sábado, 16 de febrero de 2019

SONOTONE




            –¿Hoy no tiene calambres, don Manel? –la voz le llegó algo confusa, porque hablaba con la boca llena.

            –¡Pues claro que tengo hambre, doña Mercè! ¡Pero a quién se le ocurre ponernos chuletas si saben que tengo la dentadura a reparar! ¡Arpías, eso es lo que son!

            –Bueno, no se lo tome así, se les habrá olvidado. Hala, le regalaré mi yogur para compensar que se ha quedado sin la chuleta.

            –¿Qué dice, don Manel ha perdido una muleta? Yo le dejo una de las mías –surgió la espontánea solidaridad de un colega que, desde la mesa contigua, le brindaba su ortopédico báculo a modo de lanza.

            –¡Qué coño muletas! ¿Quién habla de muletas? Además, métase en sus asuntos, que nadie le ha dado vela en este entierro.

            –¿Entierro ha dicho? ¿Quién la ha palmado? ¿Don Xavier ya ha palmado? Mire que le dije que no fumara, pero él, ni caso.

            Su esposa le ordenó que se callara, que a don Manel le subía la tensión.

Un poco más apartado, también en encarnizada lucha contra su chuleta, pareció despertar don Emili:

            –¿Alguien sabe qué ha pasado? Porque algo ha pasado.

            –Sí, sí –le contestó su señora esposa–, el mío también está algo pasado. Este cocinero es un desastre.

            –Yo también he de ir al sastre –apostilló don Andreu, que era muy presumido–, porque con lo gordo que estoy, ya no encuentro nada de prêt-à-porter.

            –¡Oh, qué fino está usted hoy, hablando inglés! –doña María de las Mercedes estaba impresionada. –¿Dónde lo estudió usted?

            –¡Qué va, si yo nunca he estudiado idiomas! Fíjese, yo estudié entomología.

            –Pues yo, en Tordesillas.

            En la mesa once, tres añosos varones mantenían una animada conversación.

–Ayer me invitó a merendar la señora Fontcuberta.

–¿La de los tres pezones?

–Sí. ¡Qué pasada! Apenas caben en la pecera. ¡Qué señora tan atenta! Y además, me convidó a una copita de Aromas de Montserrat.

            Doña Dolors, que tenía oído de tísico, gustaba de meter cuchara en plato ajeno:

            –¿Qué dice, que nos llevan de excursión a Montserrat?

            –¡Usted no se entrometa!

            Al otro lado del comedor, en caótico guirigay, se cruzaban las voces sobre el tema de conversación preferido:

            –¿Y a usted, don Jaume, hoy, qué le duele?

            –Nada, nada, como un chaval. No me duele nada.

            –Pues a mí tampoco. Desde que uso el colutorio, no me huele nada.

            –Y usted, ¿cómo va ese bulto en la espalda?

            –¡No os metáis con mi joroba que me cabreo! ¡Un respeto, coño! –explotó don Ferrán, que sin ser el interesado creyó serlo y era muy quisquilloso con cualquier presunta alusión a su gibosa peculiaridad anatómica.

            Desde la silla de ruedas, en la que se hallaba a resultas de una caída que le dejó el cuerpo hecho un desastre, llegó la voz exigente de don Albert:

            –¡¡¡MASAJITOS!!!

            La camarera le respondió con autoridad:

            –Más ajitos, no, que luego le canta el aliento.

            Doña María de las Mercedes intervino con júbilo:

            –Eso, eso, que cante, que ya se sabe: cuando el español canta, su mal espanta.

            –Yo también quiero otra manta, que paso mucho frío.

            –Pues mi consomé también está frío. Esto es un desastre. Voy a protestar.

            –¡Últimos números para el sonotone! De última generación, con realzador de frecuencias, reductor de ruido avanzado, tres programas de audición, ligero y discreto. A un euro el número; por tres euros, cinco números.

            –Yo quiero, yo quiero. Póngame esos tres por un euro
.
            –Don Manel, ¡que no! –salió presta en su ayuda doña Dolors– ¡Que son tres por cinco euros!

            Don Oriol, que había sido gerente de Hilaturas Oriol Conill e hijos, tenía un lema que corría por la sangre de su estirpe: La pela es la pela.

            –¿Alguien comparte un número?

            –¡Pero mire que es usted rácano, don Andreu! Si le quedan cuatro telediarios, para qué quiere guardar tanto la pasta. Además, si nos toca, ¿qué hacemos, usamos el sonotone un día cada uno?

            –¿Pero ya venden números para el Gordo? ¡Si estamos en febrero! Esto me huele mal –doña Remei, además de tener voz de pito, era muy desconfiada.

            Al día siguiente, la camarera cogió la baja por depresión y, a la espera de encontrar una improbable sustituta, se estableció la modalidad de self-service. La enfermería se vio desbordada por los casos de indigestión. Dos caballeros presentaron sendas quejas esgrimiendo sus piezas inacabadas de entrecot con sus dentaduras postizas obstinadamente clavadas en ellas.

Sólo quedaron dos números por vender para el sonotone. Sospechosamente, uno de esos fue el que tocó. Don Jordi, el promotor del sorteo, apareció en el comedor a cenar con un moratón en un ojo.

José-Pedro Cladera©

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