domingo, 29 de abril de 2018

LA TORTURA




I

Mis recuerdos son las paredes altas y grises del orfanato. Gritos, lloros y miedos nocturnos al ver las siluetas de las monjas deambular por los largos pasillos durante la noche.

Nos levantaban cuando empezaba a clarear la mañana y empezaban nuestras tareas, que se prolongaban durante todo el día, sin apenas descanso.

            La comida era escasa y el frío congelaba nuestras manos, expuestas a la intemperie en los trabajos en el campo. Éramos pequeños agricultores haciendo tareas de adultos.

            Abandoné el orfanato con dieciséis años. Me habían conseguido un trabajo en una fábrica de curtidos que estaba en los alrededores del pueblo. Vivía y trabajaba en el mismo lugar, un almacén anexo a la fábrica, donde se almacenaban y seleccionaban las pieles para la elaboración de botas.

            En mis sueños, siempre veía a una mujer alejarse, a toda prisa, llorando y sin mirar atrás. Yo la seguía e intentaba llamarla, y así me despertaba cada día.

            Sueños y pesadillas, pero ningún recuerdo al que aferrarme para lograr algún momento de felicidad. Solo tenía un nombre, Tomás; era un hijo de nadie y a nada podía aspirar.

            Intenté en más de una ocasión solicitar información a la Madre Angelina. Fue en vano, siempre repetía lo mismo: mi madre me había abandonado al nacer porque no me quería, y jamás se había interesado por mí. Me aconsejaba que me olvidara de ella, pues era una mala mujer y no tenían información alguna de su paradero.

            Entre sueños, pesadillas y recuerdos, que no tenía, fue transcurriendo el tiempo.


            II


            La noche estaba fría y oscura. Caminaba con lentitud. Los dolores de parto me impedían movimientos bruscos y los descansos eran constantes. Tenía que pedir ayuda, pero no encontraba a quién. Intentaba divisar alguna casa, pero, a mi alrededor, solo se escuchaban los aullidos de algún perro perdido.

            Ignoro los días, las horas y lo que me sucedió. Desperté en una habitación y, a mi alrededor, varias monjas me  ponían vendas empapadas de agua fría. Tenía mucha fiebre.

            Me sentía extraña, sin dolor, y me palpé la barriga y no noté nada, estaba plana. Me asusté y comencé a llorar.

            –Mi hijo, ¿dónde  está mi hijo?

            –Pobrecita, está delirando –decía una monja.

            –¡Quiero ver a mi hijo Tomás!

            En cuanto estuve recuperada, me obligaron a marchar, no sin antes advertirme que no volviera por el convento, y menos para molestar con preguntas absurdas. Me indicaron que siguiera mi camino, lejos de aquel lugar, o tendría consecuencias, no muy favorables para mí.

            Llena de rabia y rota de dolor, abandoné el lugar, sin apenas murmurar. Sabía que Tomás estaba allí y que tenía que hacer lo imposible por recuperarlo.

            Marché lejos, todo lo lejos que una persona puede alejarse andando, parando para descansar y durmiendo al llegar la noche.

            Pasaron muchos días. Llegué a una aldea costera y me acerqué a una mujer que cosía una red y entablé una breve conversación.

            –¿Me puede ayudar? Estoy buscando algún trabajo, por penoso que sea; lo necesito.

            –En la panadería del pueblo ofrecen trabajo, acérquese y pregunte. –Sin apenas levantar la vista, siguió con su trabajo.

            Cada día pensaba en mi pequeño; cada noche lloraba por él; apenas descansaba. La tristeza se reflejaba en mi rostro, nunca sonreía; todos me conocían por la triste. Desconocían el secreto que me atormentaba, jamás se lo conté a nadie, desconfiaba de todo y de todos.

            Recordaba sus cumpleaños y deseaba que fuera feliz con alguna familia que lo hubiera adoptado.

            Pasaron algunos años y me acerqué al orfanato, creyendo en la sensibilidad y humanidad de las monjas. Pero me echaban apenas empezaba a preguntar por mi hijo. 

            Me internaron en un manicomio. Al parecer, estaba loca, decía cosas sin sentido y la gente me tenía miedo. Mi aspecto asustaba, era la imagen de una mujer torturada por el dolor y la angustia.

            Nunca supe del paradero de mi hijo. El final de mis días se acercaba y la pena y la tristeza acabaron conmigo.

                       
 III


            Estaba haciendo un reportaje, sobre un pequeño cementerio abandonado en un pueblo y me dediqué a leer algunos textos grabados en las lápidas, cuando me llamó la atención una de ellas. Me acerqué y leí en voz alta.

            –“Tomás... ¿Por qué me abandonaste, mamá?”

            Las lágrimas resbalaron por mi cara. La pregunta escondía, posiblemente, una triste historia que quedaría oculta para todos, cuyas vidas debieron transcurrir torturadas psicológicamente y con un trágico final.

Nieves Reigadas ©

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