¡Por fín, pisamos Túnez!
Un grupo de cinco mujeres, amigas, maduras, con callos de la vida y cicatrices en el alma. Era la primera vez que nos uníamos para pasar unos días de vacaciones. El calor al aterrizar nos desparramó por el aeropuerto y, a los sofocos naturales, unimos aquellas temperaturas y llegamos al hotel arrastrando pies y maletas, con los pelos pegados a la frente y a las mejillas, y todo lo que en un ser humano pueda sudar, sudaba. Cinco mujeres blancuzcas junto a un grupo de gente morena y lustrosa (porque así coincidió, salvo una pareja escandinava).
Después de una ducha más que reparadora y ordenar la ropa en las baldas (no había armarios), monísimas de la muerte, bajamos a perdernos por aquellas calles. Nos vimos rodeadas de aromas deliciosos y cálidos colores. Anochecía. No sé qué cara o pinta tendríamos, pero en el primer local que entramos para tomar un refresco, se nos acerca el camarero con gestos cómplices, nos sienta en una mesa de colores muy pequeña y desaparece. Al rato, vuelve con mucho secretismo y, desenvolviendo unos periódicos nos saca dos botellas de vino. ¡A ver!, las tomamos sin rechistar. El hombre nos cobró muy satisfecho. Entre el alcohol y el calor y alguna parada parecida más, no os voy a contar la vuelta al hotel, ni lo que tardamos, ni la hora, ni las condiciones.
Uno de los días, pasamos la noche en el desierto, en unas pequeñas jaimas y disfrutando de esos millones de estrellas que la luz urbana casi siempre nos impide ver.
Todas menos una habíamos oído hablar de las excelencias de los masajes de aquella zona, de aquellas manos sin igual y esos ambientes oscuros y dulzones. Fuimos malas como pécoras. Justo a ella la animamos a ser la primera. Bajó con su túnica de colores chillones. La recibió un bellísimo joven, que a nosotras (de lejos y escondidas tras un seto) nos pareció que bajo la chilaba iba libre, pero libre del todo. La ayudó a tumbarse. Tan ricamente. Nos empujábamos unas a otras para tener mejor visión del espectáculo. Intuíamos que ella, echada en aquella postura, podía vernos las patucas y los saltines. Al cabo de un buen rato, observamos, atónitas, lo que ya nos habían comentado y no nos habíamos creído. Notamos como nuestra amiga se tensaba de golpe mientras una mano atrevida se metía bajo sus bragas –¡eso sí!, después de un espléndido masaje, suave y aceitoso–. Levantamos las cabezas al unísono como cuatro garzas mientras nuestras carcajadas ahogaban el murmullo musical. Ella se sentó desencajada mientras daba por terminado el masaje entre muchas y entrecortadas explicaciones al morenazo masajista, que a su vez la miraba extrañado.
Pocas veces un grupo de mujeres se habrá reído tanto. A ella le costó un poco más, pero terminó unida al jolgorio.
Al cabo de un tiempo, nos contó que había repetido la experiencia del viaje, pero con todo, todito, incluido.
¡Amén, así sea!
Remedios Llano©
Comillas
Febrero 2019

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