Algo así era impensable que
ocurriese, pero fuiste testigo de ello.
Andaba en la lejanía, y tú,
creyendo ver un peregrino cualquiera. Mientras intentabas liarte un cigarrillo,
la silueta se acercaba más y más. Cuando estuvo frente a ti, comprobaste que se
trataba de una chica con pinta de extranjera: cejas rubias, tez blanca, ojos
claros, alta, delgada y de unos treinta años. Se colocó a tu altura, pero al
otro lado del pequeño camino, y ni siquiera te miró. Os separaba una distancia
de unos cinco metros. Soltó el macuto, apoyó el palo y se quitó el pañuelo que cubría
su cabeza, mostrando un larga melena dorada. Se descalzó con parsimonia y
aparcó las botas junto a la mochila. Después, con total naturalidad, se fue
desabrochando uno a uno los botones de las bermudas, dejándolas caer sobre sus
tobillos; todavía con ellas sobre sus pies, se levantó la camiseta y la saco
por la cabeza, dejando ver dos pechos, diría que perfectos, pequeños pero lo
suficientemente grandes para saciar las fantasías de cualquier ser sintiente. Cuando
todavía no daba crédito a lo sucedido, deslizó sus bragas hasta por encima de
las rodillas y desde ahí dejó que resbalaran hasta los pies, para deshacerse
finalmente de ellas con dos sutiles movimientos. Se adentró con paso armónico
pero decidido en el prado, y diez metros después se paró frente a una de esas
bañeras que se utilizan para dar de beber al ganado; pasó una pierna, luego la
otra y se sentó en el fondo, echó la cabeza hacia atrás y se sumergió en el
agua un buen rato, tanto que elucubraste sobre un posible suicidio. Pero
reapareció lentamente, dejando caer el peso de su cuello sobre el borde de la
bañera, y allí se quedó, disfrutando de las inigualables vistas que ofrecía
aquella bañera rústica: unas decenas de ondulaciones verdes que iban a fundirse
con el mar azulado.
Tras veinte minutos de
meditación total y compartida, se incorporó y se vistió, sin secarse siquiera, con
la misma delicadeza con la que se desnudó, pero esta vez las bragas se las
guardó en el bolsillo de las bermudas; recogió su palo y el macuto y se echó
andar en la misma dirección por la que había venido. Ni siquiera terminaste de
liarte el cigarrillo, y allí te quedaste, atónito, con el tabaco y el papel
entre las manos.
Al día siguiente,
regresaste a la misma hora sólo para rememorar y regocijarte en lo ocurrido y,
a lo lejos, viste como se acercaba la misma figura. Era ella, te dijiste,
incrédulo. Y así ocurrió, como si fuese la repetición de ayer. Los días
posteriores pasó exactamente lo mismo: llegaba, se desnudaba y se sumergía en
la bañera para después contemplar el mar. Nunca hablaste con ella ni la
seguiste, su presencia te ensimismaba y te enmudecía. Empezaron las lluvias, los
vientos del norte y a bajar las temperaturas y allí aparecía siempre ella, fiel
a su liturgia. Pasaron tantos días que más gente empezó a tener conocimiento
del suceso y dejé de ser el único privilegiado de aquellos maravillosos momentos
de pureza celestial. Al principio erais cinco; luego, quince y más tarde,
cientos. Comenzaban las nieves y allí os agolpabais, desde japoneses con sus
cámaras hasta periodistas de todo el mundo. Al igual que tú, todos absortos y
en silencio, nadie preguntaba.
Uno de los días de más
expectación, había venido un canal de televisión muy popular en Canadá para
preparar un reality y comenzó el, interiorizado
por todos, acto y, una vez desnuda, para vuestra sorpresa, pasó de largo por la
bañera y enfiló hacia los acantilados rumbo al mar. Todos los allí reunidos os mirasteis
sorprendidos; y sigilosamente, al igual que su caminar, la seguisteis. Bajó
hasta la playa y, poco a poco, se fue metiendo en el agua; cuando ésta le llegaba
por la cintura, se lanzó de cabeza como si fuese un delfín y comenzó a dar
brazadas de crol: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis… Desde la playa, ibais
contándolas al unísono y en voz baja: seiscientas, setecientas, ochocientas,…
mil,… dos mil,… tres mil,… y su figura se perdió en el horizonte.
No supiste nada más de ella,
ni siquiera su nombre. No te interesaba, te bastaba con su mera contemplación y
el disfrute íntimo de su ritual.
Desde aquel primer día que
la viste, no habías vuelto a liar un cigarrillo más y ya no te quedaban ganas
para intentarlo.
Óscar Nuño©
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