Me
duele la espalda. A veces, el dolor es insoportable; otras, es más leve. Voy de
urgencia al médico y, después de un tanteo por mi zona dolorida, decide ponerme
una inyección de Cortexona y Voltarén, para minimizar el dolor.
La enfermera que me inyecta la dosis
me dice que tengo la piel muy dura y resulta difícil inocularme el líquido. Me
rio y pienso que no es dura la cara que tengo, sino la piel. Cuando acaba el
ritual, se percata de que la aguja está deteriorada, pero ya es demasiado
tarde.
Empiezan los consejos de unos y de
otras: vete a masajes a este sitio, a este otro; no, a ese no, es mejor esta,
es mejor la otra; no, el de más allá. No puedo más, no sé dónde debo acudir
para buscar un poco de alivio.
Decido tomarme un tiempo y
relajarme, a ver si mejoro un poco. Busco en Internet Fisioterapeutas; sobre todo, las opiniones de pacientes, necesito aclararme.
Nada, el lío es tremendo. Sigo relajada. Cuestión de tiempo, me dicen.
Una de mis noches sin dormir pongo
la tele y, buscando algún canal interesante, aparece uno de ventas. Me pongo a
ver los chollos que me ofrecen y, de repente, aparece un sillón de masajes
enorme que, según dicen, es perfecto para la zona lumbar. Quería saber el
precio, pero, después de dos horas escuchando a los telepredicadores, pasan un rótulo con el número de teléfono para
ampliar información.
Sin pensar, mis dedos marcan el
número y me atienden en pocos segundos. Les informo de que estoy interesada en
saber el precio del maravilloso sillón
de masajes, y aquí empieza la tortura: me relata todas las cualidades y
calidades del artículo y, cincuenta y cinco minutos después, me indica el
precio, muy elevado, pero puedo pagarlo en cómodos plazos y sin intereses, y
accedo, sin rechistar. En un corto periodo de tiempo, es decir, entre quince y
veinte días, lo recibiré.
Estoy agotada y quedo dormida. Sueño
con mi nuevo sillón, estoy tumbada sobre él y los masajes me hacen sentir que
estoy en la gloria. Me levanto como nueva, puede ser que haya realizado la
mejor compra de mi vida y me siento feliz.
¡Por fin! El sillón ha llegado. Vienen dos
operarios y realizan el montaje, me entregan el mando y me explican cada tecla
para ordenar el masaje que necesito en cada momento. Todo parece muy claro.
Estoy deseando que marchen para probarlo.
Me tumbo y cojo el mando, y… toqué
una tecla sin mirar. Aquello empezó a vibrar, como si fuera un toro mecánico;
no podía pararlo, ni me atrevía a saltar, pero al final me tiré en marcha. Miré
el mando y tenía una luz intermitente sobre la tecla turbo.
El sillón forma parte de la
decoración del cuarto. No me atrevo ni a sentarme, por si se activa solo.
Nieves Reigadas©

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