martes, 20 de marzo de 2018

JUGUETE ROTO


LA MOSCA
 Resultado de imagen de niños en el patio
Soy la mosca cojonera,
que en todas partes está
y en ninguna se la espera.

            Pues sí, soy una mosca cojonera, ¿qué pasa? ¡A mucha honra! Suelo dedicar el día, con mi grupo de compis, a pulular en torno a la bragueta de un pastor que se llama Ricardo. A donde va Ricardo, vamos nosotras, como un cinturón de asteroides orbitando y zumbando en torno a su entrepierna. Él está ya tan acostumbrado a nuestra compañía que ni se molesta; pasa mucho de nosotras. Excepto cuando tiene que miccionar –como veis, soy una mosca muy bien hablada–. Entonces lo pasa mal, porque nos lanzamos todas al ataque y Ricardo tiene que aguantarse el artefacto con una sola mano, dando bandazos a uno y otro lado para obstaculizar nuestro feliz aterrizaje sobre el susodicho, mientras con la otra se dedica a espantarnos sacudiendo manotazos a diestro y siniestro, en una especie de baile muy pintoresco, bien conocido desde tiempos ancestrales, y que se llama La meada del pastor. A veces, de tanto dar manotazos fallidos, acaba por sacudirse uno a sí mismo en sus partes nobles, doblándose de dolor y soltando tacos y blasfemias; y nosotras lo pasamos en grande, que por algo somos moscas cojoneras. Este espectáculo se ha hecho tan famoso que ha sido declarado Bien de interés cultural por la Unesco. El Ministerio de Turismo, en su campaña de promoción de la Marca España, está preparando una gira para darlo a conocer en Japón –donde ha despertado una gran expectación– bajo el reclamo turístico The Spanish Cojonera Fly Show.
            Lo que pasa es que a veces me aburro de tanto estar con Ricardo y entonces me largo un rato por ahí a ver a quién puedo fastidiarle el día. Últimamente he estado poco por el cole nuevo, a donde, ahora que están todos más creciditos, ha ido a parar la jauría infantil que antes iba a la antigua guardería. Me han dicho que el cole está lleno, porque este curso les ha llegado gente de fuera, así que creí que sería un buen sitio para ir a jorobar al personal, y el otro día me di un garbeo por allí.
            Nada más llegar, me dije “Mira, la ocasión la pintan calva”: Isabelita estaba en el patio abrazando y dando besos y más besos a un juguete nuevo que le habían regalado –una mierda de muñeca rubia con trenzas–. No paré de incordiar hasta que todos acabaron persiguiéndome y dando manotazos para cazarme, y alguien acabó tirando la muñeca al suelo y se rompió. Isabelita empezó a llorar como una Magdalena hasta que vino el profe a poner orden. Todos, niños y niñas, le tenían mucho miedo, porque era muy estricto y, por menos de nada, los castigaba de cara a la pared.
            –¿Qué pasa aquí? ¿Quién ha roto la muñeca de Isabelita?
            –Yo no, don Pedrusco; se lo juro, se lo juro –se arrinconó, poniendo cara de no haber roto un plato, Anita, que tenía la impresión de que siempre la tomaba con ella.
            –No me mientas, ¿eh?, que ya sabes que tengo la mano muy suelta.
            A Anita le cambió la expresión. Se plantó frente a él con los brazos en jarras y la mirada descarada:
            –Mire, profe: usted me suelta la mano y le hago un placaje de judo, con lanzamiento en medio tirabuzón y caída sobre las cervicales, con patada en el escroto al aterrizar, que se le quitan las ganas. ¿Oído, cocina?
            –¡Hostias, Pedrín, cómo está el patio! –masculló don Pedrusco–. ¡Pues sí que han crecido rápido estas criaturas!
            –Vale, vale, no te pongas nerviosa –trató de apaciguar el ambiente el profe–. ¿Alguien sabe quién la ha roto?
Apartado del grupo, sentado en posición del loto y actitud meditativa, se hacía el rácano uno de los alumnos mientras runruneaba: Ommm, ommm
–Tú, Santito, ¿sabes algo?
            –Sí, pero me permitirá que, antes de contestar, le haga una breve introducción. Érase una vez…
            El profe se dedicó a seguir con sus pesquisas mientras Santito, que había cogido carrerilla, seguía disertando. Como suponía que los niños tenían más números que las niñas para ser culpables, don Pedrusco decidió empezar por ellos.
            –A ver, Rafalito, menos mirar para otra parte y dime lo que sabes, que leo en tus ojos que tú te guardas algo.
            Rafalito se negaba a hablar de forma vulgar, como todos los demás niños. Dicen que, ya en la guardería, cuando la profesora, que era muy mala, le daba un cachete, en vez de llorar como todos los demás, él lloraba así:
Buááá, buááá, buááá,
la hostia que ma soltao
y encima no he hecho nááá.
Así que don Pedrusco ya estaba acostumbrado y no se lo tenía en cuenta:
–Venga, venga, no te hagas el loco y contesta: ¿sabes algo?
¿Sabes algo?, me pregunta,
inquisidor, don Pedrusco;
y yo, como si fuera etrusco,
en mi inocencia presunta.
            El profe sintió un latigazo de cefalea aguda; o sea, que le estallaba la cabeza. Linesita, que ya le tenía tomada la fila a Rafalito desde el jardín de infancia, no le dejaba pasar una:
            –¡Versos de ocho sílabas, pero uno tiene nueve! ¡Jajajaja! Eso no puede ser, Rafalito; hay que contar, hay que contar –y los dedos de Linesita le iban tan rápidos, tan rápidos, que parecía que estuviera tocando un preludio de Rachmaninoff.
            Don Pedrusco sacó una aspirina de un bolsillo de la chaqueta y se la tragó sin más. Convencido de que por ahí no iba a sacar nada en claro, continuó sus pesquisas. Había un alumno al que no se le pasaba nada por alto, así que ése seguro que tenía que saber algo:
            –A ver, Jesusito, venga –le presionaba el profe–. No pasa nada si me lo dices. Y si has sido tú, tampoco. No te castigaré; pero, venga, cuéntame.
            Jesusito no tenía ningún problema en contarle todo lo que sabía, así que no dudó en colaborar:
            –Pues verá: en Caviedes, cuando yo era chico, pasó un caso similar en la casona que había junto al prao
            –Para, para, Jesusito, para, que ya llevo dos paracetamoles esta mañana; ten piedad. Déjalo. De todas formas, seguro que tú no has sido. Habrá sido Lucasito, que, como es el más pequeño de la clase, se piensa que se va a librar; pero va dado si se cree que se va a salir con la suya.
            –Eh, Lucasito, ven para acá. Cuéntame: ¿por qué le has roto el juguete a Isabelita, eh? ¿Te parece bonito?
            –No es verdaz. Y, para que lo sepa: si lo hubiera hecho, se lo diría, que para chulo yo, que me columpio en la cadena del váter. ¿Capisci?
            –¡Qué cruz! –hablaba entre dientes el profe.– Bien pensado –se dijo– tampoco creo que haya sido Lucasito. Más me mosquea el otro, haciéndose el yogui –y volvió para insistir con Santito, que seguía a lo suyo:
–… y consultadas diversas fuentes, entre las que figura Santa Teresa de Jesús y su hermano Rodrigo…
El profe se rascó la cabeza y se alejó con el rabo entre las piernas, pensando que ya volvería dentro de media hora. Aún le faltaba un niño, pero no lo veía por ninguna parte. Elevó la voz para que le oyeran todos:
            –¿Alguien ha visto dónde se ha metido Oscarín?
            Le llegó el sonido, monótono y desafinado, de un grupo de niñas que estaban al otro lado del patio. Lalita, Rosita, Carmencita, Jezabelita y Francisquita –que era la última que había llegado al cole y que siempre tenía mala cara porque en su casa le daban de comer muchas verduras– estaban juntitas, en círculo, cogiditas de la mano y dando saltitos sobre un pie y luego sobre el otro, como si trataran de no pisar las hormigas, ya que Francisquita les estaba enseñando a bailar sardanas. Interrumpieron el baile y respondieron a coro, como si lo hubieran ensayado:
            –Don Pedrusco, don Pedrusco, está ahí, detrás del seto, dándose el pico con Amudenita –y se alborotaron todas con una risita cómplice y perversa.
            –¡Pero qué decís! –exclamó, horrorizado, el profe, corriendo hacia el lugar señalado por las niñas y sorprendiendo a Oscarín y Amudenita, que no estaban muy por la labor colegial, en flagrante delito de besuqueo infantil.
            –Se lo voy a contar a vuestros padres y os van a castigar, descarados, que sois unos descarados. ¡Habrase visto estos mocosos! ¿Sabéis algo de quién ha roto la muñeca?
            Oscarín, que no soportaba que le acusaran de cosas que no había hecho, se le encaró:
            –¿Passa contigo, colega? ¿Tú me ves a mí como para jugar con muñecas? Yo ya tengo la mía propia, tronco –y señaló a Amudenita, que puso ojos de cordero degollado y morritos de cómeme-cómeme.
            –A mí ni me lo pregunte, ¿vale? –se adelantó Amudenita–. ¿No pensará que soy capaz de una cosa así, verdaz? –a lo que don Pedrusco prefirió no contestar.
            Estaba claro que aquellos dos no estaban para romper muñecas. Pues tenía que ser una de las niñas, ya no le cabían dudas al respecto. Decidió probar con un farol:
            –Remesita, Remesita, que te he pillado. Conque has sido tú, ¿eh?
            –¡Una palabra más y le denuncio por acoso escolar!
            –¡Cagüen!, no ha colado –conjeturaba el profe–. Hoy día, estas puñeteras niñas vienen al colegio sabiéndose el Código Penal. ¡Le iba a dar una…!
            Pensó que sería mejor tirar la toalla, porque sus progresos en la investigación eran más bien lastimosos. Pero de pronto se percató de que se le había pasado por alto Nievesita, que era una niña nueva que siempre se reía mucho, mucho, mucho, y que, cuando le daba el ataque, en el cole se hacían porras sobre si se había hecho pis.
            –A ver, Nievesita, sólo me falta preguntarte a ti, o sea que no me mientas: ¿has sido tú la que ha roto la muñeca?
            Nievesita se lo miró muy seria. Muy seria. En silencio. Un silencio tenso. Daba miedo. Luego le dio una convulsión y se puso a reír, mucho, mucho, mucho…
            Del patio llegaban voces acaloradas:
            –¡Peseta a que sí!
            –¡Que no, hombre, no, que no se ha reído tanto! ¡Peseta a que no!
            –¡Fijo que sí, fijo que sí! ¡Dos pesetas a que sí!

            Eran las cinco de la tarde cuando los vecinos llamaron a los bomberos, porque el profesor, don Pedrusco, estaba en lo alto del campanario de la Iglesia y se iba a tirar.
–¡No puedo más! –gritaba–, ¡esto no hay quien lo aguante! –y saltó al vacío.
Los bomberos llegaron justo a tiempo para recogerlo en una lona de salvamento antes de que se estrellara contra el suelo.
Me he enterado de que, pronto, el colegio va a organizar una salida para que los niños y niñas puedan visitar a su ex profe en el manicomio de San Clemente, donde está internado convencido de que es Marlene Dietrich.
¡Qué le voy a hacer! Misión cumplida. ¿Qué esperabais de mí?:
Que soy la mosca cojonera,
la que en todas partes está
y que en ninguna se la espera.

Y ahora me tengo que marchar, que el pastor va a mear.

José-Pedro Cladera ©

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