EL
AFILADOR DE MI BARRIO
(Una
historia de amor)
¿Dónde está nuestro error sin solución…? —sonaba en el radio cassete–
¿Fuiste tú el culpable o lo fui yo…?
Me
llamo Sid, y soy punki. Soy un punk, o eso creo yo, de los de verdad, hecho a
mí mismo. Ahora estoy coloreando figuras y escuchando a Alaska, porque, aunque
soy un punki, no soporto el sonido sucio y distorsionado de los Exploited y los
UK Subs, que son los otros discos que tengo. Ella se llevó el de los Pistols y éste
que suena me lo compré con mi primera venta. Al fin y al cabo, todavía soy un niño,
tengo sólo trece años.
A ver
si escampa y puedo salir a por ellos. No tengo televisión, pero no la necesito;
me gusta escuchar música. Sigo coloreando y veo la foto de mis padres en la
pared, ellos sí que eran verdaderos punks. Se conocieron en Londres en 1977 y
vivían para el movimiento que acababa de surgir. A mi padre, nunca le conocí;
la única referencia que tengo es la foto, clavada en la pared, con mi madre. Yo
intento, en lo que puedo, asemejarme mucho a él: su cresta punkabilly roja, cazadora de cuero con cremalleras y botas por
dentro del pantalón. A mi madre, sí; pero hace dos años salió a por tabaco y,
de momento, no ha vuelto. Ella era muy cariñosa; al menos, el tiempo que estaba
en casa, que era más bien poco. Por eso, creo que me adapté bien a vivir sin
ella. Algún día volverá. Me relaja colorear y leer tebeos. Al colegio no he
vuelto desde que se marchó, pero me gano bien la vida. Sigue golpeando la
lluvia en el tragaluz de la buhardilla; en cuanto termine, salgo corriendo a
por ellos, que hoy va a ser un gran día.
Parece
que entra más luz por la ventana. Me voy a poner las Doc Marteens –las botas
que dejó mi madre olvidadas– y, aunque todavía me sobran dos números, han sido
su mejor legado. Acaba de sonar el chiflo del afilador: esa es la señal de que
la calle está despejada, ¡vamos al lío!
Me
lanzo por la empinada calle abajo, todavía mojada, pero el empedrado y las
botas de mi madre facilitan que no me resbale. Vuelve a sonar el chiflo. El
afilador y yo, casi siempre, coincidimos cuando sale el sol, nos miramos y
asentimos con la cabeza, pero nunca hemos hablado. Él va por el barrio con su
bici, afilando lo que puede, sobre todo a esos skaters odiosos a los que afila las navajas y que me tienen
agobiado con sus insultos y mofas. Es un señor muy alto, delgado y de mediana
edad, no sabría decir cuántos. Lleva siempre su boina y una larga gabardina
gris; tiene una cara amable. Sigue sonando el chiflo cada vez más cerca, lo
cual a mí me da ritmo para la recogida. Por cierto, me gano la vida recogiendo
caracoles y vendiéndoselos a los bares; no es mal negocio. Otro silbido más. El
afilador se llama Esteban –eso me han dicho– y tiene otro cliente que es
todavía mejor que los malditos skaters
y sus cuchillos: se trata de un coronel de caballería que afila su espada todos
los días pares del año. Su espada está tan afilada que podría cortar una cabeza
apoyando sólo el filo y sin ejercer presión. También se cuenta en los bares que
el afilador y ella, la mujer del coronel, que parece ser que se llama Dolores,
están muy enamorados.
Mira
esa tubería, seguro que está llena de ellos. Y allí están, a decenas; los voy
cogiendo y echando en la bolsa. La mayoría se concentran en las bajantes de las
tuberías y en las entradas de las alcantarillas. Hoy está todo lleno de
caracoles. Debo llevar ya unos cientos. Veo, a lo lejos, al afilador y, ¡vaya!,
está afilando las navajas a los skaters.
Giraré a la izquierda antes de llegar más allá, para que no me vean –últimamente
no me dejan en paz, se me acelera el corazón–. Mejor ni mirar. A veces pienso
que, en cuanto reúna más dinero, me compraré unas zapatillas como las suyas,
para ver si así me dejan en paz, aunque eso sería renunciar a mis valores y
tradición familiar. Ya han terminado; suena el eco de las ruedas de los
monopatines. La vibración de las ruedas cada vez está más cerca, se les escucha
gravitar, creo que ya están en esta calle. Empiezo a andar más rápido. Escucho:
¡babosa!, ¡babosa!, ¡enclenque!, ¡raro!, ¡maricón! Y ahora sí, empiezo a
correr. ¡No corras, hijo de puta, te vamos a matar!
—Corre,
Sid, corre —me digo—. Corre, Sid, corre, te quieren matar.
Siento
un dolor fuerte en la cabeza, como un pellizco, y me desplomo; uno de los monopatines
me ha debido caer encima. Ya están todos aquí. Me cubro como puedo, siento las patadas
en los costados, piernas y cabeza, sólo pienso en que pase cuanto antes.
—Vamos
a quitarle las botas de maricón que tiene —gritan—. ¡Venga!
Sacan
las navajas y empiezan a cortarme los cordones para sacar las botas.
—¿Y si
le cortamos un trozo de polla? — dice uno
—¡No
jodas! Venga, dale.
—Seguro
que no tiene, pero vamos a intentarlo —dice otro. Intentan bajarme los
pantalones y no pueden.
—¡Joder,
el babosa no tiene cremallera, tiene botones! –Gracias, mamá, por tu segundo
legado: unos 501 con botones.
—¡Malditos
cobardes, queréis dejar al chaval en paz! —era el afilador.
—¿En
paz? Es un mierda babosa, raro de cojones, y no nos gusta que ronde por nuestra
zona.
—Coged
vuestros patines y salid de aquí cagando leches y que no os vuelva a ver
amedrentando al chaval. ¡Vamos: 3.2.1, ya! –levantó su brazo, que a mí me
pareció el de un gigante, y lo mantuvo arriba, amenazante, mientras los
malditos skaters se iban yendo,
emitiendo gruñidos por lo bajini.
El
afilador me tendió la mano y se la di. En ese momento, sentí una sensación de
paz y confort que no experimentaba desde hacia tiempo. No quería soltarle la
mano.
—Recoge
tus cosas y vamos a curar esas heridas —dijo el afilador.
Recogí
los caracoles desparramados por el suelo e intenté atarme las botas con lo que
quedaba, pero era imposible.
—¿Cómo
te llamas?
—Sid
—respondí.
—Súbete
a la bici y ya solucionaremos lo de las botas más tarde.
Me
llevó a un puesto de la casa de socorro donde me pusieron cinco puntos en la
cabeza y me desinfectaron las heridas de la cara y los labios. Tenía también
contusiones en pecho, espalda y piernas, pero, de momento, no me molestaban.
Puede que estuviese tan a gusto que no sentía el dolor; es más, ni siquiera los
puntos me dolieron. Después, pasamos por una mercería y me compró unos cordones
nuevos para las botas. Yo creo que él también se sentía bien a mi lado, y me
invitó a acompañarle en su rutina: fuimos a la casa del coronel –¡qué nervios!–.
Era un segundo piso sin ascensor, pero él subía la bici casi todos los días,
por lo que apenas le costaba trabajo. Tocó el timbre y abrió la puerta una
mujer o una sonrisa. Lo mismo he de decir de él: se le transformó la cara al
verla, irradiaba alegría.
—Dolores
—dijo él.
—Esteban
—le brillaban los ojos—. Me miró, siguió sonriendo y dijo:— ¿Quién es este
chavalín tan guapo y moderno?
Al
rato, ella trajo la famosa espada del coronel y, aunque no necesitaba afilarse
más, Esteban se extendió en su labor más de media hora, mientras disfrutaban
charlando en el rellano de la escalera.
Para
mí, fue un gran día; tanto, que prometí invitarles a caracoles cuando recogiese
a montones, que ocurría algunas veces.
Acompañé
a Esteban durante un mes, unas tres veces por semana, siempre que lloviese, que
eran los días de recogida. Creo que los dos nos hacíamos compañía.
Pero
un día sucedió lo que no tenía que haber pasado. Había dejado de llover y
estaba en mi labor recolectora de caracoles. Me extrañó no escuchar el chiflo, era mi forma de saber dónde estaba
Esteban y acercarme a él siguiendo los silbidos. Era un día ventoso y con el
cielo entre gris y marrón por la contaminación. Pasó un coche de policía con
las sirenas y a todo trapo calle abajo; al rato, pasaron dos más y una
ambulancia. Algo tenía que haber ocurrido para que hubiese tanto revuelo en el
barrio. Tenía ganas de ver a Esteban y contarle lo que me había pasado ayer en
el kiosco mientras compraba tebeos de Spiderman; además, ayer había sido un
buen día de recolección y tenía decidido, por fin, invitarles a caracoles.
Según torcí a la izquierda, vi mucha gente agolpada a la altura de la casa de
Dolores. También me di cuenta de que estaban la ambulancia y los coches de
policía con las luces de las sirenas girando.
—¡Niño,
no sigas bajando! —comentó una señora que marchaba, apresurada, frente a mí.—
¡Ave María Purísima!, le han cortado la cabeza. ¡Pobre
mujer!
Aceleré más el paso y seguí escuchando:
—Ese hombre estaba loco, todo el día
afilando la espada.
Me hice un hueco entre el gentío y pude
ver la bicicleta de Estaban apoyada en la pared, donde siempre la dejaba antes
de subir a ver a Dolores. Tenía el corazón a cien y no sabía a dónde más mirar.
El portal estaba lleno de policías y no dejaban entrar a nadie, ni siquiera a
los propios vecinos. De repente, salió del portal, esposado y llevado por dos
policías. Era él, el famoso coronel: un señor muy mayor, de pelo largo bien
peinado y barba canosa, batín de satén y zapatillas de andar por casa, y una
cínica expresión, con motas de sangre, de haber realizado el trabajo bien
hecho.
—¡Allí está! —le pude distinguir por su
boina y gabardina gris, tres portales más abajo, sentado en el bordillo y con
la cabeza entre las piernas.
—¡Esteban, Esteban! —grité, pero no
reaccionaba.
Me acerqué, puse mis manos sobre sus
hombros y, muy despacio, levantó la cabeza; sus ojos estaban inundados. Le besé
en la frente y me envolvió con sus brazos. En ese momento, me sentí el niño más
feliz del mundo.
Óscar
Nuño ©
1 comentario:
Enganchada es poco decir, para describirte como me has dejado con esta historia, la e leído dos veces.
genial, no me esperaba el final, se me ha hecho corto el relato.
bienvenido y enhorabuena.
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