El día comenzó como todos. El cruel despertador me arrancó de las manos de Morfeo, porque el calendario marcaba que era martes y tocaba trabajar. Sin poder abrir los ojos, me encaminé a la ducha, la responsable de poner fin a los botazos y llevarme a la realidad de mis obligaciones.
El reflejo del espejo era una mezcla de momia de Egipto con un puck con los pelos fuera de la regla de la gravedad. Me guiñaba un ojo diciendo que simplemente era un reflejo y que la ducha me llevaría a la imagen de todos los días.
En el momento que me disponía a salir de la ducha, ya como una persona en todo el ámbito de la definición, pisé la pastilla de jabón Magno y mi cuerpo sintió una atracción tan fuerte por el suelo que, sin darme cuenta, me encontraba hecha un ocho en medio del baño con la cortina de ducha como escudo contra la caída.
Intenté levantarme rápidamente, para que mi poco orgullo no desapareciera antes de que la pelirroja abriera la puerta, asustada por el enorme ruido y chillidos de niña que había emitido; pero mi esfuerzo fue en vano porque, al poner mis manos en los azulejos de los años 90 de nuestro baño, el sonido del picaporte, aderezado con la sonrisa contagiosa de la pelirroja, hicieron que mis manos resbalaran y me quedara como una merluza recién pescada, resignada a que el marinero había ganado y ella había perdido.
Después de casi 15 minutos de carcajadas regadas, me levanté con esfuerzo y fui directa a mi dormitorio para vestirme y así continuar con mi estupendo martes. Ya lista para ir a trabajar, con mis entrañas pidiendo cafeína, me dirigí hacia la cocina, donde la pelirroja me esperaba para la réplica de las carcajadas y con dos terrones de azúcar.
–Buenos días, acróbata. ¿Un café? –y con la mirada me decía: no voy a olvidar tu imagen tirada en el suelo, que lo sepas.
–Sí, y bien caliente, a ver si así se me calman los dolores de espalda, brazos, piernas… Bueno, para que el cuerpo me entre en calor.
–Yo te pongo el café hirviendo, pero… las secuelas de tu súper salto mortal con la cortina de la ducha como capa de superhéroe de hace un rato no van a desaparecer así como así –y me tendió el café con dos ibuprofenos. Los cogí resignada y con la mirada de ‘tienes razón siempre, pelirroja’.
–Pareces mamá. Menudo martes, parece que sea martes 13. Me voy para la estación, que solo falta que pierda el tren. A la tarde nos vemos, a la tarde.
–Jajajá. Es martes 13, enana. Nos vemos a la tarde.
El día trascurrió todo lo normal que se puede esperar de que te duela todo el cuerpo, que el tren llegara un día a tiempo y correr para cogerlo, que tu jefe se creyera que tu ibas a pilas y no necesitas ni descansar cinco minutos, que gracias a tus prisas la comida se te quedara en la cocina muerta de risa, tuvieras que comer comida basura y con ello incumplir con tu súper dieta de hacía tres días. El martes estaba siendo épico. En mi espalda, parecía que tuviera la guerra de las Termópilas; los riñones iban perdiendo contra las costillas y los omoplatos. Al fin dan las 7. Me monto en el tren. Me duele todo, necesito llegar a casa, tomar algo calentito e intentar convencer a la pelirroja de que me dé uno de esos masajitos que aprendió, porque no llego al 14 si no. Cruzo la puerta con cara de dolor y cansancio un poco exagerado (hay que dar pena para lograr mi objetivo).
–Enana, enana… ¿Qué tal tu día?
La miro con cara de… ‘ha sido un día de mierda; mímame, que me lo merezco, hermanita’
–Pelirroja, ha sido un martes 13 en toda regla. Hablando de ello: se me ha adelantado dos días, me duele todo –me tiro en el sofá y lloro para sacar todo lo malo de ese día.
–Venga, enana, que no hay ningún día que no acabe a las 12 –se acerca a mí y me abraza en plan koala.
–No sé si me podré levantar, la verdad.
–Mira, vamos a hacer una cosa. Cámbiate, que yo mientras voy montando la camilla de cuando hacía prácticas y te doy uno de esos majitos míos, ¿te parece?
Sin pensarlo dos veces, me levanto, voy directa a la habitación, dejo mi ropa en el suelo y me pongo mi camiseta vieja desteñida, mis pantalones de andar por casa (modo pordiosera) y vuelvo al salón.
–Ya estoy.
–Eres una listilla, hermanita. Venga, ven a la camilla, que después del masaje te toca hacer la cena.
–Lo que tú quieras, pelirroja –dije mientras me tumbaba–, pero quiero masajitos.
Jezabel Luguera©

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