domingo, 1 de julio de 2018

FANTASMAS



Cuando era niño, oí cómo una amiga de mi madre le hablaba del fantasma. Lo vio una noche cálida de verano cuando, antes de acostarse, salió al porche para respirar el aire, que entonces olía a césped recién cortado, y escuchar el sonido de los grillos. Le gustaba el canto de los grillos. Recordaba cuando su padre le había enseñado que su longitud de onda es casi igual que la distancia entre nuestros dos oídos, y por ello nos resulta tan difícil determinar dónde están aunque los oigamos. Ninguna lámpara encendida. Prefería la oscuridad, sentir el embrujo de la penumbra, los olores y los sonidos de la noche. 

Y entonces lo vio. Estaba de pie, reclinado contra uno de los postes del porche, con una pierna bien plantada en el suelo, como un pilar, y la otra doblada por la rodilla y con la suela de la bota apoyada en el madero. Sus ojos brillaban en la noche y adivinaba en él, más que veía, una media sonrisa. Fumaba voluptuosamente y una súbita y agradable brisa, casi imperceptible, llevaba el humo hacia ella. Se levantó, se alisó la falda y se cambió de sitio, para colocarse al otro lado de él, donde el humo del cigarrillo no le diera en la cara. Y quiso decirle que no pasaba nada, que no le molestaba que fumara, que era así de fácil; que ya nunca se enfadaría por tonterías. Y puso su mano sobre su hombro y quiso besarle… Pero ya no estaba. 

Lo vio otra vez cuando, en mitad de la noche, algo, algún ruido desacostumbrado, quizás sólo el calor denso del agosto mediterráneo, la despertó. La luz plateada de una media luna filtrándose entre el visillo de la ventana, abierta, alumbró su cabeza dormida, recostada en la almohada de su cama, junto a ella. Y quiso decirle que no había nada que reprochar, que un día por vivir era más importante que todos los días dejados atrás, que ya no volvería a pasar nunca más, que lo había entendido, que se lo juraba. Y quiso darle la vuelta para besarle… Pero ya no estaba.

Y vi cómo la amiga de mi madre lloraba y cómo mi madre la abrazaba y la consolaba. Pero yo no creía en fantasmas. Era pequeño, pero algo me decía que aquello no era más que ensoñaciones, constructos de mentes que inventaban imágenes irreales, situaciones alternativas para reconciliarse con sus pasados rotos. Nunca creí en ellos. Desde que tuve uso de razón (y esto es ya, de por sí, una pretensión), los fenómenos paranormales, seres sobrenaturales, reencarnaciones, comunicaciones con los muertos, los veía como manifestaciones de mentes débiles, de cerebros faltos de un hervor. Era joven y creía que lo sabía todo…

Tendría yo sobre los dieciséis años. Fue después de la medianoche, durante las primeras horas de la madrugada. Al principio, nada parecía fuera de lo normal. Nada indicaba que fuera a producirse ningún fenómeno extraño, ninguna aparición sobrenatural; nada podía hacerme pensar que estaba a punto de salir de mi error. Entonces lo vi. De repente, estaba ahí, ante mis ojos; casi hubiera podido tocarle si hubiera extendido un brazo, pero estaba paralizado. Notaba mis ojos atónitos, incrédulos, espantados. Por más inverosímil que pudiera parecerme, tenía al fantasma frente a mí. Se movía entre la multitud con un vaso de tubo en una mano y un cigarrillo en la otra. Su cabello, engominado, emitía reflejos azabaches bajo los potentes focos. Su cuerpo, grácil como el de una sirena, se contoneaba al compás de la música estridente. Su rostro, guapo, bronceado, mostraba una sonrisa abierta, de dientes blanquísimos y perfectamente alineados, que dejaban escapar fugaces destellos. Deambulaba entre la marea humana, regalando morritos y caídas de ojos a cuantas féminas se cruzaban en su derrota entre el barullo de cuerpos bailantes. La ropa que vestía dejaba ver, como en un deliberado y más que estudiado descuido, la etiqueta o el logotipo de la marca de moda más cara del mercado. A veces, cuando la música bañaba el ambiente con un par de compases que supuestamente debían tañer alguna cuerda sentimental, lanzaba histriónicamente hacia atrás la cabeza, con los ojos cerrados, para que todos vieran lo mucho que sentía el mensaje musical. Otras, daba un giro completo sobre un pie, en un grácil trompo, un brazo extendido hacia el cielo y el otro horizontalmente, mientras lanzaba a la multitud una pública declaración de su exiguo cociente intelectual: “Oh, yeah!” Todo él era puro cimbreo, puro ritmo. Tuve que rendirme a la evidencia. Había estado equivocado. En efecto, los fantasmas existen y viven entre nosotros.

Posteriormente, ya en mi vida profesional, tuve muchas ocasiones de conocer de cerca y estudiar esos curiosos seres, esas anomalías de la naturaleza. Descubrí cosas sorprendentes de ellos. Comprobé, por ejemplo, que los fantasmas tienen una natural aversión a los nombres de pila mondos y lirondos. Un fantasma no sería aceptado en su espectral comunidad si cometiera la vulgaridad de llamarse, por ejemplo, Francisco. El fantasma habrá mutado para llamarse Frank. Si ha tenido la desgracia de que sus padres le bautizaran como Jaime, habrá devenido en Jimmy. Si Patricio, será Patrick. Algunos, los más sofisticados, los que cabalgan sobre la cresta de la evolución fantasmal, se hacen llamar por la inicial de su nombre, que eso es el no va más de la fantasmagoría postmoderna. Así, es corriente en un círculo de fantasmas oír a uno dirigirse a otro, que tiene la desgracia de llamarse Juan, simplemente como “Jota”; o si sufre el oprobio de llamarse Juan Ramón, simplemente “Jota Erre”. 

Esa curiosa propensión de los fantasmas al uso de voces importadas del inglés no se queda en los nombres de pila, sino que se extiende, como una mancha de aceite, por toda la superficie de su generalmente insustancial verborrea. Ningún fantasma que se precie mostrará su conformidad articulando un castizo “vale”, o un prosaico “de acuerdo”, sino que pronunciará un mucho más moderno “okey”; ni se le ocurrirá decir que algo está muy bien, sino que dirá que es “cool”. Ninguno que se tenga un mínimo respeto osará jamás estar en una reunión, sino siempre en un “meeting”. Incluso a la hora de mostrar su ira, un fantasma no recurrirá a las formas carpetovetónicas, tan propias del vulgo, como “vete a tomar por el culo”, y no digamos ya a las casposas y apolilladas como “que te folle un pez que la tiene fresca”; no, el fantasma recurrirá a fórmulas más postmodernas como “fuck you”. Y naturalmente, nada hay más aldeano para ellos que un autorretrato; lo suyo son los “selfies”. Lo que no debe hacerse nunca –según he aprendido en mis concienzudos estudios de esta mutación genética– es contestarle a un fantasma en inglés, porque eso casi siempre desencadena en él una sucesión de dolorosos estímulos musculares involuntarios que le hace mirar hacia otro lado y, en ocasiones, sorprendentemente, hasta ponerse a silbar. Curioso reflejo condicionado que hubiera entusiasmado al mismísimo Pávlov, quien no habría dudado en sustituir, para sus estudios, su celebérrimo perro por uno de nuestros fantasmas.

Hay quienes confunden al fantasma con el hortera. Craso error. Nada que ver. El hortera, esa otra mutación del ADN que produce esos inverosímiles especímenes que uno puede observar paseando por los centros de las ciudades en chanclas playeras que muestran el repulsivo espectáculo de unas monstruosidades dactilares generalmente parcas en higiene, pantalones bermudas bajo los que cuelgan patéticamente unas piernas peludas, camiseta sin mangas regalando al personal la insufrible visión de unos matojos pilosos que rebosan de sus naturales cavidades sobacales, gorra del Carrefour –frecuentemente colocada con la visera hacia atrás, al modo de los ciclistas– y, en los casos más acusados, cadena de oro al cuello. Esa especie, el hortera, del que el ejemplo expuesto no es más que uno entre el enorme número de variedades existentes, nada tiene que ver con el fantasma. Éste no presume de nada que no tenga –excepción hecha de la inteligencia–, sino que alardea sin recato de lo que tiene. El fantasma vestirá un traje de Armani –donde se vea la marca en algún sitio, eso sí–; el hortera también, pero será de mentirijilla, adquirido al senegalés del mercadillo, y además probablemente lo acompañará de camisa rosa y corbata verde. Es cierto, no obstante, que la evolución está plagada de mutaciones que parecen imposibles, y así se da también a veces el caso supremo de lo grotesco, el no va más del espanto, el pináculo entre las aberraciones de la naturaleza, la envidia de sirenas, centauros, quimeras, grifos, hipogrifos: el fantasma hortera. Su sola presencia es tan insoportable que la mera evocación de uno de tales especímenes produce demasiado dolor cerebral como para poder siquiera detenerse a escribir sobre ellos. 

Los fantasmas suelen llevar cuernos. Algo en la genética femenina inclina a la mujer a la promiscuidad cuando se casa con un fantasma. Un fantasma sin cuernos es como una obra inacabada, una Mona Lisa sin sonrisa, un jardín sin flores. El fantasma atrae a los cuernos como el flautista de Hamelín a las ratas. Pocas experiencias hay más gratificantes para una mujer –según me han contado– que llegar a casa y encontrarse con su fantasma particular acicalándose y perfumándose frente al espejo, pagado de sí mismo, ajeno a la astamenta que ella le acaba de poner. Según dicen, garantiza a la mujer un sueño plácido y reparador. La tila por la noche es para ellas un mal sucedáneo del fantasma astado. 

En fin, que, pese a mi pecado de juventud, a pesar de mi enconada incredulidad sobre la existencia de los fantasmas, me he rendido a la evidencia. Creedme: existen. Estad atentos, están por todas partes. Oh, yeah!

José-Pedro Cladera ©

No hay comentarios: