El naufragio del barco frente a
nuestra costa nos proporcionó abundante alimento. Tanto que el jefe de la tribu
decidió darnos un ejemplar entero para cada uno. Nos reunió en el descampado,
en cuyo centro había dispuesto que colocáramos, agrupados, a todos los
ejemplares obtenidos, y se dispuso a repartirlos según su criterio, que para
eso es el jefe. Los había de dos clases: machos y hembras; pero, puesto que su
destino era comérnoslos, el sexo no tenía la menor importancia. Las piezas más
codiciadas lo eran por su volumen. Algunas pesaban más de cien kilos y,
naturalmente, irían a parar a los familiares y amigos del jefe. Otras, sin
embargo, no llegaban ni a los sesenta kilos, por lo que nadie dudaba que serían
las últimas en ser adjudicadas y que irían a parar a los más pringados, como
yo.
Aparte de su peso, que, como digo,
era el criterio fundamental, se valoraba también su color. Unas tenían la piel
negra –como tiene que ser–, lo que les confería un aspecto apetitoso, y no como
otras, que eran blancas como la leche y tenían cabellos rubios, con lo que
presentaban una apariencia enfermiza deplorable y que te hacía hasta dudar si
pasar del banquete. Y tanto o más importante que el color era su olor, pues un
manjar tiene que entrar por los ojos, pero también por el olfato. Esas piezas
blancuzcas, de escaso peso y de aspecto poco apetecible, a veces, para colmo,
olían fatal, como a pétalos de flores, o a hierba después de la lluvia, o
cursilerías por el estilo que sólo sirven para distraerte de lo importante y
estropearte un buen bocado. Las mejores piezas, en cambio, olían a alimento
sugerente; es decir, a sobaco de mono, sudor de comadreja, rastro de loba en
celo. Pero claro, las piezas con los mejores olores irían para los enchufados y
para las que mueven el palmito, como siempre.
A
mí, como el jefe me tiene ojeriza desde que me negué a casarme con su hija
tuerta, me adjudicó lo peor del lote: del cuello le colgaba una etiqueta que
ponía “Charlize Theron” –debía de ser el tipo de carne; nunca la había probado–
y, debajo, una cifra en kilos ridícula, que no daba para comer más que cuatro o
cinco días mal contados. Siempre he tenido mala suerte, ¡qué le voy a hacer! Traté
sin éxito que me cambiara el ejemplar por otro, pero me amenazó con dejarme sin
ninguno, así que me tuve que conformar con lo que nadie quería. Ya se sabe:
cuando el hambre aprieta…
Hice de tripas corazón y empecé a cavilar
sobre si comerme la pieza cocida, asada o a pelo, es decir, cruda. Decidí que
me la comería au naturel; cruda, para
entendernos. Más que nada, para que no mermara, porque ya se sabe que la carne,
al cocinarla, siempre pierde algo, y no era cuestión de desperdiciar la poca
chicha que me había tocado. Si tan mal sabe –pensé–, siempre estaré a tiempo de
cocer o asar lo que me sobre después del primer atracón. ¡Cómo hay que verse! Sólo
quienes hemos pasado mucha hambre podemos entender que uno ose comerse aquella
cosa tan blanca, tan rubia, con aquellos morros, con aquellas piernas tan
largas, con aquellas…, con aquellas…
¡Uy, que casi se me olvida! He de
irme corriendo, que tengo hora concertada con el hechicero de la tribu, a ver
si me da alguna pócima que me arregle el problema éste que tengo con la nariz,
que no para de crecer.
José-Pedro
Cladera Fontenla©
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