(Con palabras y refranes obligados, en
negrita.)
Eran
las tres de la tarde y, mientras ponía la mesa en el porche para aprovechar los
últimos coletazos del verano, se quedó mirando la televisión.
Hacía
ya cuatro días que salía la noticia en el telediario, mañana y tarde; el mismo
vídeo una y otra vez. Por lo general, no le gustaban mucho las noticias;
siempre contaban lo malo, como si no ocurriesen cosas buenas.
Siguió andando hacia el jardín, con los vasos en la mano
y su pensamiento puesto en aquel cartel clavado en el paseo marítimo delante
del que se había parado un buen rato este verano: Tsunami.
—¡Qué
exótico! —había pensado.
“En caso de terremoto de una duración de más de
un minuto, tiene como máximo 50 minutos para dirigirse a la zona de seguridad.
Zona roja: la playa. Zona naranja: tercera
línea de playa. Zona verde: el parque elevado que hay a 500 m, justo detrás de la zona naranja.
No coja el coche: se producen retenciones; puede
ser una trampa.”
Algo
así decía aquel cartel. Pero claro, Nueva Zelanda es Occidente; no recordaba
ninguno similar en Indonesia. En ese momento, le vino a la memoria las señales
de tráfico de animales salvajes que había en España. Nunca en su vida había
visto un ciervo cruzando la carretera.
Después
de comer, se tumbó en la hamaca del jardín.
–¡Qué paz! –pensó, –¡qué suerte! Es cierto que
aquí no pasan estas cosas. En todo caso, tenemos los acantilados; la ola no
llegaría.
Había
sido uno de los temas de conversación durante la comida.
–¿Os
acordáis de la mañana de Bali? –les preguntó–. Fueron solo tres segundos. Tú
seguiste durmiendo –dijo, dirigiéndose a su hijo–. El estómago se nos encogió. Tardamos en
reaccionar, en darnos cuenta de lo que estaba pasando.
–¿Os imagináis un minuto temblando todo? Estábamos muy
altos; el tsunami no hubiese llegado –concluyó.
El
verano había sido extraño. Habían pasado de su tranquilo letargo en Cantabria
al bullicio de Bali y, antes de aclimatarse y emprender su ya programada aventura
a la tranquila Lombok, la gravedad de la enfermedad de su cuñado les llevaba de
vuelta a casa. “Lo breve, si bueno, dos
veces bueno”, pensó para contentarse. Desde Madrid, siguieron las noticias
del terremoto de Lombok.
–No
tendría que ser –se dijo para sí, en un murmullo.
–¡Ha
vuelto a nacer! –comentaba su cuñada, en la puerta del hospital.
–Sí. Dicen que
cuando hay vida hay esperanza. ¡Cómo nos alegramos de haber venido para
nada! –decía, mientras la abrazaba a modo de despedida–. No vamos a Lombok,
otra vez será. Volvemos a Bali, y a Nueva Zelanda después. El viaje lo tenemos
ya reservado y queda mucho verano por delante.
Ya
es otoño. Hablan del héroe, del controlador aéreo que salvó a 140 personas.
Sobre ella se cierne un oscuro pensamiento,
se estremece. Es principio de agosto, Paco está en coma y deciden volver; dejan
Bali. El avión está preparado para
despegar. Con los auriculares puestos, toquetea la pantalla buscando qué
película ver; tiene ocho horas por delante. El piloto ha dicho algo. Se quita
los auriculares, se gira hacia su marido y le pregunta:
–¿Qué
ha dicho? No le he entendido.
–No puede despegar, se está produciendo un terremoto –contesta
él, con la tranquilidad del que pudiera estar diciendo “tenemos un avión por
delante esperando para despegar; somos los segundos”.
Se
gira, distraída, hacia la ventana. Todo está tranquilo. Se coloca de nuevo los
cascos y continúa buscando la película. A los pocos minutos, el avión coge
velocidad y despega.
La
noticia ha dejado de ser noticia, pero ahora es consciente: estuvo en la zona
roja. Cierra los ojos, abre el corazón y agradece.
Almudena Pascual©
Ruiloba, 8 de oct. de 18
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