sábado, 3 de febrero de 2018

EL BESO

EL BESO
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            La silueta de las colinas se encendía ya con los primeros rayos de sol y comenzaba a disiparse la ligera neblina que acostumbraba a aferrarse a la dehesa, como una manta, hasta el amanecer. Los árboles, los arbustos y los campos iban adquiriendo progresivamente sus habituales tonalidades verdes y marrones a la luz del día. Una lagartija asomaba ya la cabeza por un recoveco, presta a buscar algún huevo de víbora que desayunarse. Pronto, en cuanto el sol levantara un poco, chirriaría algún grillo. La vida retomaba su pulso diurno. Pero el aire era aún fresco, rico, en la dehesa.
Sentado sobre una piedra grande, la manta sobre los hombros, la boina bien calada, Liborio sacó una cajetilla de Ideales y encendió un cigarrillo de apretado tabaco negro envuelto en papel amarillo. Inhaló con deleite una bocanada de humo caliente y dejó que escapara lentamente de sus pulmones. Le gustaba llevar su ganado a pastar a primera hora del día. Decía que así la alimentación les aprovechaba más, pero lo cierto es que lo hacía porque lo había visto hacer desde siempre a su padre, y él jamás se planteó hacerlo de otra forma. Él se sentaba, fumaba y pensaba. Como todos los días, a esas horas, mientras sus ovejas pacían, no tenía otra cosa que hacer que pensar.
Liborio era un solitario. Sólo fue a la escuela hasta los diez años y desde entonces ya estuvo pastoreando y ayudando a su padre en las interminables labores del campo. Ahora, ya con cuarenta y tantos años a sus espaldas, sin padres ni otros familiares, vivía solo y empleaba las muchas horas de soledad a las que le obligaba su profesión a pensar sobre su vida. No era un hombre cultivado, pero le gustaba pensar. Le gustaba elucubrar sobre cómo habría sido su vida si en algunos momentos cruciales de ella hubiera decidido cambiar algo su rumbo. Liborio tenía una vena de filósofo rural.
Hubo un hecho, ocurrido hacía un par de años, que pudo haber dado un giro totalmente distinto a su vida. A menudo le daba vueltas, recordándolo con un regustillo agridulce. Fue la primera vez que lo detuvo la pareja de la Guardia Civil y lo llevaron ante un juez. Estaba asustado y no entendía muy bien qué papel jugaba cada una de aquellas personas que vestían togas que nunca había visto y que ejercían un efecto hipnótico sobre él. Sólo conocía a su abogada, a la que no había visto en su vida hasta unos días antes: una mujer joven que venía de la ciudad, morena, avispada, que le había dicho que no se preocupara, que dijera la verdad a lo que le preguntaran y que todo iría bien. Uno de los señores con toga que, por la forma de mirarle y de preguntarle, parecía tener algo en su contra, se dirigió a él con sequedad:
–¿Es usted consciente del delito del que se le acusa?
–Mentira, tóo mentira.
–¿Qué es lo usted afirma que es mentira?
Tóo. Yo no he hecho na.
–Vamos a ver –el de la toga le hablaba con una voz mecánica, como si fuera una máquina–, ¿es usted consciente de que se le acusa de un delito de bestialismo, tipificado en el artículo 337 del Código Penal?
Tóo mentira.
–¿Quiere entonces decirle a este tribunal qué estaba usted haciendo cuando fue sorprendido y detenido por la Guardia Civil?
–Yo, na. Sólo me estaba sepillando a la Aurora.
Hubo risitas entre la gente del pueblo que había querido estar presente en la vista, y a la que hubo que llamar al orden.
–Entiendo que lo que usted llama Aurora es una de sus ovejas, ¿cierto?
–Sí, sí, claro: la Aurora. ¿Quién va a ser?
–¿Y sería usted tan amable de explicarnos a qué se debe que estuviera usted, esto… ‘cepillándose’… a la susodicha Aurora?
Liborio hizo un gesto como sorprendido por la pregunta, como si no procediera por la obviedad de la respuesta. Miró a su abogada y ésta le hizo un gesto con la cabeza para que contestara:
–Pues coño, porque me lo pedía.
Un rumor de solidaria aprobación se elevó de entre las filas de los paisanos de Liborio, quienes fueron advertidos de que, si no se callaban, serían desalojados de la sala.
–Explíquese. ¿Pretende usted burlarse de este tribunal? ¿Dice que la oveja… se lo pedía?
–Sí señor. Es que mire usted, pasó por delante de mí y me miró asín, con los ojos entornaos y medio e soslayo. Y cuando la Aurora mira asín, hay que cumplir, que si no después la lana sale dun color como blanco roto, ¿sabe? Y además se pone de mu mal carácter, no hay quien la aguante.
La abogada que defendía a Liborio era hábil y consiguió convencer al juez para que lo dejara correr con un apercibimiento. Liborio no llegó a entender qué había hecho de malo, pero, en cualquier caso, se mostró muy agradecido con la abogada. Además, aquella mujer le gustaba, sobre todo porque olía bien, a un perfume que Liborio no había conocido nunca.
La abogada se sorprendió a sí misma sintiendo también una incomprensible atracción hacia aquel ejemplar rudo, campesino, asilvestrado, auténtico. Estaba harta de los hombres de la ciudad, tan limpios ellos, tan arreglados, que gastaban en perfumes y cosméticos tanto o más que ella misma, tan educaditos. Liborio era la naturaleza en estado puro. Cansada de aquellos hombres tan bien afeitaditos, tan limpitos, tan arregladitos, engominados y oliendo a perfumes caros, aquel ejemplar campestre, áspero, de barba hirsuta, cubierto de pelo que le salía por el cuello y las mangas de la camisa, de facciones curtidas por la intemperie, que despedía un olor a oveja que no se le despegaba, le producía a ella una inexplicable alteración por todo el cuerpo –por algunas partes más que por otras, todo sea dicho– contra la que nada podía hacer.
Liborio resultó ser un amante fogoso e insaciable, pero con cánones de comportamiento nada fáciles de asimilar para la abogada de ciudad. Le gustaba aquella faceta de animal indómito, pero le costaba acostumbrarse a que la agarrara del pelo por la espalda y le diera azotes sin ningún miramiento. Pero lo que peor llevaba eran los peculiares arrumacos del pastor, que él hacía de buena fe –de eso estaba segura–, pero que no eran de fácil digestión para sus costumbres urbanas, con las que al fin y al cabo se había criado:
Quieeeta, quieeeta; aamos bien, aamos bien.
A medida que iba cogiendo más confianza, Liborio se mostraba cada vez más  desinhibido y ella, más preocupada. Alguna vez llegó a pensar que aquello no iba a acabar bien, como cuando una noche, en un arrebato de pasión, Liborio le pidió que balara y, ante su negativa, le espetó:
–Es que si no, me cuesta más dominar el trastu
Pasaron varios meses y, un buen día, ella se percató de que, en su pragmatismo amoroso, Liborio nunca la había besado. Parece ser que Liborio nunca había besado más que a su madre, y eso cuando era pequeño. Ella se propuso enseñarle a besar. Lo besó en los labios y él, que jamás había experimentado esa sensación, se puso a todas luces nervioso. El hombre tenía los labios apretados como si alguien pretendiera extraerle un diente sin su consentimiento. Ella fue paciente. Le dijo que entornara los labios y se dejara hacer. A Liborio le temblaban las rodillas, sudaba; tenía los ojos muy abiertos, la respiración entrecortada… Finalmente, ella, persistente, tenaz, introdujo amorosamente su lengua en la boca de Liborio. A éste le dio como un relampagueo, se excitó como no lo había hecho en su vida y le arrancó la lengua de un mordisco.

Estaba siendo una mañana tranquila en el cuartelillo de la Guardia Civil. Demasiado tranquila, se decía, aburrido, el cabo de guardia. Hasta que, súbitamente,  entró la abogada llorando de dolor, la cara hinchada, los carrillos amoratados, los labios apretados en un vano intento por contener los regueros de sangre, oscura y espesa, que se le escapaban por las comisuras y goteaban sobre el suelo impoluto del puesto de guardia. El cabo llamó a su superior:
–Mi teniente, haga el favor de venir, que tenemos un caso grave.
Cuando entró el teniente y vio el panorama, hizo un gesto de disgusto y le dijo a su subordinado:
–Haga el favor de llamarme cuando esta impresentable haya acabado de comerse la hamburguesa, que me da mucho asco que me hablen con la boca llena. Y dele un kleenex para que se limpie el Ketchup, que, como es gratis, se ha pasado cantidad con él y nos va a dejar el suelo hecho un asco.
–No, mi teniente, que no es una hamburguesa; que es que me parece que se ha comido la lengua.
–¡Joder, Fernández, pues cómo está el patio! Pobre mujer. Y luego nos vienen con que hemos salido de la crisis. Ande, llévesela al hospital y luego ya procederemos.
La abogada casi se desangró, pero la salvaron. Sin embargo, nada se pudo hacer por reconstruir su lengua, porque Liborio se la había tragado.

Era la segunda vez que Liborio estaba en un juicio y la situación ya le resultaba como más familiar. Ya no le daba tanto miedo; sobre todo, porque la primera vez había salido bien parado. Pero en esta ocasión, el de la toga, el que parecía que tenía algo contra él, ahora estaba particularmente en su contra, porque estaba decidido a que Liborio no se le fuera de rositas como en la anterior ocasión.
–¿Es usted consciente del delito del que se le acusa?
–Mentira, tóo mentira.
–¿Qué es lo usted afirma que es mentira?
Tóo. Yo no he hecho na.
–Vamos a ver –el de la toga le hablaba con una voz aún más mecánica, aún más como si fuera una máquina–, ¿es usted consciente de que se le acusa de un delito de canibalismo, tipificado en el artículo 526 del Código Penal?
Tóo mentira.
La ex amante deslenguada no pudo más, se puso roja de ira e intervino:
–Eh tagao engua gancao, joputa.
El juez miró, como en un aparte, al secretario judicial:
–¿Y esta, qué es: vasca?
–No, señoría, es a la que le han comido la lengua.
–Ah, vale, vale. Prosigamos. –Y dirigiéndose a la víctima deslenguada:– Y haga el favor de dejar que hable por usted su abogado. Por evitar malas interpretaciones, ya sabe.
El de la toga, el que le miraba siempre de una manera que Liborio pensaba que ni que le debiera dinero, volvió a su interrogatorio:
–¿No es cierto que arrancó usted de un mordisco la lengua de la demandante y luego se la tragó?
–Sí, señor.
–¿Ah, sí? ¿Y puede explicarnos por qué hizo usted cosa semejante?
–Porque me la metió en la boca, coño, y pensé que era pa comerla. Pero no valía pa na, ¿eh?, que estaba toa crúa, y mu sosa.

El juez falló que había habido brutalidad, maltrato a una mujer y, encima, acto de canibalismo derivando en graves lesiones permanentes e irreversibles. Como no observó intencionalidad, no lo metió en la cárcel, pero le impuso tal compensación económica que el pobre Liborio acabó desplumado.

Sacó otro pitillo de su cajetilla de Ideales y lo encendió. Se rascó la boina con resignación. “Mujeres”, se dijo a sí mismo, “¡quién me mandaría a mí liarme con mujeres!”
Era media mañana y el sol calentaba. Iba siendo hora de reunir ya el rebaño y dejarse de divagaciones, que, al fin y al cabo, no le conducían a nada. Estaba ya recogiendo el zurrón y la manta cuando se apercibió de que pasaba por allí la Felisa –beee– y que le miraba asín, con los ojos entornaos y medio e soslayo.


   José-Pedro Cladera ©

2 comentarios:

jezabel dijo...

Siempre me sorprendes jefe,
Nunca se por donde me vas a salir.
esta claro que tus personajes siempre tienen ese toque de locura-histeria, que los hacen característicos tuyos.

José-Pedro dijo...

Me has sacado muy favorecido en la foto.