Hace unas décadas, tuvo mucho éxito
en Inglaterra un libro que versaba sobre costumbres y anécdotas en torno a la
familia real británica. Una de las historias, supuestamente ciertas y que
posteriormente dio lugar a todo tipo de chistes y versiones que variaban en
cuanto al personaje que acompañaba a la reina, procedía de uno de los cocheros
que conducía la carroza real. Visitaban Inglaterra los reyes de un pequeño país
africano que había pertenecido al Imperio Británico y, como ordenaba el
protocolo, en un desfile real por las calles de Londres, las dos reinas –la
británica y la africana– iban en una carroza abierta, desfilando sus
respectivos maridos en otra. Se daba la circunstancia de que la dama africana
gozaba de gran simpatía entre los ingleses, con su voluminoso cuerpo, sus ropas
de llamativos colores y su risa abierta y campechana que contrastaba con las
maneras, mucho más estiradas, de la familia real local. Las dos reales féminas
saludaban a la muchedumbre que se agolpaba en las aceras para ver a la
simpática y pintoresca reina subsahariana.
Pues
ocurrió que, en un momento del recorrido real, el caballo que tenían frente a
las dos ilustres damas, escasamente a dos metros de sus reales narices, soltó
una muy sonora y aún más pestilente ventosidad. La reina Isabel, acostumbrada a
salir airosa en cualquier apuro diplomático, confesó que fue aquella una de las
pocas veces en su vida que se había quedado boquiabierta y sin saber qué decir.
Al fin, sonrojada y apurada, miró a su real huésped y le dijo que lo sentía,
que era una situación inusitada, de lo más embarazosa y que le pedía mil
perdones.
La reina africana, haciendo gala de que también ella estaba acostumbrada a capear situaciones diplomáticamente
complicadas, si bien con unos protocolos manifiestamente diferentes de los
europeos, cogió amablemente una mano enguantada de la reina inglesa, le regaló
la más deliciosa de sus sonrisas y le dijo:
–Pero, por favor, no se preocupe. Si
pensaba que había sido el caballo…
Viene a cuento esta introducción
porque cuando leí esta historia, que no fue en el propio libro –que no es ese
un género literario que me atraiga particularmente– sino en una reseña
posterior, se decía que el cochero real, que había filtrado la historia a la
prensa, tenía suerte de haber nacido en aquella época, ya que, de haber
sucedido esto en otros tiempos, hubiera sido enviado a la Torre de Londres,
donde su indiscreción le hubiera acarreado que le arrancaran la lengua con unas
tenazas y luego, probablemente, que le ataran a un poste en el Támesis con el
agua al cuello durante la bajamar y luego esperar a que subiera la marea y disfrutar
del espectáculo. Así se las gastaban en otros tiempos con los bocazas. Y así
pues, con esta pequeña digresión, me he plantado en el tema que nos ocupa, ya
que la Torre de Londres es una rica fuente de inspiración.
Por la Torre pasaron personajes de
lo más variopinto, desde Ana Bolena hasta Rudolf Hess, que fue el último
prisionero de estado. En la época de su mayor gloria y esplendor, que fue
durante el reinado de una inocente criatura llamada Enrique VIII, a la Torre se
entraba con la cabeza sobre los hombros, pero se acostumbraba a salir con cada
cosa por su lado. Y quien no salía descabezado, salía mutilado, descoyuntado, tuerto
y similares muestras de la gentileza de los verdugos de Su Majestad. Sin
embargo, también hubo algún caso singular que constituía la excepción a tan poco
halagüeños auspicios.
Uno
de los personajes que hizo escuela fue don Hipólito de Salazar y Ayamonte, un
joven y prometedor diplomático español que fue sorprendido en flagrante acto de
sodomizar a un sobrino de Su Majestad –sí, del bestia, claro: Enrique VIII–.
Tratándose de un diplomático extranjero, lo que procedía era echarlo del país,
pero el rey inglés, que tenía su conocida y proverbial mala uva, estaba tan
furioso que no pensaba dejarlo que se fuera de rositas tan fácilmente, así que,
astutamente, antes de entregarlo a las autoridades españolas con la orden de
expulsión, ordenó que fuera sometido a tres horas de tormento en la Torre.
Pero, eso sí, a fin de no tener problemas diplomáticos con la entonces poderosa
España, ordenó al verdugo que no hubiera ningún testigo que pudiera dar cuenta
de tal violación de los protocolos diplomáticos y que, sobre todo, las torturas
no dejaran secuelas, a fin de poder negar rotundamente que se hubieran
producido.
El verdugo de Su Majestad percibió
al instante que su recién llegado reo era distinto a lo que solían llevarle. Los
reos, sin excepción, al entrar en la cámara de torturas, mostraban terror ante
la visión de las tenazas sobre el brasero de carbones encendidos, las hachas
afiladas y listas para amputar miembros, los ganchos de cazoleta para extraer
ojos de sus cuencas naturales, el torno para descoyuntar articulaciones, los
cuchillos para desollar, látigos de diversos diseños, la silla de clavos y todo
el siniestro elenco de herramientas y artefactos necesarios para el correcto
desempeño del noble oficio de verdugo real. Sin embargo, don Hipólito de
Salazar y Ayamonte se paseaba airosamente entre todo aquello, como si estuviera
en un museo de arte, examinando con curiosidad pero con una cierta distancia y
displicencia tan macabro muestrario del horror. Su expresión era relajada y hasta
mostraba una sardónica sonrisa.
–¿Quizás
encuentra vuecencia divertido lo que ve? –le preguntó el verdugo, con un
marcado acento cockney, que don
Hipólito reconoció al instante, con un gesto de disgusto, como perteneciente a
los bajos fondos del este de Londres–. Os aseguro que no tardaréis en cambiar
de opinión. Veamos, veamos… Tres horas nada más. Bueno, menos da una rock (o sea, una piedra). A mí, cuando
ando justo de tiempo, me gusta empezar por las tenazas. Nada como arrancar un
buen trozo de carne con las tenazas al rojo vivo para poner al reo en
situación.
Don
Hipólito, ante la perplejidad del torturador, ni siquiera pestañeó.
–Vamos
a ver, señor verdugo, que me parece que no se ha percatado usted de la
situación. Ya puede ir olvidándose de tenazas, cuchillos, brasas,
descoyuntamientos, amputaciones, incluso látigos. De todo eso, nothing of nothing (o sea, que nada de
nada). Si me deja usted una sola secuela de tortura, el conflicto diplomático
entre Inglaterra y España está servido y sus consecuencias serían
imprevisibles. Imprevisibles para nuestros países, claro, aunque no para usted.
Desobedecer una orden expresa de Su Majestad y montarle un chicken (es decir, un pollo) internacional, a usted le acarrearía
que lo desollaran, le sacaran los ojos, lo descuartizaran y lo echaran como
comida a las fieras del zoológico. No querrá usted eso, ¿verdad?
El
verdugo quedó boquiabierto. Don Hipólito siguió:
–Vamos,
hombre, no se preocupe. Estamos los dos en el mismo barco. Sólo tenemos que
encontrar la manera de que usted pueda obedecer la orden recibida pero no se
exponga a pagar tan alto precio. Yo estoy aquí para ayudarle. Somos aliados. Lo
entiende, ¿verdad?
–Oh, shit! –comentó el atormentador,
haciendo gala de su gran versatilidad lingüística. El español, de noble cuna,
hizo una mueca de disgusto ante la palabra soez del inglés–. Tiene usted razón.
Menos mal que me lo ha dicho, si no… ¡Pues sí que me ha caído un buen brown (es decir, un buen marrón). Pues
no se me ocurre nada, la verdad. Yo, todo lo que hago es a lo bestia. Ayúdeme,
por favor.
El
español, comprensiblemente, trató de llevar el agua a su molino y sugirió
prácticas de tortura que, la verdad sea dicha, no daban la talla, como, por
ejemplo, que le dejara las tres horas sin comer ni beber, que eso no dejaba
huella; que le pusiera a mano alguna buena moza desnuda sin poder alcanzar a
tocarla, que eso, a un español como él, le atormentaría una barbaridad y
tampoco dejaba marcas. Pero, claro, todo eso era llevar las cosas demasiado
lejos y no podía ser. El verdugo estaba dispuesto a ir con tiento, pero
insistía en que tenía que haber dolor físico, porque, si no, aquello no era una
tortura sino una mariconada.
Y fue ahí donde la habilidad de don
Hipólito de Salazar y Ayamonte alcanzó cotas raramente igualadas y posteriormente
ampliamente emuladas por los grandes diplomáticos de la Corona española… y
otras. Le explicó al verdugo que esa situación, que para él era nueva, en
España era práctica habitual. En España estábamos ya de vuelta de eso y se daba
mucho lo de torturar a diplomáticos extranjeros sin dejar huella, y con el paso
de los años nos habíamos convertido en auténticos maestros en ese arte. O sea,
que estuviera tranquilo, que ahí estaba él para sacarle del atolladero y que no
tuviera problemas con su rey.
–Mi
querido amigo –congració hábilmente el español–, ¿por ventura ha oído usted hablar
de nuestro puntapié postescrotal?
El
verdugo se rascó la cabeza tratando de dilucidar a qué se refería.
–Perdone,
pero es que yo, de idiomas, ando fatal.
–No
se preocupe, que yo se lo explico. Preste atención porque es fundamental, para
el buen fin de esta técnica de tormento, no perderse detalle.
Así
que le explicó que el puntapié
postescrotal consistía en abrir de piernas al reo, y el verdugo, calzando
las botas puntiagudas que eran normales en la moda varonil de aquella época,
debía propinar un puntapié, no necesariamente muy fuerte, pero sí aplicado de tal
forma que la punta de la bota pasara, sin siquiera rozarlo, por debajo del saco
escrotal y, en cuanto la punta del calzado rebasara tan sensible zona anatómica,
debía inclinarse súbitamente hacia arriba descargando el golpe, de forma
certera, en la parte posterior de tan nobles órganos. Así se conseguía un
puntapié, ciertamente doloroso –con lo cual quedaba cumplida la orden real de
aplicar tormento–, pero, en cualquier caso, sin haber tocado ninguna parte
noble y, por ello, sin dejar secuelas que tan malos augurios presentarían para
la posterior descendencia del español y tan negros presagios acarrearían al
verdugo. La técnica era lo fundamental. Cualquier error de aplicación,
cualquier inexactitud en el punto de impacto, cualquier daño irreversible para
el normal desenvolvimiento del español en posteriores artes amatorias, tendría fatales
consecuencias para el torturador.
Dada
la importancia del meticuloso desarrollo del acto torturador, procedía que don
Hipólito le hiciera una pedagógica demostración práctica para que aprendiera la
forma exacta en debía aplicarse el puntapié
postescrotal. Naturalmente, sería una demostración al modo en que los
luchadores entrenaban, es decir, apuntando el golpe pero sin llevarlo hasta su
efectiva conclusión.
El
verdugo estaba agradecido por haber encontrado en el español a un colaborador
tan comprensivo, tan versado en el noble arte del tormento y tan dispuesto a
ayudarle en el trance horrible en que Su Majestad le había colocado.
–Desde
luego, no sé qué habría hecho sin usted. Ha sido usted una bendición del cielo
y le estaré eternamente agradecido por su ayuda. Me ha salvado usted la vida.
Ustedes los españoles son un gran pueblo. Fank
you, Fank you! (De nuevo aquel vulgar acento cockney que para el español suponía ya una insufrible tortura).
Así
que, estando el verdugo abierto de piernas, don Hipólito se colocó en posición,
le llamó de nuevo la atención sobre el sutil movimiento de su bota al adoptar
el ángulo oportuno a tan delicada operación y, sin más, descargó, con todas sus
fuerzas, una patada brutal, seca, sin reservas en la entrepierna del verdugo.
Éste se hinchó de golpe, sus ojos parecieron querer saltar de sus órbitas, las
rodillas le crujieron al chocar entre ellas, sus manos apretaron con fuerza su
entrepierna como queriendo evitar que estallara, tres dientes salieron
disparados –que don Hipólito esquivó con donaire–, emitió un chillido
lacerante, agudo, penetrante, como el de una hiena en celo y, entre terribles
dolores y estertores, perdió el conocimiento.
Cuando el verdugo despertó, el hábil
Hipólito de Salazar y Ayamonte estaba ya embarcado en un buque de la Armada española
que había soltado amarras y salía del puerto con rumbo a nuestro querido país.
Los ingleses, haciendo gala de su proverbial humor, reconocieron la habilidad del
español en situación tan comprometida y, lejos de tenérselo en cuenta, su peripecia
se explica, con gracejo, en las escuelas diplomáticas de la pérfida Albión, donde la técnica es citada en sus manuales de
diplomacia como The Spanish Post-Scrotum
Kick. Eso sí, al verdugo le cortaron la cabeza, que hasta en lo del humor
inglés hay límites.
José-Pedro
Cladera ©
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