martes, 20 de marzo de 2018

JUGUETE ROTO


LA TABLA ROTA
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Son ya las ocho de la tarde y el ruido en la casa del vecino es infernal. Pican las paredes por cuarta o quinta vez ya. Yo, tras un surfing y una hora de estudio poco productivo, reposo en mi cama al son del heavy metal y la lluvia impactando contra los cristales. Como no me apetece mucho leer el libro que tengo en la mesilla, me decido por mirar Facebook y allí me encuentro con cientos de videos de mis amigos y de desconocidos haciendo skate. Pero yo, por culpa de que lleva dos semanas lloviendo sin tregua, no he podido sentir la tabla en mis pies ni un solo instante estos últimos catorce días. Empiezo a recordar las eternas tardes de skate con mis amigos y, en ocasiones, con mi padre. Cuanto más me acuerdo, más ganas tengo de patinar, a pesar de que sea imposible.  
Y mientras yazco en mi cama, me fijo en la más oscura esquina de mi habitación. En ella se encuentra apoyada una vieja, rota y desmontada tabla de skate que, al no tener ni ruedas ni ejes, es solo un mero objeto decorativo. Cuando las tablas están desmontadas, mis amigos y yo solíamos intentar hacer los mismos trucos que cuando lo están, a pesar de que ya solo son viejos y rotos listones de madera. El problema viene con que, si empiezas a dar saltos con una tabla de madera en tu cuarto, por muy cerrada que esté la puerta de la habitación, se van a enterar hasta en la otra punta del mundo por culpa del ruido que hace, que no pasa desapercibido, y mi madre me manda parar en menos de lo que canta un gallo.
Cuanto más miro la tabla, más ganas me entran de ponerme a dar saltos con ella. Finalmente, me decido. Si mis vecinos pueden derribar su casa a martillazos y quedar impunes, ¿por qué yo no? Así que me calzo mis destrozadas zapatillas, agarro la deslaminada tabla, la coloco entre mis pies y la alfombra, siento su cóncavo, y me y me dispongo a lanzar los primeros trucos. Empiezo con los más fáciles, para calentar. Subo el nivel y, tras un rato, empiezo a intentar las más imposibles maniobras. Después de diez exhaustos minutos, mi cuerpo está agotado y, a pesar de todo, podría seguir así todo el día; pero no, la aguafiestas de mi hermana entra en mi cuarto y, con su voz de niña repelente, me dice: “¡Para! ¡Vas a hacer que el suelo se venga abajo!”
Tras quitarme las zapatillas y colocar la tabla en su tenebroso rincón, me vuelvo a tumbar en la cama y pienso: “¡Coño! ¡Pues ahora si que me leía un libro!”.

Lucas Nuño ©


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