabajo, detalles emocionantes sobre las compras que tenía pensado realizar.
Inés le hizo un encargo. Se trataba de entregar unos medicamentos, para unas tías muy ancianas que vivían en la ciudad. En el paquete estaba la dirección de entrega; la calle era muy conocida y pensó que, una vez aparcara el coche, cerca de dicha zona, entregar el paquete sería sencillo.
Salió del coche y se encaminó al edificio, de cinco plantas. Llamó al portero automático y una señora muy amable le respondió y comentó que le esperaban con la puerta abierta, para evitar confusiones sobre aquella a la que debía llamar, pues carecía de letra.
Entró en el portal. La luz estaba encendida y se dispuso a subir las escaleras. Casi nunca subía en ascensor; tenía claustrofobia, y aquel le pareció tan viejo y tétrico que no quiso ni acercarse.
Empezó a subir las escaleras y, al llegar a la altura del segundo piso, o eso creyó, la luz se apagó y quedó totalmente a oscuras; no entraba nada de claridad, no había ventana alguna, estaba todo negro, negro…  
Le entró pánico; estaba desorientada; empezó a arrepentirse de no haber tocado la tecla de la luz cuando entró.  
Solo tenía preguntas y ninguna respuesta:
–¿Intento subir o bajar las escaleras?
–¿Alguien abrirá una puerta?
–¿Entrará alguna persona al portal y encenderá la dichosa luz?
Empezó a mostrarse inquieta, muy inquieta. Pasaban los minutos y seguía en el mismo sitio, inmovilizada; no sabía qué hacer ni cómo moverse; recordaba el ascensor y tenía pánico a caerse por el hueco.
Pensó que lo mejor era ponerse a cuatro patas en la escalera e intentar subir ayudada por sus manos, para controlar los escalones. Seguía angustiada por la situación, pues avanzaba muy lenta; desconocía el número de escalones y si, al llegar a un descansillo, debía dirigirse a la derecha o a la izquierda.  
Y seguían las preguntas:
–¿En qué piso estaré?
–¿Se abrirá alguna puerta?
–¿Si alguien aparece y me encuentra de esta guisa, qué pensará?
–¿Seré capaz de explicar por qué estoy reptando por el suelo?
Sudores, palpitaciones. El corazón me latía con tanta rapidez que no era capaz de relajarme y continuar la escalada. Llegué a sentir miedo, pues en el edificio no se escuchaba nada, silencio total. Por un momento, llegué a pensar que me había equivocado, que allí no vivía nadie, que estaba sola y nadie me ayudaría.
Inicié el ascenso y así logré llegar al último piso. En ese momento se abrió la puerta y apareció la anciana, que imaginé que era la que me había hablado por el portero automático.  
Me incorporé lo más aprisa que pude, para evitarle el espectáculo de verme tirada en el suelo y ser capaz de explicar la tardanza, sin dar muchos detalles.
–Buenas tardes. ¿Eres la amiga de mi sobrina?
–Sí. Buenas tardes.
–Estaba preocupada, pues has tardado tanto en subir que no sabía qué pensar.
–Siento la tardanza, pero, justo cuando iba a entrar en el portal, me encontré a una conocida y estuvimos charlando un rato; nos despedimos y subí lo más rápido posible, sin problemas.
Le entregué el paquete, me despedí y bajé tocando la luz en cada piso. Por fin, llegué al bajo, abrí la puerta y salí a la calle. Fue una sensación indescriptible: luz, claridad…
Me senté en una terraza, pedí un café, encendí un cigarro y traté de relajarme. Las piernas aún me temblaban.  
En ese momento, alguien me llamó y, al girarme, vi a una amiga que se acercaba. Se sentó y empezamos a hablar.
–Tengo que contarte algo que me acaba de pasar en una escalera...
Las carcajadas eran tan ruidosas que la gente se volvía a mirarnos.

Nieves Reigadas ©

No hay comentarios: