viernes, 12 de octubre de 2018

EL PUÑETERO




(Con palabras y refranes obligados, en negrita.)

Mañana a las seis nos vemos en el promontorio. Le mire con estupor: a las seis de la mañana todavía era de noche.

Al que madruga Dios le ayuda, contestó. ¡Dios! No podía con aquel personaje, escupía un refrán en cada respuesta.

Hará frío, le dije. Cuando el grajo vuela bajo hace un frío del carajo, respondió.

En ese momento pensé si acudiría a la cita. El tío era realmente insoportable.  Pero acababa de llegar al pueblo y él era el único que me podía mostrar el canal de entrada para llegar al pico.

Al menos me fui con la esperanza de que mañana sería un gran día y de que por fin cabalgaría sobre las gélidas ondas de Rascamar. Antes de pasar por el hostal y como no tenía el cuerpo para meterme en la cama, me dejé caer por el bar, me acoplé en la barra, pedí un cerveza y noté como si alguien estuviese observándome. Al girarme, me topé con la mirada de dos lozanas mozas que estaban sentadas en la esquina del fondo y que, con sus sonrisas y el brillo de sus ojos, me fulminaron.

Sonó el despertador a las 5:30 y a duras penas cogí la tabla y me dirigí hacia el lugar de encuentro. El día se presentaba sin apenas viento, por lo que la sensación térmica era muy agradable. Según me acercaba se escuchaba el murmullo de las olas golpeando el acantilado. A lo lejos, percibí la silueta del puñetero refranero. Aunque fuese mentalmente, pensé que estaba entrando en su código de frases hechas. Cuando estaba a unos diez metros de él, vi que iba vestido como si fuese un gnomo: con gorro de lana y botas altas de piel de oveja. No pude por más que sonreír con la presencia de aquel paisano. A lo que él, como era presumible y sin yo decir nada, exclamó: ¡ande yo caliente, ríase la gente!

Nos asomamos desde lo alto y se podían distinguir las espumas blancas avanzando en la oscuridad. Aquello tenía muy buena pinta, el mar ordenado y sin viento. Me informó, y esta vez sin refranes, que tardaríamos unos veinte minutos en llegar a la lastra que nos llevaría hasta el canal. Emprendió la bajada por un camino angosto lleno de tojos y le seguí. Cuando estábamos llegando empezaba a amanecer y se vislumbraban las grandes rocas redondas de color negro. Me hizo una señal de silencio con el dedo y susurró por lo bajini: ¡ssshhh: focas! A lo que estuve a punto de contestarle, por los menos en rima, que las focas de las rocas me tocan las pelotas,  pero me contuve. Había que tener cuidado con ellas y no acercarse mucho: había visto videos de algunos surferos perseguidos por focas, y un mordisco con aquellos colmillos imponía bastante respeto. Según nos aproximábamos a nuestro destino, el número de focas aumentaba exponencialmente; en algunos momentos tenías que tener cuidado de no tropezar con ellas, ya que sus lomos se camuflaban con el color de las rocas. Algunas se escondían entre los matojos de los laterales y podían aparecer de repente, asustadas, y morderte una pierna. Llegó un momento en que nos cortaron el paso. Se postraron un par de ellas en medio y no había forma de continuar el trayecto; cuando lo intentábamos, emitían una especie de gruñidos, como si fuesen los rugidos de un león, y no sólo eso, sino que nos mostraban unos colmillos que tendrían más de diez centímetros.

Para mi sorpresa, el zagal empezó a repucharse, cada vez más. Le sugerí que les lanzásemos piedras para que despejasen el camino; pero dijo que aquello sería peor, ya que podrían sentirse intimidadas y atacarnos, y que la opción inteligente sería regresar. En la vuelta, algunas de las focas que habíamos superado antes, que se contaban por cientos, nos habían bloqueado también el camino ascendente. Por fortuna, éstas no eran tan bravas como las dos jefas anteriores y pudimos sortearlas sigilosamente. Al llegar arriba, noté que estaba empapado de sudor, probablemente de la tensión o del terror que en algunos momentos habíamos sentido. No habíamos podido surfear, pero di gracias de estar entero.

Nos despedimos y, como no podía ser de otra forma, me dijo: lo bueno, si breve, dos veces bueno. No supe si darle un puñetazo o abrazarle. Opté por lo segundo. Y pensé que el puñetero refranero, con sus frases hechas y refranes, tenía una actitud muy positiva para afrontar situaciones como aquella.

Como no había dormido en toda la noche, regresé a la pensión limpio de salitre. Se habían marchado, lo cual agradecí enormemente. Me metí en la cama y, con una sonrisa, me dije totalmente influenciado por el puñetero: “Me dieron tantos besos que me gustaron más que el queso!” Al fin y al cabo, mi experiencia en Rascamar no había estado tan mal.

Óscar Nuño©

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