LA TABLA
ROTA
Son ya las ocho de la tarde y el ruido en la casa del vecino es
infernal. Pican las paredes por cuarta o quinta vez ya. Yo, tras un surfing y una hora de estudio poco
productivo, reposo en mi cama al son del heavy
metal y la lluvia impactando contra los cristales. Como no me apetece mucho
leer el libro que tengo en la mesilla, me decido por mirar Facebook y allí me
encuentro con cientos de videos de mis amigos y de desconocidos haciendo skate. Pero yo, por culpa de que lleva
dos semanas lloviendo sin tregua, no he podido sentir la tabla en mis pies ni
un solo instante estos últimos catorce días. Empiezo a recordar las eternas
tardes de skate con mis amigos y, en
ocasiones, con mi padre. Cuanto más me acuerdo, más ganas tengo de patinar, a
pesar de que sea imposible.
Y mientras yazco en mi cama, me fijo en la más oscura esquina de mi
habitación. En ella se encuentra apoyada una vieja, rota y desmontada tabla de skate que, al no tener ni ruedas ni ejes,
es solo un mero objeto decorativo. Cuando las tablas están desmontadas, mis
amigos y yo solíamos intentar hacer los mismos trucos que cuando lo están, a
pesar de que ya solo son viejos y rotos listones de madera. El problema viene
con que, si empiezas a dar saltos con una tabla de madera en tu cuarto, por muy
cerrada que esté la puerta de la habitación, se van a enterar hasta en la otra
punta del mundo por culpa del ruido que hace, que no pasa desapercibido, y mi
madre me manda parar en menos de lo que canta un gallo.
Cuanto más miro la tabla, más ganas me entran de ponerme a dar
saltos con ella. Finalmente, me decido. Si mis vecinos pueden derribar su casa
a martillazos y quedar impunes, ¿por qué yo no? Así que me calzo mis
destrozadas zapatillas, agarro la deslaminada tabla, la coloco entre mis pies y
la alfombra, siento su cóncavo, y me y me dispongo a lanzar los primeros
trucos. Empiezo con los más fáciles, para calentar. Subo el nivel y, tras un
rato, empiezo a intentar las más imposibles maniobras. Después de diez
exhaustos minutos, mi cuerpo está agotado y, a pesar de todo, podría seguir así
todo el día; pero no, la aguafiestas de mi hermana entra en mi cuarto y, con su
voz de niña repelente, me dice: “¡Para! ¡Vas a hacer que el suelo se venga
abajo!”
Tras quitarme las zapatillas y colocar la tabla en su tenebroso
rincón, me vuelvo a tumbar en la cama y pienso: “¡Coño! ¡Pues ahora si que me
leía un libro!”.
Lucas Nuño ©
No hay comentarios:
Publicar un comentario