jueves, 17 de enero de 2019

RI(TU)AL




Algo así era impensable que ocurriese, pero fuiste testigo de ello.

Andaba en la lejanía, y tú, creyendo ver un peregrino cualquiera. Mientras intentabas liarte un cigarrillo, la silueta se acercaba más y más. Cuando estuvo frente a ti, comprobaste que se trataba de una chica con pinta de extranjera: cejas rubias, tez blanca, ojos claros, alta, delgada y de unos treinta años. Se colocó a tu altura, pero al otro lado del pequeño camino, y ni siquiera te miró. Os separaba una distancia de unos cinco metros. Soltó el macuto, apoyó el palo y se quitó el pañuelo que cubría su cabeza, mostrando un larga melena dorada. Se descalzó con parsimonia y aparcó las botas junto a la mochila. Después, con total naturalidad, se fue desabrochando uno a uno los botones de las bermudas, dejándolas caer sobre sus tobillos; todavía con ellas sobre sus pies, se levantó la camiseta y la saco por la cabeza, dejando ver dos pechos, diría que perfectos, pequeños pero lo suficientemente grandes para saciar las fantasías de cualquier ser sintiente. Cuando todavía no daba crédito a lo sucedido, deslizó sus bragas hasta por encima de las rodillas y desde ahí dejó que resbalaran hasta los pies, para deshacerse finalmente de ellas con dos sutiles movimientos. Se adentró con paso armónico pero decidido en el prado, y diez metros después se paró frente a una de esas bañeras que se utilizan para dar de beber al ganado; pasó una pierna, luego la otra y se sentó en el fondo, echó la cabeza hacia atrás y se sumergió en el agua un buen rato, tanto que elucubraste sobre un posible suicidio. Pero reapareció lentamente, dejando caer el peso de su cuello sobre el borde de la bañera, y allí se quedó, disfrutando de las inigualables vistas que ofrecía aquella bañera rústica: unas decenas de ondulaciones verdes que iban a fundirse con el mar azulado.

Tras veinte minutos de meditación total y compartida, se incorporó y se vistió, sin secarse siquiera, con la misma delicadeza con la que se desnudó, pero esta vez las bragas se las guardó en el bolsillo de las bermudas; recogió su palo y el macuto y se echó andar en la misma dirección por la que había venido. Ni siquiera terminaste de liarte el cigarrillo, y allí te quedaste, atónito, con el tabaco y el papel entre las manos.

Al día siguiente, regresaste a la misma hora sólo para rememorar y regocijarte en lo ocurrido y, a lo lejos, viste como se acercaba la misma figura. Era ella, te dijiste, incrédulo. Y así ocurrió, como si fuese la repetición de ayer. Los días posteriores pasó exactamente lo mismo: llegaba, se desnudaba y se sumergía en la bañera para después contemplar el mar. Nunca hablaste con ella ni la seguiste, su presencia te ensimismaba y te enmudecía. Empezaron las lluvias, los vientos del norte y a bajar las temperaturas y allí aparecía siempre ella, fiel a su liturgia. Pasaron tantos días que más gente empezó a tener conocimiento del suceso y dejé de ser el único privilegiado de aquellos maravillosos momentos de pureza celestial. Al principio erais cinco; luego, quince y más tarde, cientos. Comenzaban las nieves y allí os agolpabais, desde japoneses con sus cámaras hasta periodistas de todo el mundo. Al igual que tú, todos absortos y en silencio, nadie preguntaba.

Uno de los días de más expectación, había venido un canal de televisión muy popular en Canadá para preparar un reality y comenzó el, interiorizado por todos, acto y, una vez desnuda, para vuestra sorpresa, pasó de largo por la bañera y enfiló hacia los acantilados rumbo al mar. Todos los allí reunidos os mirasteis sorprendidos; y sigilosamente, al igual que su caminar, la seguisteis. Bajó hasta la playa y, poco a poco, se fue metiendo en el agua; cuando ésta le llegaba por la cintura, se lanzó de cabeza como si fuese un delfín y comenzó a dar brazadas de crol: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis… Desde la playa, ibais contándolas al unísono y en voz baja: seiscientas, setecientas, ochocientas,… mil,… dos mil,… tres mil,… y su figura se perdió en el horizonte.

No supiste nada más de ella, ni siquiera su nombre. No te interesaba, te bastaba con su mera contemplación y el disfrute íntimo de su ritual.

Desde aquel primer día que la viste, no habías vuelto a liar un cigarrillo más y ya no te quedaban ganas para intentarlo.


Óscar Nuño©

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