MANÍAS
Historia de
una escalera… oscura.
Era
lunes y Marta había decidido esa tarde comprar unos zapatos. Se preparó para
coger el coche y acercarse a su tienda favorita. Le comentó a Inés, su
compañera de trabajo, detalles emocionantes sobre las compras que tenía pensado
realizar.
Inés
le hizo un encargo. Se trataba de entregar unos medicamentos, para unas tías
muy ancianas que vivían en la ciudad. En el paquete estaba la dirección de
entrega; la calle era muy conocida y pensó que, una vez aparcara el coche,
cerca de dicha zona, entregar el paquete sería sencillo.
Salió
del coche y se encaminó al edificio, de cinco plantas. Llamó al portero
automático y una señora muy amable le respondió y comentó que le esperaban con
la puerta abierta, para evitar confusiones sobre aquella a la que debía llamar,
pues carecía de letra.
Entró
en el portal. La luz estaba encendida y se dispuso a subir las escaleras. Casi
nunca subía en ascensor; tenía claustrofobia, y aquel le pareció tan viejo y
tétrico que no quiso ni acercarse.
Empezó
a subir las escaleras y, al llegar a la altura del segundo piso, o eso creyó,
la luz se apagó y quedó totalmente a oscuras; no entraba nada de claridad, no
había ventana alguna, estaba todo negro, negro…
Le
entró pánico; estaba desorientada; empezó a arrepentirse de no haber tocado la
tecla de la luz cuando entró.
Solo
tenía preguntas y ninguna respuesta:
–¿Intento
subir o bajar las escaleras?
–¿Alguien
abrirá una puerta?
–¿Entrará
alguna persona al portal y encenderá la dichosa luz?
Empezó
a mostrarse inquieta, muy inquieta. Pasaban los minutos y seguía en el mismo sitio,
inmovilizada; no sabía qué hacer ni cómo moverse; recordaba el ascensor y tenía
pánico a caerse por el hueco.
Pensó
que lo mejor era ponerse a cuatro patas en la escalera e intentar subir ayudada
por sus manos, para controlar los escalones. Seguía angustiada por la situación,
pues avanzaba muy lenta; desconocía el número de escalones y si, al llegar a un
descansillo, debía dirigirse a la derecha o a la izquierda.
Y
seguían las preguntas:
–¿En
qué piso estaré?
–¿Se
abrirá alguna puerta?
–¿Si
alguien aparece y me encuentra de esta guisa, qué pensará?
–¿Seré
capaz de explicar por qué estoy reptando por el suelo?
Sudores,
palpitaciones. El corazón me latía con tanta rapidez que no era capaz de
relajarme y continuar la escalada. Llegué a sentir miedo, pues en el edificio
no se escuchaba nada, silencio total. Por un momento, llegué a pensar que me
había equivocado, que allí no vivía nadie, que estaba sola y nadie me ayudaría.
Inicié
el ascenso y así logré llegar al último piso. En ese momento se abrió la puerta
y apareció la anciana, que imaginé que era la que me había hablado por el
portero automático.
Me
incorporé lo más aprisa que pude, para evitarle el espectáculo de verme tirada
en el suelo y ser capaz de explicar la tardanza, sin dar muchos detalles.
–Buenas
tardes. ¿Eres la amiga de mi sobrina?
–Sí.
Buenas tardes.
–Estaba
preocupada, pues has tardado tanto en subir que no sabía qué pensar.
–Siento
la tardanza, pero, justo cuando iba a entrar en el portal, me encontré a una
conocida y estuvimos charlando un rato; nos despedimos y subí lo más rápido
posible, sin problemas.
Le
entregué el paquete, me despedí y bajé tocando la luz en cada piso. Por fin,
llegué al bajo, abrí la puerta y salí a la calle. Fue una sensación
indescriptible: luz, claridad…
Me
senté en una terraza, pedí un café, encendí un cigarro y traté de relajarme. Las
piernas aún me temblaban.
En
ese momento, alguien me llamó y, al girarme, vi a una amiga que se acercaba. Se
sentó y empezamos a hablar.
–Tengo
que contarte algo que me acaba de pasar en una escalera...
Las
carcajadas eran tan ruidosas que la gente se volvía a mirarnos.
Nieves Reigadas ©
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