LA MOSCA
Soy la mosca cojonera,
que en todas partes está
y en ninguna se la espera.
Pues sí, soy una mosca cojonera,
¿qué pasa? ¡A mucha honra! Suelo dedicar el día, con mi grupo de compis, a pulular
en torno a la bragueta de un pastor que se llama Ricardo. A donde va Ricardo,
vamos nosotras, como un cinturón de asteroides orbitando y zumbando en torno a
su entrepierna. Él está ya tan acostumbrado a nuestra compañía que ni se
molesta; pasa mucho de nosotras. Excepto cuando tiene que miccionar –como veis,
soy una mosca muy bien hablada–. Entonces lo pasa mal, porque nos lanzamos
todas al ataque y Ricardo tiene que aguantarse el artefacto con una sola mano,
dando bandazos a uno y otro lado para obstaculizar nuestro feliz aterrizaje
sobre el susodicho, mientras con la otra se dedica a espantarnos sacudiendo
manotazos a diestro y siniestro, en una especie de baile muy pintoresco, bien
conocido desde tiempos ancestrales, y que se llama La meada del pastor. A veces, de tanto dar manotazos fallidos,
acaba por sacudirse uno a sí mismo en sus partes nobles, doblándose de dolor y
soltando tacos y blasfemias; y nosotras lo pasamos en grande, que por algo
somos moscas cojoneras. Este espectáculo se ha hecho tan famoso que ha sido
declarado Bien de interés cultural
por la Unesco. El Ministerio de Turismo, en su campaña de promoción de la Marca España, está preparando una gira
para darlo a conocer en Japón –donde ha despertado una gran expectación– bajo
el reclamo turístico The Spanish Cojonera
Fly Show.
Lo que pasa es que a veces me aburro
de tanto estar con Ricardo y entonces me largo un rato por ahí a ver a quién
puedo fastidiarle el día. Últimamente he estado poco por el cole nuevo, a donde,
ahora que están todos más creciditos, ha ido a parar la jauría infantil que
antes iba a la antigua guardería. Me han dicho que el cole está lleno, porque
este curso les ha llegado gente de fuera, así que creí que sería un buen sitio
para ir a jorobar al personal, y el otro día me di un garbeo por allí.
Nada más llegar, me dije “Mira, la
ocasión la pintan calva”: Isabelita estaba en el patio abrazando y dando besos
y más besos a un juguete nuevo que le habían regalado –una mierda de muñeca
rubia con trenzas–. No paré de incordiar hasta que todos acabaron persiguiéndome
y dando manotazos para cazarme, y alguien acabó tirando la muñeca al suelo y se
rompió. Isabelita empezó a llorar como una Magdalena hasta que vino el profe a
poner orden. Todos, niños y niñas, le tenían mucho miedo, porque era muy
estricto y, por menos de nada, los castigaba de cara a la pared.
–¿Qué pasa aquí? ¿Quién ha roto la
muñeca de Isabelita?
–Yo no, don Pedrusco; se lo juro, se
lo juro –se arrinconó, poniendo cara de no haber roto un plato, Anita, que
tenía la impresión de que siempre la tomaba con ella.
–No me mientas, ¿eh?, que ya sabes
que tengo la mano muy suelta.
A Anita le cambió la expresión. Se
plantó frente a él con los brazos en jarras y la mirada descarada:
–Mire, profe: usted me suelta la
mano y le hago un placaje de judo, con lanzamiento en medio tirabuzón y caída
sobre las cervicales, con patada en el escroto al aterrizar, que se le quitan
las ganas. ¿Oído, cocina?
–¡Hostias, Pedrín, cómo está el
patio! –masculló don Pedrusco–. ¡Pues sí que han crecido rápido estas criaturas!
–Vale, vale, no te pongas nerviosa
–trató de apaciguar el ambiente el profe–. ¿Alguien sabe quién la ha roto?
Apartado
del grupo, sentado en posición del loto y actitud meditativa, se hacía el
rácano uno de los alumnos mientras runruneaba: Ommm, ommm…
–Tú,
Santito, ¿sabes algo?
–Sí, pero me permitirá que, antes de
contestar, le haga una breve introducción. Érase una vez…
El profe se dedicó a seguir con sus
pesquisas mientras Santito, que había cogido carrerilla, seguía disertando.
Como suponía que los niños tenían más números que las niñas para ser culpables,
don Pedrusco decidió empezar por ellos.
–A ver, Rafalito, menos mirar para
otra parte y dime lo que sabes, que leo en tus ojos que tú te guardas algo.
Rafalito se negaba a hablar de forma
vulgar, como todos los demás niños. Dicen que, ya en la guardería, cuando la
profesora, que era muy mala, le daba un cachete, en vez de llorar como todos
los demás, él lloraba así:
Buááá, buááá, buááá,
la hostia que ma soltao
y encima no he hecho nááá.
Así que don Pedrusco ya
estaba acostumbrado y no se lo tenía en cuenta:
–Venga, venga, no te
hagas el loco y contesta: ¿sabes algo?
¿Sabes algo?, me pregunta,
inquisidor, don Pedrusco;
y yo, como si fuera etrusco,
en mi inocencia presunta.
El profe sintió un latigazo de
cefalea aguda; o sea, que le estallaba la cabeza. Linesita, que ya le tenía
tomada la fila a Rafalito desde el jardín de infancia, no le dejaba pasar una:
–¡Versos de ocho sílabas, pero uno tiene
nueve! ¡Jajajaja! Eso no puede ser, Rafalito; hay que contar, hay que contar –y
los dedos de Linesita le iban tan rápidos, tan rápidos, que parecía que
estuviera tocando un preludio de Rachmaninoff.
Don Pedrusco sacó una aspirina de un
bolsillo de la chaqueta y se la tragó sin más. Convencido de que por ahí no iba
a sacar nada en claro, continuó sus pesquisas. Había un alumno al que no se le
pasaba nada por alto, así que ése seguro que tenía que saber algo:
–A ver, Jesusito, venga –le
presionaba el profe–. No pasa nada si me lo dices. Y si has sido tú, tampoco. No
te castigaré; pero, venga, cuéntame.
Jesusito no tenía ningún problema en
contarle todo lo que sabía, así que no dudó en colaborar:
–Pues verá: en Caviedes, cuando yo
era chico, pasó un caso similar en la casona que había junto al prao…
–Para, para, Jesusito, para, que ya
llevo dos paracetamoles esta mañana; ten piedad. Déjalo. De todas formas,
seguro que tú no has sido. Habrá sido Lucasito, que, como es el más pequeño de
la clase, se piensa que se va a librar; pero va dado si se cree que se va a
salir con la suya.
–Eh, Lucasito, ven para acá.
Cuéntame: ¿por qué le has roto el juguete a Isabelita, eh? ¿Te parece bonito?
–No es verdaz. Y, para que lo sepa: si lo hubiera hecho, se lo diría, que
para chulo yo, que me columpio en la cadena del váter. ¿Capisci?
–¡Qué cruz! –hablaba entre dientes el
profe.– Bien pensado –se dijo– tampoco creo que haya sido Lucasito. Más me
mosquea el otro, haciéndose el yogui –y volvió para insistir con Santito, que
seguía a lo suyo:
–…
y consultadas diversas fuentes, entre las que figura Santa Teresa de Jesús y su
hermano Rodrigo…
El
profe se rascó la cabeza y se alejó con el rabo entre las piernas, pensando que
ya volvería dentro de media hora. Aún le faltaba un niño, pero no lo veía por
ninguna parte. Elevó la voz para que le oyeran todos:
–¿Alguien ha visto dónde se ha
metido Oscarín?
Le llegó el sonido, monótono y
desafinado, de un grupo de niñas que estaban al otro lado del patio. Lalita,
Rosita, Carmencita, Jezabelita y Francisquita –que era la última que había
llegado al cole y que siempre tenía mala cara porque en su casa le daban de
comer muchas verduras– estaban juntitas, en círculo, cogiditas de la mano y
dando saltitos sobre un pie y luego sobre el otro, como si trataran de no pisar
las hormigas, ya que Francisquita les estaba enseñando a bailar sardanas.
Interrumpieron el baile y respondieron a coro, como si lo hubieran ensayado:
–Don Pedrusco, don Pedrusco, está
ahí, detrás del seto, dándose el pico con Amudenita –y se alborotaron todas con
una risita cómplice y perversa.
–¡Pero qué decís! –exclamó,
horrorizado, el profe, corriendo hacia el lugar señalado por las niñas y
sorprendiendo a Oscarín y Amudenita, que no estaban muy por la labor colegial, en
flagrante delito de besuqueo infantil.
–Se lo voy a contar a vuestros
padres y os van a castigar, descarados, que sois unos descarados. ¡Habrase
visto estos mocosos! ¿Sabéis algo de quién ha roto la muñeca?
Oscarín, que no soportaba que le
acusaran de cosas que no había hecho, se le encaró:
–¿Passa contigo, colega? ¿Tú me ves a mí como para jugar con muñecas?
Yo ya tengo la mía propia, tronco –y señaló a Amudenita, que puso ojos de
cordero degollado y morritos de cómeme-cómeme.
–A mí ni me lo pregunte, ¿vale? –se
adelantó Amudenita–. ¿No pensará que soy capaz de una cosa así, verdaz? –a lo que don Pedrusco prefirió
no contestar.
Estaba claro que aquellos dos no
estaban para romper muñecas. Pues tenía que ser una de las niñas, ya no le
cabían dudas al respecto. Decidió probar con un farol:
–Remesita, Remesita, que te he
pillado. Conque has sido tú, ¿eh?
–¡Una palabra más y le denuncio por
acoso escolar!
–¡Cagüen!, no ha colado –conjeturaba el profe–. Hoy día, estas puñeteras
niñas vienen al colegio sabiéndose el Código Penal. ¡Le iba a dar una…!
Pensó que sería mejor tirar la
toalla, porque sus progresos en la investigación eran más bien lastimosos. Pero
de pronto se percató de que se le había pasado por alto Nievesita, que era una
niña nueva que siempre se reía mucho, mucho, mucho, y que, cuando le daba el
ataque, en el cole se hacían porras sobre si se había hecho pis.
–A ver, Nievesita, sólo me falta
preguntarte a ti, o sea que no me mientas: ¿has sido tú la que ha roto la
muñeca?
Nievesita se lo miró muy seria. Muy
seria. En silencio. Un silencio tenso. Daba miedo. Luego le dio una convulsión
y se puso a reír, mucho, mucho, mucho…
Del patio llegaban voces acaloradas:
–¡Peseta a que sí!
–¡Que no, hombre, no, que no se ha
reído tanto! ¡Peseta a que no!
–¡Fijo que sí, fijo que sí! ¡Dos
pesetas a que sí!
Eran las cinco de la tarde cuando
los vecinos llamaron a los bomberos, porque el profesor, don Pedrusco, estaba
en lo alto del campanario de la Iglesia y se iba a tirar.
–¡No
puedo más! –gritaba–, ¡esto no hay quien lo aguante! –y saltó al vacío.
Los
bomberos llegaron justo a tiempo para recogerlo en una lona de salvamento antes
de que se estrellara contra el suelo.
Me
he enterado de que, pronto, el colegio va a organizar una salida para que los
niños y niñas puedan visitar a su ex profe en el manicomio de San Clemente,
donde está internado convencido de que es Marlene Dietrich.
¡Qué
le voy a hacer! Misión cumplida. ¿Qué esperabais de mí?:
Que soy la mosca cojonera,
la que en todas partes está
y que en ninguna se la espera.
Y
ahora me tengo que marchar, que el pastor va a mear.
José-Pedro Cladera ©
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