Una habitación de ladrillos,
una cama, una mesilla, una silla y un caldero. No hay ventanas, únicamente una
puerta cerrada con una pequeña abertura. En la pared, hay colgado un cuadro
envejecido, amarillento y con el cristal roto. Es una foto de familia, he de
suponer que es la mía. La niña pequeña, de pelo moreno y liso, debo de ser yo,
aunque apenas lo recuerdo.
Llevo encerrada mucho
tiempo, años, muchos años. Solo recuerdo el día que me enfrenté a mi madre, en
una cena en la que, al parecer, se estaba celebrando que ya habían encontrado el
marido perfecto para mí. Se trataba del hijo de unos amigos, de buena posición
económica, el matrimonio ideal. Ellos aportaban el capital y nosotros, el
apellido.
Me enfurecí, grité y le
espeté a mi madre que jamás me casaría con una persona en contra de mi
voluntad. Luis, que así se llamaba el
elegido, era un ser repugnante, grosero, machista, violento y un borracho.
En la mesa, todos
callados. Solo se escuchaban las voces de mi madre y mías. Los argumentos de mi
querida madre me enfurecían. Para
ella, yo era una mercancía que se valoraba muy bien y había que aprovechar la
demanda para venderme al mejor postor.
Creo que cogí piezas de
la vajilla y las rompí en el suelo, estaba fuera de mí; tal vez, enloquecí. Intenté
escapar de casa, pero unas manos fuertes, las de mi hermano mayor, me agarraron
y arrastraron al interior del salón.
Oí a mi madre hablar
por teléfono con un médico amigo de la familia y le rogó que se personara a la
mayor brevedad que le fuera posible, pues se trataba de algo muy urgente: su
hija estaba endemoniada.
Intento recordar qué
sucedió en los días posteriores al incidente. Estoy amarrada en una cama; veo a
una persona, la cual no distingo, con una jeringuilla; vacía lentamente el
líquido en mi brazo; tengo sueño, mucho sueño.
Oigo golpes, mucho
ruido por las escaleras, mi madre dando órdenes a alguien, apenas puedo
entender lo que le dice…; un cuarto en el ático, ladrillos, sin ventanas, una
puerta… y me quedo dormida.
Despierto y escucho la
voz de mi madre… Está en México. Recibimos carta suya cada mes…, no encuentro
el sentido a sus palabras.
Me han traído comida y
agua. No deseo comer y menos beber, pero tengo sed y bebo con avidez, aunque
intuyo que el tranquilizante está en el agua, pues, en pocos segundos, vuelve
el sueño y caigo sobre la cama.
La tos me despierta una
noche. Tengo temblores y frío, mucho frío. Intento golpear el suelo para llamar
la atención de mi madre, necesito su ayuda y, transcurridos unos minutos, la
oigo acercarse. Le suplico que llame al médico; mi voz es débil, debo de tener
fiebre y tengo un dolor tremendo en el pecho.
No habla conmigo,
apenas me escucha y se marcha. Empiezo a llorar desconsoladamente; me percato
de su crueldad. Oigo pasos que se acercan y, a través de la abertura de la
puerta, me entrega una aspirina y una carta. Se aleja sin más. Miro el sobre,
extrañada; la destinataria es ella y la remitente soy yo, desde México.
Han pasado varios días
o varias semanas. Ya no me levanto de la cama, no tengo fuerzas; la tos me
desgarra por dentro y la sangre mancha la cama. Voy a morir, la tuberculosis me
liberará.
Mi madre seguirá
recibiendo mis cartas, desde México.
Nieves Reigadas©
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