EL BESO
La silueta de las colinas se
encendía ya con los primeros rayos de sol y comenzaba a disiparse la ligera
neblina que acostumbraba a aferrarse a la dehesa, como una manta, hasta el
amanecer. Los árboles, los arbustos y los campos iban adquiriendo
progresivamente sus habituales tonalidades verdes y marrones a la luz del día. Una
lagartija asomaba ya la cabeza por un recoveco, presta a buscar algún huevo de
víbora que desayunarse. Pronto, en cuanto el sol levantara un poco, chirriaría
algún grillo. La vida retomaba su pulso diurno. Pero el aire era aún fresco,
rico, en la dehesa.
Sentado
sobre una piedra grande, la manta sobre los hombros, la boina bien calada,
Liborio sacó una cajetilla de Ideales
y encendió un cigarrillo de apretado tabaco negro envuelto en papel amarillo.
Inhaló con deleite una bocanada de humo caliente y dejó que escapara lentamente
de sus pulmones. Le gustaba llevar su ganado a pastar a primera hora del día.
Decía que así la alimentación les aprovechaba más, pero lo cierto es que lo
hacía porque lo había visto hacer desde siempre a su padre, y él jamás se
planteó hacerlo de otra forma. Él se sentaba, fumaba y pensaba. Como todos los
días, a esas horas, mientras sus ovejas pacían, no tenía otra cosa que hacer
que pensar.
Liborio
era un solitario. Sólo fue a la escuela hasta los diez años y desde entonces ya
estuvo pastoreando y ayudando a su padre en las interminables labores del
campo. Ahora, ya con cuarenta y tantos años a sus espaldas, sin padres ni otros
familiares, vivía solo y empleaba las muchas horas de soledad a las que le
obligaba su profesión a pensar sobre su vida. No era un hombre cultivado, pero
le gustaba pensar. Le gustaba elucubrar sobre cómo habría sido su vida si en
algunos momentos cruciales de ella hubiera decidido cambiar algo su rumbo.
Liborio tenía una vena de filósofo rural.
Hubo
un hecho, ocurrido hacía un par de años, que pudo haber dado un giro totalmente
distinto a su vida. A menudo le daba vueltas, recordándolo con un regustillo
agridulce. Fue la primera vez que lo detuvo la pareja de la Guardia Civil y lo
llevaron ante un juez. Estaba asustado y no entendía muy bien qué papel jugaba
cada una de aquellas personas que vestían togas que nunca había visto y que ejercían
un efecto hipnótico sobre él. Sólo conocía a su abogada, a la que no había
visto en su vida hasta unos días antes: una mujer joven que venía de la ciudad,
morena, avispada, que le había dicho que no se preocupara, que dijera la verdad
a lo que le preguntaran y que todo iría bien. Uno de los señores con toga que,
por la forma de mirarle y de preguntarle, parecía tener algo en su contra, se
dirigió a él con sequedad:
–¿Es
usted consciente del delito del que se le acusa?
–Mentira,
tóo mentira.
–¿Qué
es lo usted afirma que es mentira?
–Tóo. Yo no he hecho na.
–Vamos
a ver –el de la toga le hablaba con una voz mecánica, como si fuera una máquina–,
¿es usted consciente de que se le acusa de un delito de bestialismo, tipificado
en el artículo 337 del Código Penal?
–Tóo mentira.
–¿Quiere
entonces decirle a este tribunal qué estaba usted haciendo cuando fue
sorprendido y detenido por la Guardia Civil?
–Yo,
na. Sólo me estaba sepillando a la Aurora.
Hubo
risitas entre la gente del pueblo que había querido estar presente en la vista,
y a la que hubo que llamar al orden.
–Entiendo
que lo que usted llama Aurora es una de sus ovejas, ¿cierto?
–Sí,
sí, claro: la Aurora. ¿Quién va a ser?
–¿Y
sería usted tan amable de explicarnos a qué se debe que estuviera usted, esto… ‘cepillándose’…
a la susodicha Aurora?
Liborio
hizo un gesto como sorprendido por la pregunta, como si no procediera por la
obviedad de la respuesta. Miró a su abogada y ésta le hizo un gesto con la
cabeza para que contestara:
–Pues
coño, porque me lo pedía.
Un
rumor de solidaria aprobación se elevó de entre las filas de los paisanos de
Liborio, quienes fueron advertidos de que, si no se callaban, serían
desalojados de la sala.
–Explíquese.
¿Pretende usted burlarse de este tribunal? ¿Dice que la oveja… se lo pedía?
–Sí
señor. Es que mire usted, pasó por delante de mí y me miró asín, con los ojos entornaos
y medio e soslayo. Y cuando la Aurora mira asín, hay que cumplir, que si no después la lana sale dun color como blanco roto, ¿sabe? Y
además se pone de mu mal carácter, no
hay quien la aguante.
La
abogada que defendía a Liborio era hábil y consiguió convencer al juez para que
lo dejara correr con un apercibimiento. Liborio no llegó a entender qué había
hecho de malo, pero, en cualquier caso, se mostró muy agradecido con la abogada.
Además, aquella mujer le gustaba, sobre todo porque olía bien, a un perfume que
Liborio no había conocido nunca.
La
abogada se sorprendió a sí misma sintiendo también una incomprensible atracción
hacia aquel ejemplar rudo, campesino, asilvestrado, auténtico. Estaba harta de
los hombres de la ciudad, tan limpios ellos, tan arreglados, que gastaban en
perfumes y cosméticos tanto o más que ella misma, tan educaditos. Liborio era
la naturaleza en estado puro. Cansada de aquellos hombres tan bien afeitaditos,
tan limpitos, tan arregladitos, engominados y oliendo a perfumes caros, aquel
ejemplar campestre, áspero, de barba hirsuta, cubierto de pelo que le salía por
el cuello y las mangas de la camisa, de facciones curtidas por la intemperie, que
despedía un olor a oveja que no se le despegaba, le producía a ella una inexplicable
alteración por todo el cuerpo –por algunas partes más que por otras, todo sea
dicho– contra la que nada podía hacer.
Liborio
resultó ser un amante fogoso e insaciable, pero con cánones de comportamiento
nada fáciles de asimilar para la abogada de ciudad. Le gustaba aquella faceta
de animal indómito, pero le costaba acostumbrarse a que la agarrara del pelo
por la espalda y le diera azotes sin ningún miramiento. Pero lo que peor
llevaba eran los peculiares arrumacos del pastor, que él hacía de buena fe –de
eso estaba segura–, pero que no eran de fácil digestión para sus costumbres
urbanas, con las que al fin y al cabo se había criado:
–Quieeeta, quieeeta; aamos bien, aamos bien.
A
medida que iba cogiendo más confianza, Liborio se mostraba cada vez más desinhibido y ella, más preocupada. Alguna
vez llegó a pensar que aquello no iba a acabar bien, como cuando una noche, en
un arrebato de pasión, Liborio le pidió que balara y, ante su negativa, le
espetó:
–Es
que si no, me cuesta más dominar el trastu.
Pasaron
varios meses y, un buen día, ella se percató de que, en su pragmatismo amoroso,
Liborio nunca la había besado. Parece ser que Liborio nunca había besado más
que a su madre, y eso cuando era pequeño. Ella se propuso enseñarle a besar. Lo
besó en los labios y él, que jamás había experimentado esa sensación, se puso a
todas luces nervioso. El hombre tenía los labios apretados como si alguien
pretendiera extraerle un diente sin su consentimiento. Ella fue paciente. Le
dijo que entornara los labios y se dejara hacer. A Liborio le temblaban las
rodillas, sudaba; tenía los ojos muy abiertos, la respiración entrecortada… Finalmente,
ella, persistente, tenaz, introdujo amorosamente su lengua en la boca de
Liborio. A éste le dio como un relampagueo, se excitó como no lo había hecho en
su vida y le arrancó la lengua de un mordisco.
Estaba
siendo una mañana tranquila en el cuartelillo de la Guardia Civil. Demasiado
tranquila, se decía, aburrido, el cabo de guardia. Hasta que, súbitamente, entró la abogada llorando de dolor, la cara
hinchada, los carrillos amoratados, los labios apretados en un vano intento por
contener los regueros de sangre, oscura y espesa, que se le escapaban por las
comisuras y goteaban sobre el suelo impoluto del puesto de guardia. El cabo
llamó a su superior:
–Mi
teniente, haga el favor de venir, que tenemos un caso grave.
Cuando
entró el teniente y vio el panorama, hizo un gesto de disgusto y le dijo a su
subordinado:
–Haga
el favor de llamarme cuando esta impresentable haya acabado de comerse la
hamburguesa, que me da mucho asco que me hablen con la boca llena. Y dele un kleenex para que se limpie el Ketchup, que, como es gratis, se ha
pasado cantidad con él y nos va a dejar el suelo hecho un asco.
–No,
mi teniente, que no es una hamburguesa; que es que me parece que se ha comido
la lengua.
–¡Joder,
Fernández, pues cómo está el patio! Pobre mujer. Y luego nos vienen con que
hemos salido de la crisis. Ande, llévesela al hospital y luego ya procederemos.
La
abogada casi se desangró, pero la salvaron. Sin embargo, nada se pudo hacer por
reconstruir su lengua, porque Liborio se la había tragado.
Era
la segunda vez que Liborio estaba en un juicio y la situación ya le resultaba
como más familiar. Ya no le daba tanto miedo; sobre todo, porque la primera vez
había salido bien parado. Pero en esta ocasión, el de la toga, el que parecía
que tenía algo contra él, ahora estaba particularmente en su contra, porque estaba
decidido a que Liborio no se le fuera de rositas como en la anterior ocasión.
–¿Es
usted consciente del delito del que se le acusa?
–Mentira,
tóo mentira.
–¿Qué
es lo usted afirma que es mentira?
–Tóo. Yo no he hecho na.
–Vamos
a ver –el de la toga le hablaba con una voz aún más mecánica, aún más como si
fuera una máquina–, ¿es usted consciente de que se le acusa de un delito de
canibalismo, tipificado en el artículo 526 del Código Penal?
–Tóo mentira.
La ex
amante deslenguada no pudo más, se puso roja de ira e intervino:
–Eh tagao engua gancao, joputa.
El
juez miró, como en un aparte, al secretario judicial:
–¿Y
esta, qué es: vasca?
–No,
señoría, es a la que le han comido la lengua.
–Ah,
vale, vale. Prosigamos. –Y dirigiéndose a la víctima deslenguada:– Y haga el
favor de dejar que hable por usted su abogado. Por evitar malas
interpretaciones, ya sabe.
El
de la toga, el que le miraba siempre de una manera que Liborio pensaba que ni
que le debiera dinero, volvió a su interrogatorio:
–¿No
es cierto que arrancó usted de un mordisco la lengua de la demandante y luego
se la tragó?
–Sí,
señor.
–¿Ah,
sí? ¿Y puede explicarnos por qué hizo usted cosa semejante?
–Porque
me la metió en la boca, coño, y pensé que era pa comerla. Pero no valía pa
na, ¿eh?, que estaba toa crúa, y mu sosa.
El
juez falló que había habido brutalidad, maltrato a una mujer y, encima, acto de
canibalismo derivando en graves lesiones permanentes e irreversibles. Como no
observó intencionalidad, no lo metió en la cárcel, pero le impuso tal
compensación económica que el pobre Liborio acabó desplumado.
Sacó
otro pitillo de su cajetilla de Ideales y lo encendió. Se rascó la boina con
resignación. “Mujeres”, se dijo a sí mismo, “¡quién me mandaría a mí liarme con
mujeres!”
Era
media mañana y el sol calentaba. Iba siendo hora de reunir ya el rebaño y
dejarse de divagaciones, que, al fin y al cabo, no le conducían a nada. Estaba
ya recogiendo el zurrón y la manta cuando se apercibió de que pasaba por allí
la Felisa –beee– y que le miraba asín, con los ojos entornaos y medio e soslayo.
José-Pedro Cladera ©
2 comentarios:
Siempre me sorprendes jefe,
Nunca se por donde me vas a salir.
esta claro que tus personajes siempre tienen ese toque de locura-histeria, que los hacen característicos tuyos.
Me has sacado muy favorecido en la foto.
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