(Con
palabras y refranes obligados, en negrita.)
Mañana a las seis nos vemos
en el promontorio. Le mire con estupor: a las seis de la mañana todavía era de
noche.
Al que madruga Dios le ayuda,
contestó. ¡Dios! No podía con aquel personaje, escupía un refrán en cada
respuesta.
Hará frío, le dije. Cuando el grajo vuela bajo hace un frío del
carajo, respondió.
En ese momento pensé si
acudiría a la cita. El tío era realmente insoportable. Pero acababa de llegar al pueblo y él era el
único que me podía mostrar el canal de entrada para llegar al pico.
Al menos me fui con la esperanza de que mañana sería un gran
día y de que por fin cabalgaría sobre las gélidas ondas de Rascamar. Antes de
pasar por el hostal y como no tenía el cuerpo para meterme en la cama, me dejé
caer por el bar, me acoplé en la barra, pedí un cerveza y noté como si alguien
estuviese observándome. Al girarme, me topé con la mirada de dos lozanas mozas que
estaban sentadas en la esquina del fondo y que, con sus sonrisas y el brillo de
sus ojos, me fulminaron.
Sonó el despertador a las
5:30 y a duras penas cogí la tabla y me dirigí hacia el lugar de encuentro. El
día se presentaba sin apenas viento, por lo que la sensación térmica era muy
agradable. Según me acercaba se escuchaba el murmullo de las olas golpeando el acantilado. A lo lejos, percibí
la silueta del puñetero refranero. Aunque fuese mentalmente, pensé que estaba
entrando en su código de frases hechas. Cuando estaba a unos diez metros de él,
vi que iba vestido como si fuese un gnomo: con gorro de lana y botas altas de
piel de oveja. No pude por más que sonreír con la presencia de aquel paisano. A
lo que él, como era presumible y sin yo decir nada, exclamó: ¡ande yo caliente,
ríase la gente!
Nos asomamos desde lo alto y
se podían distinguir las espumas blancas avanzando en la oscuridad. Aquello
tenía muy buena pinta, el mar ordenado y sin viento. Me informó, y esta vez sin
refranes, que tardaríamos unos veinte minutos en llegar a la lastra que nos
llevaría hasta el canal. Emprendió la bajada por un camino angosto lleno de
tojos y le seguí. Cuando estábamos llegando empezaba a amanecer y se vislumbraban
las grandes rocas redondas de color negro. Me hizo una señal de silencio con el
dedo y susurró por lo bajini: ¡ssshhh: focas! A lo que estuve a punto de
contestarle, por los menos en rima, que las focas de las rocas me tocan las pelotas,
pero me contuve. Había que tener cuidado
con ellas y no acercarse mucho: había visto videos de algunos surferos
perseguidos por focas, y un mordisco con aquellos colmillos imponía bastante
respeto. Según nos aproximábamos a nuestro destino, el número de focas
aumentaba exponencialmente; en algunos momentos tenías que tener cuidado de no
tropezar con ellas, ya que sus lomos se camuflaban con el color de las rocas. Algunas
se escondían entre los matojos de los laterales y podían aparecer de repente,
asustadas, y morderte una pierna. Llegó un momento en que nos cortaron el paso.
Se postraron un par de ellas en medio y no había forma de continuar el trayecto;
cuando lo intentábamos, emitían una especie de gruñidos, como si fuesen los
rugidos de un león, y no sólo eso, sino que nos mostraban unos colmillos que
tendrían más de diez centímetros.
Para mi sorpresa, el zagal
empezó a repucharse, cada vez más.
Le sugerí que les lanzásemos piedras para que despejasen el camino; pero dijo que
aquello sería peor, ya que podrían sentirse intimidadas y atacarnos, y que la
opción inteligente sería regresar. En la vuelta, algunas de las focas que
habíamos superado antes, que se contaban por cientos, nos habían bloqueado
también el camino ascendente. Por fortuna, éstas no eran tan bravas como las dos
jefas anteriores y pudimos sortearlas sigilosamente. Al llegar arriba, noté que
estaba empapado de sudor, probablemente de la tensión o del terror que en
algunos momentos habíamos sentido. No habíamos podido surfear, pero di gracias
de estar entero.
Nos despedimos y, como no
podía ser de otra forma, me dijo: lo bueno, si breve, dos veces bueno. No supe
si darle un puñetazo o abrazarle. Opté por lo segundo. Y pensé que el puñetero
refranero, con sus frases hechas y refranes, tenía una actitud muy positiva
para afrontar situaciones como aquella.
Como no había dormido en toda
la noche, regresé a la pensión limpio de salitre.
Se habían marchado, lo cual agradecí enormemente. Me metí en la cama y, con una
sonrisa, me dije totalmente influenciado por el puñetero: “Me dieron tantos besos que me gustaron más que el queso!” Al fin y
al cabo, mi experiencia en Rascamar no había estado tan mal.
Óscar
Nuño©
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