–¿Hoy no tiene calambres, don Manel?
–la voz le llegó algo confusa, porque hablaba con la boca llena.
–¡Pues claro que tengo hambre, doña
Mercè! ¡Pero a quién se le ocurre ponernos chuletas si saben que tengo la
dentadura a reparar! ¡Arpías, eso es lo que son!
–Bueno, no se lo tome así, se les
habrá olvidado. Hala, le regalaré mi yogur para compensar que se ha quedado sin
la chuleta.
–¿Qué dice, don Manel ha perdido una
muleta? Yo le dejo una de las mías –surgió la espontánea solidaridad de un
colega que, desde la mesa contigua, le brindaba su ortopédico báculo a modo de
lanza.
–¡Qué coño muletas! ¿Quién habla de
muletas? Además, métase en sus asuntos, que nadie le ha dado vela en este
entierro.
–¿Entierro ha dicho? ¿Quién la ha
palmado? ¿Don Xavier ya ha palmado? Mire que le dije que no fumara, pero él, ni
caso.
Su esposa le ordenó que se callara,
que a don Manel le subía la tensión.
Un
poco más apartado, también en encarnizada lucha contra su chuleta, pareció
despertar don Emili:
–¿Alguien sabe qué ha pasado? Porque
algo ha pasado.
–Sí, sí –le contestó su señora
esposa–, el mío también está algo pasado. Este cocinero es un desastre.
–Yo también he de ir al sastre
–apostilló don Andreu, que era muy presumido–, porque con lo gordo que estoy,
ya no encuentro nada de prêt-à-porter.
–¡Oh, qué fino está usted hoy,
hablando inglés! –doña María de las Mercedes estaba impresionada. –¿Dónde lo
estudió usted?
–¡Qué va, si yo nunca he estudiado
idiomas! Fíjese, yo estudié entomología.
–Pues yo, en Tordesillas.
En la mesa once, tres añosos varones
mantenían una animada conversación.
–Ayer
me invitó a merendar la señora Fontcuberta.
–¿La
de los tres pezones?
–Sí.
¡Qué pasada! Apenas caben en la pecera. ¡Qué señora tan atenta! Y además, me
convidó a una copita de Aromas de Montserrat.
Doña Dolors, que tenía oído de
tísico, gustaba de meter cuchara en plato ajeno:
–¿Qué dice, que nos llevan de
excursión a Montserrat?
–¡Usted no se entrometa!
Al otro lado del comedor, en caótico
guirigay, se cruzaban las voces sobre el tema de conversación preferido:
–¿Y a usted, don Jaume, hoy, qué le
duele?
–Nada, nada, como un chaval. No me
duele nada.
–Pues a mí tampoco. Desde que uso el
colutorio, no me huele nada.
–Y usted, ¿cómo va ese bulto en la
espalda?
–¡No os metáis con mi joroba que me
cabreo! ¡Un respeto, coño! –explotó don Ferrán, que sin ser el interesado creyó
serlo y era muy quisquilloso con cualquier presunta alusión a su gibosa peculiaridad
anatómica.
Desde la silla de ruedas, en la que
se hallaba a resultas de una caída que le dejó el cuerpo hecho un desastre, llegó
la voz exigente de don Albert:
–¡¡¡MASAJITOS!!!
La camarera le respondió con
autoridad:
–Más ajitos, no, que luego le canta
el aliento.
Doña María de las Mercedes intervino
con júbilo:
–Eso, eso, que cante, que ya se
sabe: cuando el español canta, su mal espanta.
–Yo también quiero otra manta, que
paso mucho frío.
–Pues mi consomé también está frío.
Esto es un desastre. Voy a protestar.
–¡Últimos números para el sonotone!
De última generación, con realzador de frecuencias, reductor de ruido avanzado,
tres programas de audición, ligero y discreto. A un euro el número; por tres
euros, cinco números.
–Yo quiero, yo quiero. Póngame esos
tres por un euro
.
–Don Manel, ¡que no! –salió presta
en su ayuda doña Dolors– ¡Que son tres por cinco euros!
Don Oriol, que había sido gerente de
Hilaturas Oriol Conill e hijos, tenía
un lema que corría por la sangre de su estirpe: La pela es la pela.
–¿Alguien comparte un número?
–¡Pero mire que es usted rácano, don
Andreu! Si le quedan cuatro telediarios, para qué quiere guardar tanto la pasta.
Además, si nos toca, ¿qué hacemos, usamos el sonotone un día cada uno?
–¿Pero ya venden números para el
Gordo? ¡Si estamos en febrero! Esto me huele mal –doña Remei, además de tener
voz de pito, era muy desconfiada.
Al día siguiente, la camarera cogió
la baja por depresión y, a la espera de encontrar una improbable sustituta, se
estableció la modalidad de self-service.
La enfermería se vio desbordada por los casos de indigestión. Dos caballeros
presentaron sendas quejas esgrimiendo sus piezas inacabadas de entrecot con sus
dentaduras postizas obstinadamente clavadas en ellas.
Sólo
quedaron dos números por vender para el sonotone. Sospechosamente, uno de esos
fue el que tocó. Don Jordi, el promotor del sorteo, apareció en el comedor a
cenar con un moratón en un ojo.
José-Pedro
Cladera©

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