viernes, 14 de diciembre de 2018

CANÍBAL




            El naufragio del barco frente a nuestra costa nos proporcionó abundante alimento. Tanto que el jefe de la tribu decidió darnos un ejemplar entero para cada uno. Nos reunió en el descampado, en cuyo centro había dispuesto que colocáramos, agrupados, a todos los ejemplares obtenidos, y se dispuso a repartirlos según su criterio, que para eso es el jefe. Los había de dos clases: machos y hembras; pero, puesto que su destino era comérnoslos, el sexo no tenía la menor importancia. Las piezas más codiciadas lo eran por su volumen. Algunas pesaban más de cien kilos y, naturalmente, irían a parar a los familiares y amigos del jefe. Otras, sin embargo, no llegaban ni a los sesenta kilos, por lo que nadie dudaba que serían las últimas en ser adjudicadas y que irían a parar a los más pringados, como yo.

            Aparte de su peso, que, como digo, era el criterio fundamental, se valoraba también su color. Unas tenían la piel negra –como tiene que ser–, lo que les confería un aspecto apetitoso, y no como otras, que eran blancas como la leche y tenían cabellos rubios, con lo que presentaban una apariencia enfermiza deplorable y que te hacía hasta dudar si pasar del banquete. Y tanto o más importante que el color era su olor, pues un manjar tiene que entrar por los ojos, pero también por el olfato. Esas piezas blancuzcas, de escaso peso y de aspecto poco apetecible, a veces, para colmo, olían fatal, como a pétalos de flores, o a hierba después de la lluvia, o cursilerías por el estilo que sólo sirven para distraerte de lo importante y estropearte un buen bocado. Las mejores piezas, en cambio, olían a alimento sugerente; es decir, a sobaco de mono, sudor de comadreja, rastro de loba en celo. Pero claro, las piezas con los mejores olores irían para los enchufados y para las que mueven el palmito, como siempre.      

A mí, como el jefe me tiene ojeriza desde que me negué a casarme con su hija tuerta, me adjudicó lo peor del lote: del cuello le colgaba una etiqueta que ponía “Charlize Theron” –debía de ser el tipo de carne; nunca la había probado– y, debajo, una cifra en kilos ridícula, que no daba para comer más que cuatro o cinco días mal contados. Siempre he tenido mala suerte, ¡qué le voy a hacer! Traté sin éxito que me cambiara el ejemplar por otro, pero me amenazó con dejarme sin ninguno, así que me tuve que conformar con lo que nadie quería. Ya se sabe: cuando el hambre aprieta…

            Hice de tripas corazón y empecé a cavilar sobre si comerme la pieza cocida, asada o a pelo, es decir, cruda. Decidí que me la comería au naturel; cruda, para entendernos. Más que nada, para que no mermara, porque ya se sabe que la carne, al cocinarla, siempre pierde algo, y no era cuestión de desperdiciar la poca chicha que me había tocado. Si tan mal sabe –pensé–, siempre estaré a tiempo de cocer o asar lo que me sobre después del primer atracón. ¡Cómo hay que verse! Sólo quienes hemos pasado mucha hambre podemos entender que uno ose comerse aquella cosa tan blanca, tan rubia, con aquellos morros, con aquellas piernas tan largas, con aquellas…, con aquellas…

            ¡Uy, que casi se me olvida! He de irme corriendo, que tengo hora concertada con el hechicero de la tribu, a ver si me da alguna pócima que me arregle el problema éste que tengo con la nariz, que no para de crecer.  


José-Pedro Cladera Fontenla©

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